Aliso (8) - Pasaron a mi lado dos ancianas cogidas del brazo: Buenas tardes, me dijeron, acaso por ser yo su acontecimiento de ese día.

Daría cualquier cosa por leer lo que dice mi padre que está escribiendo. Será a un tiempo la ficción de una vida y la vida de una ficción. ¿Podría ser de otro modo? Un hijo lo espera todo de un padre hasta el final. Recorremos las distintas edades, la infancia, la pubertad, la juventud, la edad adulta, pero se diría que en cada uno prevalece aquella en la que su padre es joven y fuerte, y el niño un ser feliz y confiado.
Me bastaría saber que mi padre se ha contado las cosas a sí mismo de otro modo. Ya he renunciado, por ejemplo, a que nos diga la verdad de lo que ocurrió en La Fonfría y el lugar en el que enterraron al padre de Graciano, pero me bastaría, repito, si en algún momento él se hubiera dicho: ¿Qué hicimos? ¿Estábamos locos?
Recuerdo a mi padre hace cuarenta años atormentado y sin un minuto de serenidad, obstinado y adusto. Como un hombre que trata de huir, y no sabe adonde. No pensaba en otra cosa que en la guerra, en mi casa no se hablaba en serio de nada más. Y sin embargo, cuando se mencionaba algún episodio de la guerra con alguna visita o algún extraño, recuerdo que quería escabullirse cuanto antes, se apresuraba a aclarar: En fin, son cosas que pasaron y que nunca más deberían pasar. No hay que hablar de ellas, y lo abrochaba indefectiblemente con esta frase: En nuestra casa no se habla de la guerra.
Al principio me parecía un ejercicio de cinismo, pues prácticamente no pasaba un solo día que por una u otra razón en casa no se recordara algo relacionado con ella, bien a Odón o los tiempos de Cerralba, que llevaban a la República y al «incendio» de modo ineluctable, bien los meses que mi padre pasó en el frente, recordados por él de una manera prodigiosa, día por día, hora por hora incluso, como si el miedo a morir y la posibilidad cierta de que pudiesen matarlo hubiesen actuado en su memoria con la fuerza de los reveladores y fijadores fotográficos que pegan las imágenes al papel de modo irreversible. ¿Unas sardinas? Las comparaba con las que comían en el frente. ¿El día de Nochebuena? Todas las Nochebuenas que pasó en la guerra vuelven a su memoria cada Nochebuena, así que cada Nochebuena seguimos en alguna de aquellas otras. Al boletín de noticias de Radio Nacional se le llamó «el parte» hasta que dejaron de oír la radio por la televisión, y aún hoy, cuando van a poner el telediario, sigue llamándolo así. De modo que no podía comprender cómo siendo aquel el tema de conversación más recurrente en la familia, podía asegurar tranquilamente que en nuestra casa no se hablaba de la guerra, como si hacerlo hubiese sido una muestra de mala educación o un pésimo ejemplo para los hijos. Y solo mucho después comprendí la verdad: en efecto, ese hablar de la guerra superficial y anecdótico, particular e inocuo, no ha sido propiamente un hablar, sino maniobras de distracción para no tener que referirse a las verdaderas consecuencias de todo cuanto hicieron.
El otro día me preguntó Raquel por qué había suprimido el apellido de mi padre de mi nombre. Le dije, no sé, quizá cosas de juventud. La verdad no me asusta, me cansa.
No, no fueron cosas de muchacho. Creo incluso que mi padre respiró tranquilo cuando empezaron a aparecer mis primeros escritos: el despecho de ver que su hijo mayor parecía renegar de su apellido quedaba mitigado, si no reparado, por la certeza de que nadie podría relacionarle con el autor de aquellos escritos emponzoñados por ideas y «embustes» que él y jóvenes como él combatieron, y por los que entregaron sus vidas Generoso, Senén, Aniceto o Ciriaco. Y esa es la palabra que empleaba siempre para los libros, y aún hoy sigue haciéndolo: emponzoñar.
