A las ocho de la mañana siguiente, que, por la misericordia de Dios, no ofreció ya señales de barricadas ni de tumulto —misericordia que había de durar hasta el 7 de mayo de aquel mismo año, en que ocurrieron las terribles escenas de la Plaza Mayor—, hallábase el doctor Sánchez en casa de la llamada condesa de Santurce poniendo el aparato definitivo en la pierna rota del Capitán Veneno.
A éste le había dado aquella mañana por callar. Sólo había abierto hasta entonces la boca antes de comenzarse la dolorosa operación, para dirigir dos breves y ásperas interpelaciones a doña Teresa y a Angustias, contestando a sus afectuosos buenos días.
—¡Por los clavos de Cristo, señora! ¿Para qué se ha levantado V. estando mala? ¿Para que sean mayores mi sofocación y mi vergüenza? ¿Se ha propuesto V. matarme a fuerza de cuidados?
Y dijo a Angustias:
—¿Qué importa que yo esté mejor o peor? ¡Vamos al grano! ¿Ha enviado usted a llamar a mi primo para que me saquen de aquí y nos veamos todos libres de impertinencias y ceremonias?
—¡Sí, señor Capitán Veneno! Hace media hora que la portera le llevó el recado… —contestó muy tranquilamente la joven, arreglándole las almohadas.
En cuanto a la inflamable Condesa, excusado es decir que había vuelto a picarse con su huésped, al oír aquellos nuevos exabruptos. Resolvió, por tanto, no dirigirle más la palabra, y se limitó a hacer hilas y vendas y a preguntar una vez y otra, con vivo interés, al impasible doctor Sánchez, cómo encontraba al herido —sin dignarse nombrar a éste—, y si llegaría a quedarse cojo, y si a las doce podría tomar el caldo de pollo y jamón, y si era cosa de enarenar la calle para que no le molestara el ruido de los coches, etc., etc.
El facultativo, con su ingenuidad acostumbrada, aseguró que del balazo de la frente nada había ya que temer, gracias a la enérgica y saludable naturaleza del enfermo, en quien no quedaba síntoma alguno de conmoción ni fiebre cerebral; pero su diagnóstico no fue tan favorable respecto de la fractura de la pierna. Calificóla nuevamente de grave y peligrosísima, por estar la tibia muy destrozada, y recomendó a D. Jorge absoluta inmovilidad si quería librarse de una amputación, y aun de la misma muerte…
Pedro Antonio de Alarcón
El Capitán Veneno
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