Ningún hombre se merece la muerte, pero la muerte es una costumbre tan antigua que ya nos hemos resignado a ella.

MARTINI CON CADÁVER
Ha muerto Jaime Campmany de una embolia pulmonar, después de escribir la que sería la última columna de su vida y que, naturalmente, le salió feliz e irónica. Tan parecida a las anteriores, tan igual a todas las otras que no parece que el hilo de la prosa se haya cortado para siempre. Campmany había cumplido los ochenta años el día 10 de mayo, de este mayo caliente, conventual de magnolios blancos y feliz en su apariencia de cielos interminables y soles que cruzan el sol como pájaros encendidos. No es verdad que haya felicidad en la tierra cuando mueren tantos amigos. Lo más que hay es belleza. El 11 de mayo habíamos nacido Salvador Dalí, Camilo José Cela y yo. El 10, Jaime Campmany. Ningún hombre se merece la muerte, pero la muerte es una costumbre tan antigua que ya nos hemos resignado a ella.
Mi amigo Jaime era, aparte de buen cronista de ingenio, un prototipo del escritor español que da la burguesía de derechas. Quiero decir que se tenía por liberal y seguramente lo era, cuando esta palabra significaba algo en el sistema de valores. Hoy los valores han sido sustituidos por las marcas. Elegante en su sencillez, ennoblecido por su pelo ya blanco, esa nieve pulcra que ha caído sobre el bigote fascista de hace casi un siglo. Conozco el Casino de Murcia, y ahora veo claramente que de allí viene el humor confortable y local de aquellos señores muy aseñorados que no son Andalucía ni son Valencia, sino un remanso de cultura y buen tiempo, ese clasicismo provinciano que crece como las palmeras en el Huerto del Cura. Diríamos que por allí todo es mitad y mitad. Jaime era mitad andaluz y otra mitad. Uno de esos hombres al que se ve en seguida que ha tenido estudios y que los lleva consigo a todas partes toda la vida. Las frases felices de sus artículos parece que vienen todas de aquel Casino de Murcia, con su filo albaceteño. Jaime debió de ser un falangista adolescente, un hombre frío, con más cabeza que emociones, y un derechista convencido y equilibrado, como se nos muestra en sus columnas y en toda su obra. Hay una tradición en España de este tipo de escritores que viene de Pereda, de Mesonero, de Cavia, de Campoamor, de Gabriel y Galán y por ahí todo seguido.
Son la derecha culta, moderada, irónica, más católica que sentimental. Campmany no creo yo que hubiera entrado nunca en batalla, si es que le cogió la edad de la Guerra Civil. Esta generación o generaciones no hacían la guerra fuera de los casinos y pusieron en verso burlón la Historia de España. En sus largos años de columnista de ABC va pasando de un falangismo lírico a un democratismo irónico. Ya era prestigioso en Murcia y eso es como tener una palmera con nombre propio, con el propio nombre de uno.
Prestigioso cuando se vino a Madrid bien arropado polla Prensa del Movimiento. Algún periódico ha hablado de su conquista de Madrid, pero Campmany lo había conquistado todo cómodamente como señorito de casino. Y esto no es un reproche, sino una definición y quizá una nostalgia, pues si todos los señoritos de casino hubieran salido a lo Campmany no tendríamos en España tantos héroes funestos. Dice don Manuel Azaña que las señoras bien que piden a gritos que se levante el Ejército no se dan cuenta de que están mandando a la muerte a sus propios hijos. Campmany, para evitar este conflicto, además de un hijo tuvo hijas.

Francisco Umbral
Amado siglo XX

«Francisco Umbral estaba poseído por los demonios de la escritura, que no lo abandonaron nunca. Había sido siempre, desde niño, un profesional de lo suyo y nunca pensó en dedicarse a otra cosa. […]
»Amado siglo XX era un proyecto que había ido desarrollando Umbral sin estorbo de su vida cotidiana. Se asomaba todas las mañanas al siglo XX, que era la realidad temporal del escritor. Su vida avanzaba con el mismo ritmo que su escritura. Hombre, vida y obra eran ya una tríada que se adentraba en los bosques de lo muy vivido. La nieve, pájaro de altura, estaba volviendo a sus cimas blancas y dejando nidos cada vez más altos sobre los techos ojivales de un siglo en decadencia. Umbral contempló su obra con sosiego y se tumbó a descansar.»

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