—Así, ¿que usted
cree que Espartero tomará la plaza?
—Yo creo que sí.
Hablamos luego del
valor que tenía el fuerte de San Pedro Mártir.
Lazamborda tampoco
creía en él.
—Al principio —me
dijo—, el barón de Rahden comenzó a fortificar el alto de San Pedro Mártir, en
agosto del año anterior, y pensaba hacer un baluarte bueno; pero el barón
prusiano, cuando fue herido en el sitio de Montalbán, pidió permiso a Cabrera
para marcharse a su país a restablecerse de sus heridas y no volvió.
—¿Y no se ha
seguido la fortificación?
—No. A Rahden le
sustituyó mi jefe, el teniente coronel de cazadores don Juan José Alzaga, que
vino con gran actividad a seguir los trabajos de fortificación de San Pedro
Mártir. Pero ¿dónde está el dinero? ¿Dónde están los cañones?
—Así, ¿que esto
vale poco?
—Nada.
Como a Lazamborda
le gustaba hablar y tomar una copa, yo compré una botella de aguardiente y otra
de ron, que se vendían muy caras; las llevé a mi cuarto y solíamos beber un
trago al lado del fuego.
El día 22 de mayo hubo en Morella un ventarrón frío y la gente estuvo metida en
casa, no se oyó cañoneo en las inmediaciones del pueblo. El 23 comenzaron los liberales a bombardear el fuerte de San Pedro Mártir.
Se contó entre la gente que unas compañías carlistas del batallón de Valencia
hicieron retroceder a los cristinos y se celebró esto como una gran victoria
para animar el espíritu de los morellanos.
Le pregunté qué
había de cierto en ello a Lazamborda y me contestó:
—¡Bah! Eso no
significa nada.
El día 24 siguió el cañoneo desde la mañana y el gobernador Peret del Ríu hizo
una salida con un regimiento de miñones. Vimos desde la muralla cómo avanzaban
y retrocedían los soldados, pero no nos dimos cuenta de quién llevaba la mejor
parte en la acción. Se vio que corrían por el campo los pelotones de caballería
y brillaban los sables y las puntas de las lanzas al sol. El resultado del
encuentro no pareció muy claro. Lo peor para los carlistas fue que algunos
soldados del fuerte de San Pedro Mártir se pasaron a Espartero.
«El fuerte no
tendrá más remedio que rendirse», me dijo Lazamborda.
El día 25 por la madrugada se oyó un terrible cañoneo hacia San Pedro Mártir y
una gran algarabía en las primeras horas de la tarde.
El fuerte se había
rendido. Espartero mandó a un oficial ex carlista de los convenidos en Vergara
como parlamentario y este oficial fue quien persuadió a los del fuerte a que se
rindieran.
Al saberlo, puse en
el balcón central de la calle de la Virgen las dos toallas blancas y la
chaqueta negra como señal y al día siguiente un comandante y dos tenientes se
descolgaron por la muralla y se pasaron a los liberales.
Peret del Riu,
Castilla y sus ayudantes recorrían las calles para animar el espíritu de la
ciudad. Iban con ellos varios curas y frailes, entre ellos Llorens y
Escorihuela.
Se ponían a perorar
en las esquinas y en lo alto de las barricadas y llegaban a entusiasmar a los
soldados.
Lazamborda
indiferente decía: «¡Bah!, todo eso no sirve para nada».
Había comenzado el
bombardeo del pueblo y del castillo. Venían por el aire las bombas, despacio;
metían estas un ruido como el graznido de un cuervo. La gente las llamaba las
grullas.
Pío Baroja
Los confidentes audaces
Memorias de un hombre de
acción - 19
Poco antes de acabar la
primavera de 1930, Baroja llevó a cabo un viaje en auto por tierras del Bajo
Aragón, del Maestrazgo y Valencia. De Alcañiz fue a Morella y desde Morella
visitó pueblos como Cantavieja, Mirambel, etc. Después, por Segorbe bajó a la costa,
siguiéndola llegó a Valencia, de Valencia a Játiva y de allí volvió a Madrid.
Muy abundantes fueron las notas que tomó en este viaje y le sirvieron para
escribir la trama novelesca de dos obras que en las «Memorias de un hombre de
acción» reflejan la vida en la zona indicada durante los últimos tiempos de la
primera guerra carlista, en la que fue, como es sabido, uno de los principales
focos del carlismo, simbolizado por la figura de Cabrera. La primera de estas
dos novelas es la llamada Los confidentes audaces y
está dividida en dos partes. De ellas, la primera, «Aviraneta preso»,
constituye por sí un relato bastante autónomo. La segunda, «El número 101»,
refleja más el viaje aludido y da una visión magnífica de Morella, sus
habitantes y sus alrededores al momento en que era uno de los bastiones de la
causa carlista. También retratos de sus principales cabecillas.
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