Aliso (5) - —¿Sano? —repitió tristemente Cadfael como un eco—. Habéis estado a poco de matar al chico. ¿Eran necesarios tres hombres para apresar a uno solo? Estaba aquí dentro, en el recinto de la abadía, ¿qué necesidad teníais de romperle la cabeza?

Aún faltaban unas tres horas para vísperas, en cuyo momento todo el mundo acudiría probablemente a la capilla y él podría entrar subrepticiamente por la garita de vigilancia, en caso de que el fornido guardián se hubiera retirado, o por la puerta occidental de la iglesia entre los fieles que asistieran al rezo del oficio. Entre tanto, no le convenía correr el riesgo de caer en la trampa. Buscó un cómodo escondrijo entre la alta hierba que crecía en la pendiente de la orilla del río, protegido por los arbustos en medio de un silencio en el que podría percibir cualquier pie que pisara la hierba o cualquier hombro que rozara las ramas de los alisos y los sauces dentro de un radio de unos cien metros, y pensó en Fortunata. No podía creer que corriera el peligro que ella imaginaba, pero tampoco podía alejar aquella sombra.
Al otro lado de la rápida y sinuosa corriente del Severn, centelleante bajo el sol, la colina de la ciudad se elevaba bruscamente y su larga muralla terminaba justo delante de su escondrijo en las imponentes torres de piedra arenisca del castillo, dando paso al camino real que conducía al norte desde la barbacana del castillo hacia Whitchurch y Wem. Elave hubiera podido vadear el río un poco más abajo y alejarse a toda prisa por aquel camino, ¡pero no pensaba hacerlo! No había cometido ningún delito, se había limitado a decir lo que consideraba correcto y no había en ello la menor muestra de blasfemia o falta de respeto a la Iglesia y no se retractaría de sus palabras ni huiría de sus afirmaciones, otorgando con ello un cómodo triunfo a sus acusadores.
No tenía ninguna posibilidad de saber qué hora era, pero, cuando le pareció que faltaba poco para vísperas, abandonó su escondrijo y regresó cautelosamente por el mismo camino hasta que vio entre los árboles la polvorienta blancura del camino, la gente que circulaba por él y el animado ajetreo alrededor de la garita de vigilancia. Tendría que esperar un poco antes de que tañera la campana de vísperas. Se desplazó cautelosamente en la espesura para ver si podía distinguir a alguno de sus perseguidores entre la gente que se estaba congregando frente a la puerta occidental de la iglesia. No reconoció a ninguno, aunque, en medio de aquel constante movimiento, no era fácil estar seguro. Al gigantón que vigilaba la entrada no se le veía por ninguna parte. La mejor oportunidad se le presentaría a Elave cuando sonara la campana y los chismosos que pasaban el rato conversando al sol se congregaran y entraran en la iglesia.
La oportunidad se le presentó con la velocidad de un rayo. Sonó la campana, los fieles reunieron a sus familias, saludaron a sus amistades y empezaron a entrar en la iglesia por la puerta occidental. Elave echó a correr y tuvo tiempo de mezclarse con ellos y ocultarse en la procesión sin que se oyera ninguna exclamación ni nadie le agarrara por el hombro. Ahora podía elegir entre seguir hacia la izquierda y entrar en la iglesia con las buenas gentes de la barbacana o bien atravesar la puerta abierta de la abadía, entrar en el gran patio Y dirigirse tranquilamente a la hospedería.
Si hubiera optado por entrar en la iglesia, todo hubiera ido bien, pero la tentación de entrar pausadamente en el patio como si regresara de un respetable paseo fue demasiado fuerte para él. Abandonó la protección de los fieles y entró por la puerta.
Desde la garita del portero a su izquierda se oyó un aullido triunfal cuyo eco se repitió en el camino que había dejado a su espalda. El gigantesco mozo del canónigo estaba hablando con el portero cual si aguardara al acecho, y dos de sus compañeros estaban regresando de una incursión en la ciudad. Los tres se abatieron de golpe sobre el prófugo. Una pesada estaca le golpeó la parte posterior de la cabeza y lo hizo tambalearse. Antes de que pudiera recuperar el equilibrio o el sentido, los musculosos brazos del gigantón lo rodearon mientras uno de los demás lo agarraba por el cabello y le echaba la cabeza hacia atrás. Elave lanzó un grito de rabia y agitó las manos y los pies para apartar a su atacante por detrás, mientras liberaba una mano de la presa del gigante y le propinaba un puñetazo en la nariz. Un segundo golpe en la cabeza lo hizo caer de rodillas medio aturdido. Oyó unas distantes voces protestando contra tamaña violencia en lugar sagrado y unos pies calzados con sandalias, corriendo a toda prisa sobre los adoquines. Por suerte para él, los monjes habían abandonado sus distintas ocupaciones y se estaban congregando en el patio tras haber oído la campana.
Fray Edmundo desde la enfermería y fray Cadfael desde la entrada del sendero que conducía al huerto corrieron para poner fin a aquella indecorosa lucha con los hábitos volando a su alrededor.
—¡Deteneos! ¡Deteneos inmediatamente! —gritó Edmundo, escandalizado ante aquella profanación mientras agitaba frenéticamente los brazos contra todos los agresores sin distinción.
Cadfael, más veloz, no perdió el tiempo en recriminaciones, sino que se acercó directamente a la estaca levantada y en trance de propinar un tercer golpe sobre la ya ensangrentada cabeza de la víctima, la detuvo en el aire y la retorció sin dificultad para arrebatársela a la mano que la blandía, arrancando de paso un grito de dolor al entusiasta mozo. Los tres cazadores dejaron de apalear al cautivo, pero lo sujetaron con fuerza, obligándole a levantarse del suelo e inmovilizándolo como si temieran que se les escapara de las manos y echara a correr como una liebre a través de la puerta.
—¡Ya le tenemos! —proclamaron casi al unísono—. ¡Es él, el hereje! Se quería largar, pero os lo hemos atrapado sano y salvo…
—¿Sano? —repitió tristemente Cadfael como un eco—. Habéis estado a poco de matar al chico. ¿Eran necesarios tres hombres para apresar a uno solo? Estaba aquí dentro, en el recinto de la abadía, ¿qué necesidad teníais de romperle la cabeza?

Ellis Peters
El aprendiz de hereje
Fray Cadfael 

Dos ilustres visitantes llegan a la abadía de San Pedro y San Pablo de Shrewsbury. El poderoso prelado Gerberto aparece rodeado de gran pompa; el caballero Guillermo de Lythwood lo hace en un ataúd, acompañado de su servidor Elave. Éste tiene la misión de conseguir que su señor sea enterrado en el recinto de la abadía, pero al parecer Guillermo estaba en entredicho por algunas opiniones heréticas. Gerberto lo aprovecha para oponerse a la inhumación. Las maniobras de Gerberto encuentran apoyo cuando se descubre que también Elave se hace —y hace en público— reflexiones que aquel considera heterodoxas. Además, la grave acusación de Gerberto está reforzada por el testimonio de Fortunata, una doncella enamorada de Elave. A estos acontecimientos, inesperadamente, los acompaña un asesinato.
Como de costumbre, fray Cadfael debe abandonar su herbario para colaborar con su amigo, el gobernador Hugo, en la resolución del caso. Una investigación en la que se entrecruzan el amor, el crimen y el debate teológico y que sólo la humanidad, perspicacia y sabiduría de Cadfael saben llevar a buen término.

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