Pero ese odio hacia la libertad de pensamiento no fue privativo suyo. Sin ir más lejos: hoy se ha publicado otro artículo de Savater a propósito de la decisión del juez Garzón, determinado a procesar a personas que ya han desaparecido, desde Franco al último responsable de la represión franquista, por delitos que ya han prescrito después de la amnistía general. Savater se limita a reflexionar sobre esta clase de audacia jurídica (da por supuesto que Garzón, que es un juez inteligente, sabe que su instrucción hace aguas, pero insinúa que la lleva adelante por razones de propaganda mediática) que nos dejaría a todos, de prosperar, en brazos de la indefensión jurídica característica de los regímenes totalitarios, incluido el franquismo que ese mismo juez pretende juzgar asistido de nobilísimas razones. Mariví irrumpió, agitando el periódico en el aire como la prueba de un gran crimen, y llenando de insultos soeces y desgreñados al autor del artículo, al que trataba de rebatir con los argumentos más ramplones. Se sentía no solo concernida por él, sino personalmente aludida, convencida de que el filósofo, al que por supuesto ni conoce, lo hubiese escrito contra ella o sus manifestaciones a la entrevistadora del reportaje de Izagre, también publicado en El País. Estaba tan agresiva que daba la impresión de que si esa mujer hubiese vivido en 1936, y hubiese estado en su mano, no me cabe la menor duda de que habría llevado a Savater a una checa, para empezar, pero si alguien le hubiese sugerido hoy tal estampa se lo habría tomado como una ofensa, convencida de ser una persona razonable y pacífica a la que solo mueven las causas altruistas y por supuesto la defensa de la democracia y la libertad.
Daría cualquier cosa por leer lo que mi padre dice estar escribiendo. Ayer, camino de Robledo, pasé por Cerralba. Mis padres raramente vuelven allí, como no sea al entierro de algún pariente.
Es hoy un pueblo muerto. Nadie, viéndolo, podría imaginar la importancia que tuvo. Donde estuvo la casa de mis abuelos, se levanta un feo edificio en el que hay una Caja de Ahorros. Me crucé con algunos viejos, del tiempo de mi padre. Me decía: me ven como un extraño, pero ninguno de ellos lo es para mí, acaso por nuestras venas corre la misma sangre, y desde luego, la misma historia. Fue un paseo desolador. Muchas casas cerradas, otras a medio terminar desde hace años, otras en ruinas, en algunas calles las tortas de estiércol del poco ganado que aún debe de quedar.
Caminé hasta las afueras. Estuve sobre el puente de piedra mucho rato, viendo el río, absorto. Pasaron a mi lado dos ancianas cogidas del brazo: Buenas tardes, me dijeron, acaso por ser yo su acontecimiento de ese día. El de allí es un paraje idílico, prados, negrillos, paleras, alisos. En un horizonte próximo se levantaban exhaustos unos montes viejos con robles de hojas nuevas y el alegato del brezo florecido. En la ribera los carrizos, otros prados, unos al lado de otros, las sebes o setos altos separándolos. Como naipes de un solitario, como las cartas de las partidas que juega mi padre con los muertos. Había una muchedumbre de pájaros, jilgueros, pinzones, lavanderas, chochines, carriceros. Cantaban a la vez, como una orquesta durante la afinación. Se diría que nadie más que ellos estaba trabajando. A lo lejos un pescador fustigaba con la cola de rata la corriente, que parecía avivar su marcha por tales latigazos.
Todo me pareció genuino y verdadero, los viejos con los que me crucé, las casas, aquellas dos mujeres que me miraron sin reparos, el puente, el río. Nació en mí la ilusión de una verdad inalcanzable. Tal vez mi padre ahora esté sintiendo estas mismas cosas, al fin y al cabo este fue su pueblo, donde transcurrieron los mejores años de su vida, los únicos en los que fue feliz, cuando aún vivían sus amigos muertos y su hermano. Su historia es la de su desdicha, y tal vez logre hablarnos de ella como le hablamos a la corriente del río al que decimos toda la verdad como a un extraño porque ha de llevársela lejos, a la mar, que es el morir.

Andrés Trapiello
Ayer no más

Un niño presencia el asesinato a sangre fría de su padre en los primeros días de la guerra. Setenta años después reconoce de forma fortuita en una calle de León a uno de los que participó en aquel desmán, un empresario conocido que se niega a confesar dónde lo enterraron. Testigo del encuentro es el hijo de este, José Pestaña, profesor universitario y miembro de una agrupación de la memoria histórica; este enfrentamiento entre víctima y victimario, y el deseo de Pestaña de conocer los hechos tanto como de que se haga justicia le enfrentará a su padre, pero también a quienes tratan de falsear el pasado con tal de justificar sus propios deseos de revancha.

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