El texto en sí ya proporciona una cierta impresión. Esta carta, así indica su autor, fue traducida del italiano al latín —ex italica in latinam linguam— «para que todos los eruditos se apercibiesen de cuantas cosas maravillosas iban a descubrir este mismo día» (quam multa miranda in dies reperiantur), cuantas tierras hasta ahora incógnitas encontrarían y cuántas cosas albergarían (cuanto a tanto tempore quo mundus cepit ignota cit vastitas térrea et quod continetur in ea). Esta notificación a bombo y platillo es ya de por sí un buen señuelo para un mundo ávido de noticias. Por consiguiente el pequeño volante tiene muchísima salida. Se reimprime en las ciudades más lejanas; se traduce al alemán, al holandés, al francés y al italiano y se incluye en todas las colecciones de relatos de viajes que a la sazón empiezan a publicarse en todos los idiomas. Se trata de un hito, o incluso del fundamento de la geografía moderna para un mundo todavía ignorante.
El gran éxito del librito se comprende perfectamente. Porque ese desconocido Vespucius es el primero de todos los navegantes que tiene el don de redactar bien y de forma divertida. Todo lo demás que se encuentra en este tipo de embarcaciones aventureras son raqueros, soldados y marineros que ni siquiera saben firmar con su nombre o como mucho algún que otro escribano, un jurista aburrido que sólo sabe acumular los hechos con impasibilidad, o un piloto que anota los grados de longitud y de latitud. Así que al final del siglo, el gran público aún no ha sido instruido acerca de los descubrimientos en aquellas tierras lejanas. Y entonces aparece un hombre fidedigno e incluso erudito que no exagera ni se inventa cosas sino que informa honradamente de cómo, el día 14 de mayo de 1501 y por encargo del rey de Portugal, surcó el océano durante dos meses y dos días bajo un cielo que estaba tan oscuro y tempestuoso que no podía verse ni el sol ni la luna. Hace partícipe al lector de todos los terribles acontecimientos, cuenta cómo habían perdido ya toda esperanza de un desembarco feliz puesto que los buques, perforados por la carcoma, hacían agua. Gracias a su habilidad de cosmógrafo divisaron, por fin, el día 7 de agosto de 1501 —la fecha no siempre es la misma en todas las relaciones pero no queda más que acostumbrarse a las imprecisiones de este hombre erudito— ¡tierra, tierra de promisión! Allí el hombre no tiene que trabajar ni afanarse. Los árboles no precisan cultivo; dan frutos en abundancia, los ríos y los manantiales tienen agua pura y cristalina, el mar está repleto de peces y la tierra increíblemente fructífera y rebosante de sabrosos frutos totalmente desconocidos. Frescas brisas soplan en estas tierras exuberantes y los bosques tupidos hacen que incluso los días más calurosos se vuelvan agradables. Hay miles de animales y pájaros de cuya existencia Tolomeo no tenía la menor idea. Los indígenas viven todavía en un estado de inocencia absoluta. Tienen la piel de color rojizo debido a que, según el viajero, andan desnudos desde que nacen hasta la muerte, de manera que el sol tuesta su piel. No poseen ropa, ni joyas, ni propiedad alguna. Lo que hay es de todos, incluso las mujeres de cuya sensualidad, siempre complaciente el erudito trae a cuenta unas anécdotas harto picantes. A estas criaturas de la naturaleza la vergüenza y el deber moral les son completamente ajenos. El padre duerme con la hija, el hermano con la hermana, el hijo con la madre. No hay complejo de Edipo ni escrúpulos y, sin embargo, alcanzan la edad de ciento cincuenta años a no ser que —y esto es la única característica desagradable— se devoren antes unos a otros como los caníbales. En otras palabras «si hay un paraíso terrestre en algún lugar, no puede estar muy lejos de aquí». Antes de que Vesputius se despida de Brasil —porque allí se encuentra el paraíso del que habla— se explaya todavía sobre la belleza de las estrellas que resplandecen en constelaciones y signos diferentes en este Hemisferio bendito y promete seguir contando más adelante cosas de este u otros viajes en un libro «para que el recuerdo de él siga vivo en la posteridad» (ut mei recordatio apud posteros vivat) y que «sea conocida la milagrosa obra de Dios también en esta parte de la Tierra desconocida hasta ahora».
Stefan Zweig
Américo Vespucio
La historia de un error histórico
Zweig desentierra en esta obra los motivos por los cuales Américo Vespucio dio su nombre a un continente recién descubierto, una historia de altibajos y errores que se convierten en verdades. Vespucio no era un mentiroso o un estafador; no pretendió ser un gran filósofo ni buscó la gloria de dar su nombre al Nuevo Mundo. La gloria la hizo la casualidad, un impresor que, a su vez, nunca soñó que daría a un desconocido tanto renombre. Zweig sigue con acierto el desarrollo de esta historia que tiene el encanto de una novela, convirtiendo un tema árido en un argumento apasionado, palpitante de interés y de misterio. En otras palabras, consigue humanizar un personaje desmenuzado por los estudiosos, en una novela que es historia y una historia que es vida.
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