En el discurso del tiempo que hay desde el día 15 de abril, que empezaron los médicos a rebutirme de pócimas y a sajarme a sangrías, sanguijuelas y cantáridas, hasta el día 20 de agosto, que me pusieron en el accidente de la apoplejía, me iban encajando, entre los dichos venenos y lanzadas, los rejonazos siguientes. En el día 4 de mayo se hizo un extraordinario consejo de guerra contra mi atenazada humanidad, al que concurrieron seis médicos, dos cirujanos y un conjurador, que tenía voto en estas juntas, y por toda la comunidad salí condenado a diez ventosas todas las noches, las que se habían de plantar en mis lomos, costillas, muslos y piernas; así se ejecutó, durando su repetición hasta el día diez o doce de junio, que por cuenta matemática salen trescientas y doce ventosas a lo menos, porque desde el día 4 de mayo, hasta el día doce de junio, van treinta y nueve días, con que multiplique el curioso ocho a lo menos por treinta y nueve, verá lo que le sale en el cociente. Es verdad que descansé algunas noches, pero por los días de descanso doy en data las ventosas que me echaban más de las ocho, pues muchas veces me espetaron diez y doce; y si me detuviera a contar con rigor aritmético, había de sacar a mi favor otro par de docenas, pero por la medida menor no le quitaré una de las trescientas y doce. Fui jeringado ochenta y cuatro veces con los caldos de la cabeza de carnero, con girapliega, catalicón, sal, tabaco, agua del pozo y otras porquerías, que la parte que las recibía las arrojó de asco muchas veces. Los estregones y fregaduras que aguanté, sin las que van siempre reatadas a las ventosas serían, a buen ojo ciento y cincuenta. Recibí los pediluvios de Jorge Baglivio siete veces; y, por fin, se ordenó otra junta entre los mismos comensales para condenarme a las unciones, y aunque los más de los votos fueron contra mí, yo me rebelé, haciéndoles el cargo que mi mal no había hablado palabra alguna por donde se le conociese ser francés, ni constaba por mi confesión haber tenido malos tratos con ninguna persona de esta nación ni con otra alguna de España que hubiese comerciado con estas gentes ni con estos males.
Viendo mi resistencia, los doctores prorrumpieron contra mi excusa en estas malditas palabras: “Señor, ¿no hemos de hacer algo? Hasta ahora nadie se ha curado sin medicinas. Sujétese Vmd., pena de que perderá la vida y le llevará el diablo”. ¡Quisiera no ser nacido cuando escuché tan terribles necedades y tan bárbara persecución! ¿No hemos de hacer algo? ¿Pues qué, es nada treinta y siete purgas, trescientas y doce ventosas, ochenta y cuatro ayudas, y haberme dejado el pellejo como un cribo, cubierto de los desgarrones y las roturas de las sangrías, sanguijuelas y cantáridas? Vive Dios, que todo el poder del infierno y toda la rabia de los diablos no pudiera haber hecho más crueldades con los que cogen en sus abismos, ¡y me salen ahora con que no hemos de hacer algo! Confieso que me dejé irritar de la expresión hosca y desabrida, y que sólo el disimulo con que se deben recibir los desvaríos de los enfermos pudo también salvar el mal modo de mis respuestas; ya les pedí perdón, ya me lo aplicaron, con que no tengo más que pedir.
Diego de Torres Villarroel
Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras
Penguin Clásicos
Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras de Diego de Torres Villarroel es la obra inaugural de la novela autobiográfica, un cambio radical para las letras hispánicas del siglo XVIII y, por ello, una obra capital de nuestra literatura. Como si de un relato picaresco se tratase, el autor utiliza los grandes acontecimientos de su vida para hilvanar una extraordinaria narración en la que hace gala de un tono despreocupado, burlesco, provocador y sin duda único.
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