Y Pavel Pavlovich
se agitó en su silla, un tanto emocionado, pero siempre amable.
—No supe nada —dijo
Veltchaninov, poniéndose muy pálido.
—¡Naturalmente!
¡Naturalmente…! ¿Cómo iba usted a saberlo? Ya recordará usted que tanto la
difunta como yo habíamos perdido toda esperanza… ¡Y de pronto, el Señor se
acuerda de nosotros y bendice nuestra unión! Es milagroso, ¿eh? Lo que yo
sentí, sólo Él lo sabe… Fue un año justo después de la marcha de usted. Es
decir, no, un año justo no… Espere usted… Vamos a ver, si no me engaño, usted
se fue en octubre, ¿no es eso?, o a principios de noviembre…
—No; salí de T… a
mediados de septiembre…, el 12 de septiembre; lo recuerdo perfectamente…
—¿Sí, de verdad?
¿En septiembre? ¿Dónde tendré yo la cabeza? —exclamó Pavel Pavlovich, muy
sorprendido—. En fin, si es así… vamos a ver: usted se fue el 12 de septiembre,
y Liza nació el 8 de mayo; esto hace… septiembre… octubre… noviembre…
diciembre… enero… febrero… marzo… abril… ocho meses, poco más o menos… ¡Y si
usted supiera cómo la difunta…!
—Enséñemela usted,
hágala venir… —interrumpió Veltchaninov con voz entrecortada.
—Como usted quiera;
no faltaba más; en seguida… —exclamó vivamente Pavel Pavlovich, sin concluir la
frase y entrando en el cuarto en que se había refugiado Liza.
Transcurrieron tres
o cuatro minutos. Se oían cuchicheos en el otro cuarto, en voz muy queda.
Luego, la voz de la niña. «Estará suplicando que la dejen en paz», pensó
Veltchaninov. Al fin aparecieron los dos.
—Está toda cortada
—dijo Pavel Pavlovich—; ¡es tan tímida, tan modosita! ¡Todo el retrato de la
difunta!
Liza entró, con los
ojos ya secos y sin alzarlos del suelo. Su padre la traía cogida de la mano.
Era una muchachita esbelta, bien formada y muy bonita.
Al entrar levantó
los ojos, muy grandes y muy azules, hacia el extraño, con curiosidad y le miró
atentamente. Luego, casi en seguida, los bajó de nuevo. Había en su mirada esa
gravedad que tienen los niños cuando, a solas con un desconocido, se refugian
en un rincón, desde el que observan, con desconfianza, al hombre que nunca han
visto. Pero quizá también había en aquella mirada algo más que este sentimiento
infantil; por lo menos, tal le pareció a Veltchaninov.
El padre la trajo
de la mano hasta él.
—Mira, aquí tienes
a un señor que conoció a mamá, y nos quería mucho. No hay que tenerle miedo;
anda, dale la mano.
La niña hizo una
pequeña inclinación y tendió tímidamente la mano.
—Natalia Vasilievna
no quería que saludara haciendo una reverencia, y la enseñó a saludar así, a la
inglesa, inclinándose ligeramente y dando la mano —explicó Pavel Pavlovich a
Veltchaninov, mirándole fijamente.
Veltchaninov se daba
cuenta de que le observaban; pero no trató siquiera de disimular su turbación.
Continuó sentado, inmóvil, con la mano de Liza en la suya contemplando
atentamente a la niña. Pero Liza estaba abstraída, sin quitar ojo a su padre,
escuchando con aire de temor cuanto decía, y olvidando su manecita en la mano
del extraño.
Inmediatamente
reconoció Veltchaninov aquellos grandes ojos azules; pero lo que más le
maravillaba era la asombrosa y delicadísima blancura de su tez y el color del
pelo, indicios que no podían engañarle. El corte de cara y la forma de la boca
recordaban, en cambio, claramente, a Natalia Vasilievna…
Fiódor Dostoievski
El eterno marido
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