Viernes 10 de mayo
Conocí a Diego, mi futuro yerno. Primera impresión: me gusta. Tiene decisión en la mirada, habla con una especie de orgullo que (así me parece) no es gratuito, es decir, que se apoya en algo de su propiedad. Me trató con respeto, pero sin adularme. En toda su actitud había algo que me gustó, y creo que gustó también a mi vanidad. Estaba bien predispuesto hacia mí, eso fue evidente, y esa buena predisposición, ¿de qué otra fuente puede venir que no sea de sus conversaciones con Blanca? Yo sería verdaderamente feliz, en este rubro al menos, si supiera que mi hija tiene una buena impresión de mí. Es curioso; no me importa, por ejemplo, la opinión que le merezco a Esteban. Me importa, en cambio, y bastante por cierto, la que les merezco a Jaime y a Blanca. Quizá la rebuscada razón consista en que, pese a que los tres representan mucho para mí, pese a que en los tres veo reflejados muchos de mis impulsos y de mis inhibiciones, en Esteban noto además una especie de discreta animadversión, una variante de odio que él ni siquiera se atreve a confesarse a sí mismo. No sé qué fue primero, si su rechazo o el mío, pero lo cierto es que yo tampoco lo quiero como a los otros, siempre me sentí lejos de este hijo que nunca para en casa, que me dirige la palabra como por obligación, y que hace que todos nos sintamos como «extraños» en «su familia», la que se compone de él y sólo de él. Jaime tampoco se siente muy inclinado a comunicarse conmigo, pero en su caso no advierto ese tipo de rechazo incontenible. Jaime es, en el fondo, un solitario sin arreglo, y los demás, todos los demás, vienen a pagar los platos rotos.
Volviendo a Diego: me agrada que el muchacho tenga carácter, le hará bien a Blanca. Es un año menor que ella, pero parece cuatro o cinco mayor. Lo esencial es que ella se sienta protegida; por su parte, Blanca es leal, no lo va a defraudar. Me gusta eso de que salgan juntos y solos, sin prima o hermanita acompañante. La camaradería es una linda etapa, insustituible, irrecuperable. Eso no se lo perdonaré nunca a la madre de Isabel; durante el noviazgo se nos pegaba siempre como un parche, nos vigilaba tan estrecha y celosamente que, aunque uno fuera el colmo de la pureza, se sentía obligado a convocar todos los pensamientos pecaminosos que tuviere disponibles. Hasta en aquellas ocasiones —rarísimas, por cierto— en que ella no estaba presente, no nos sentíamos solos; estábamos seguros de que una especie de fantasma con pañoleta registraba todos nuestros movimientos. Si alguna vez nos besábamos, estábamos tan tensos, tan atentos a captar cualquier indicio premonitorio de su aparición en cualquiera de los puntos cardinales del living, que el beso nos resultaba siempre un contacto meramente instantáneo, con poco de sexo y menos aún de ternura, y en cambio mucho de susto, de cortocircuito, de nervio herido. Ella vive aún; la otra tarde la vi por Sarandí, espigada, resuelta, inacabable, acompañando a la menor de sus seis muchachas y a un desgraciado con cara de novio en custodia. La chica y el candidato no iban del brazo, había entre ellos una luz de por lo menos veinte centímetros. Se ve que la vieja no se ha apeado aún de su famoso lema. «El brazo, cuando me caso».
Pero vuelvo a alejarme del tema Diego. Dice que trabaja en una oficina, pero que es sólo provisorio. «No puedo conformarme con la perspectiva de verme siempre allá, encerrado, tragando olor a viejo sobre los libros. Estoy seguro de que voy a ser y hacer otra cosa, no sé si mejor o peor que esto que hago, pero otra cosa.» También hubo una época en que yo pensaba así. Sin embargo, sin embargo… Este tipo parece más decidido que yo.
Mario Benedetti
La tregua
Publicada en 1960, La tregua es la obra de Mario Benedetti que ha alcanzado mayor éxito de público. La cotidianidad gris y rutinaria, marcada por la frustración y la ausencia de perspectivas de la clase media urbana, impregna las páginas de esta novela, que, adoptando la forma de un diario personal, relata un breve período de la vida de un empleado viudo, próximo a la jubilación, cuya existencia se divide entre la oficina, la casa, el café y una precaria vida familiar dominada por una difícil relación con sus hijos ya adultos.
Sin embargo, la aparente mediocridad vital desaparece paulatinamente conforme vamos conociendo al protagista; y Benedetti nos lleva magistralmente incluso a la más profunda empatía con el personaje principal durante la tregua que irrumpe en su vida grisácea de oficinista.
No hay comentarios:
Publicar un comentario