LUNES, 28 DE MAYO DE 1945

LUNES, 28 DE MAYO DE 1945
De nuevo en la lavandería. Hoy estaban nuestros Ivanes pasados de rosca. Nos pellizcaban, nos besuqueaban y repetían su cantinela en alemán: «Tocino, huevos, dormir a la casa», y para que se les comprenda mejor ponen su cabeza sobre el antebrazo como un angelito de Rafael.
Tocino, huevos, los podríamos necesitar. Sin embargo, la deliciosa oferta no encontró ningún cliente. Las violaciones a plena luz del día en este solar completamente abierto, con tanto gentío, deberían ser poco menos que imposibles. Por todas partes hay actividad, en ningún lugar encontrarían los muchachos un rincón tranquilo. Por ello el «dormir a la casa»… a todos les gustaría que alguna chica obsequiosa y necesitada de tocino les invitara a su casa. Con toda seguridad hay suficientes de ésas entre nosotras aquí en la fábrica, pero el miedo actúa como un freno.
Volvimos a lavar blusas, camisas y pañuelos. Uno resultó ser un pañito de mesita de noche, un pequeño rectángulo ribeteado en rojo con el rótulo bordado en punto de cruz: «Felices sueños». Por primera vez lavaba pañuelos llenos de mocos de desconocidos. ¿Asco del moco enemigo? Sí, más que de los calzoncillos. Tuve que vencer las náuseas.
Mis compañeras lavanderas no sintieron al parecer nada parecido, seguían lavando con obstinación. Ahora ya las conozco bastante bien. La pequeña Gerti, de diecinueve años, tierna y reflexiva, confesaba a media voz todas sus penas de amor. Por un amigo que la abandonó, por otro que cayó… Dirigí la conversación hacia los últimos días de abril. Al final acabó confesando con las pestañas bajas que tres rusos la habían sacado del refugio y, primero uno tras otro y luego todos revueltos, la habían violado en un sofá de una planta baja, que no sabía a quién pertenecía. Esos jóvenes resultaron ser muy guasones una vez consumado el acto. Revolvieron en los armarios de la cocina y sólo encontraron —algo típico en los armarios de cocina alemanes en esos días— mermelada y achicoria. La mermelada se la echaron a cucharadas a la pequeña Gerti en el pelo entre grandes carcajadas, y luego le vertieron generosamente encima la achicoria.
Me quedé mirando fijamente a la pequeña mientras contaba, avergonzada y en voz baja, esta historia inclinada sobre su plancha para lavar la ropa. Intenté imaginarme aquellas escenas espeluznantes. Jamás, jamás podría un escritor inventar algo semejante.
En torno a nosotras hubo todo el día órdenes y más órdenes: «¡Davai, pustai, rabotta, skaree!». ¡Vamos, arriba, al tajo, más rápido! De pronto todos tienen una prisa tremenda. Quizás se van a largar en breve de aquí.
Un problema para nosotras, las lavanderas, es ir a hacer nuestras necesidades. Utilizamos un sitio repugnante en el que apenas se puede entrar. El primer día probamos sólo con agua sucia. Pero las cañerías están embozadas. Lo malo es que los rusos nos espían. Ahora lo hacemos así: dos de nosotras hacen guardia —una a cada extremo del pasillo— cuando la tercera tiene que visitar ese lugar. Nos llevamos siempre el jabón y los cepillos con nosotras porque esas cosas desaparecen enseguida.
Poco después del mediodía nos sentamos al sol durante una hora sobre nuestros cajones volcados del revés. Comimos la sopa grasienta y dormitamos un rato. Y luego vuelta a lavar y lavar. Sudorosas regresamos a casa a eso de las siete. Pudimos volver a escaparnos disimuladamente por la portezuela lateral.
En casa un lavado corporal gratificante, ropa limpia, noche tranquila. Tengo que pararme a pensar. Qué grande es nuestra miseria espiritual. Esperamos una palabra dirigida al corazón, que nos hable y nos devuelva a la vida. Nuestros corazones se han vaciado, tenemos hambre de sustento, de lo que la Iglesia católica llama «maná, alimento del alma». Si libro el domingo que viene y vuelve a haber misa, me gustaría ir a una iglesia a ver si las personas encuentran allí ese alimento del alma. La gente de nuestra condición, la que no pertenece a ninguna Iglesia, se atormenta en la soledad y en las tinieblas. El fututo pende, plomizo, sobre nosotros. Yo me resisto, intento mantener encendida la llama en mi interior. ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Qué hacer con mi vida? Estoy desesperadamente sola como para intentar dar una respuesta.

Anónima
Una mujer en Berlín
Anotaciones de diario escritas entre el 20 de abril y el 22 de junio de 1945


Para enterarse de lo que en realidad ocurrió en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, hay que preguntárselo a las mujeres. Y es que, entre las ruinas, los hombres demostraron ser el «sexo más débil». Así lo ve la autora de este libro, que vivió el final de la guerra en Berlín. Sus observaciones aparecieron publicadas por primera vez en Norteamérica en 1954, gracias a Kurt W. Marek, crítico y periodista, a quien la autora confió el manuscrito. Anagrama recoge, además del epílogo de Marek, una introducción de Hans Magnus Enzensberger. En este documento único no se ilustra lo singular sino lo que les tocó vivir a millones de mujeres: primero la supervivencia entre los escombros, sin agua, sin gas, sin electricidad, acuciadas por el hambre, el miedo y el asco, y, posteriormente, tras la batalla de Berlín, por la venganza de los vencedores.

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