Tardes de viaje
Emprendemos el viaje otra vez y seguimos raudos, en el autobús, por la carretera. En Tossa de Mar sube una señorita joven aún, vestida de negro, de aspecto distinguido, esbelta y ligera como el viento, de unos cuarenta y ocho kilos aproximadamente. Trae consigo un pequeño envoltorio. El azar hace —el azar de los autobuses— que la señorita se siente a mi lado. Da al sentarse un «buenas tardes» indiferente y yo contesto con otro «buenas tardes» indiferente. El viaje continúa. Los cambios de marcha hacen unos ruidos de espanto, como si se derrumbara un almacén de hierros. Advierto, de pronto, que el envoltorio que trae la señorita es un paquete con libros.
—Señorita —le digo revistiéndome de valor—, sin duda es usted muy instruida…
—¡Qué piropo más raro! —me contesta señalando en la cara un gesto que lo mismo podría ser una ligera sonrisa que un ligero bostezo.
—Es un piropo a la antigua. Completamente inocente.
—¿Y por qué me dice usted que yo soy instruida?
—Pues porque veo que tiene usted aquí un paquete con libros. Probablemente es usted lectora de novelas o de obras de fantasía.
—Si —me contesta—. Éstos son libros, pero no son novelas ni obras de fantasía. Son obras didácticas.
La palabra «didáctico» es para mí una palabra neutra que me produce un efecto antiafrodisíaco. Debería ser eliminada del léxico de las señoritas.
—¿Es usted profesora? —le pregunto.
—Si, señor. Soy profesora y esto son gramáticas, geometrías, historias…
—¡Historia! ¿No considera usted la historia una pura fantasía? Leer la historia es muy agradable, en invierno, al lado del fuego. Los historiadores suelen ser hombres pacíficos y tímidos, de una simplicidad irreparable. Vivir la historia es más difícil que leerla o escribirla. A veces es algo terrible, algo indescriptiblemente cruel y doloroso. La historia que transcurre delante de los ojos de uno suele ser desagradable e indecente. En cambio, la historia lejana, remota, es divertidísima, aunque haya sido catastrófica. ¿Hay algo más entretenido para leer en la cama, que la Historia romana o los despachos de los embajadores de la República de Venecia? ¿Me sigue usted, señorita?
—Sin embargo, he oído decir que nuestra época es muy interesante…
—Será interesante para nuestros biznietos, dentro de cien años y siempre que los historiadores la escriban bien y tal como ha sido. ¡Cómo disfrutarán, en la cama, nuestros sucesores, leyéndola! Pero por el momento su interés es muy relativo y su esterilidad casi completa. Un manicomio suelto.
—No sé qué decirle…
—Bien. Es usted profesora… ¿de letras?… ¿de ciencias?
—Soy profesora de escuela primaria.
—Pero tendrá usted sin duda una preferencia…Por las letras griegas. Quizá por las ciencias.
—Las letras no están mal —me dice con una encantadora naturalidad la señorita—, pero francamente a mí me gustan más las ciencias.
—Las ciencias… ¡Magnífico! ¡Cosa fina! En general, las señoritas de este país, no se interesan por las ciencias. Y es un error. Si me permite usted le recordaré, que en opinión de Platón y de algunos antiguos, el amor es la más alta ciencia de la vida. Y el Dante, a quien sin duda habrá usted oído nombrar, decía que el amor mueve el cielo y las estrellas. Aunque me vea usted con esta corbata y con esta boina, yo también lo creo así. Pero esto no tiene ninguna importancia. Ahora, sin embargo, las ciencias se entienden de otra manera. Son bien poca cosa. En tiempo de paz, son un cálculo enrevesado y tremendo para matar moscas o pulgas o para fabricar melocotones artificiales; en tiempo de guerra, este cálculo se desplaza a otros fines. ¿No considera usted que la cosa es realmente divertida?
—Pero la aviación es tan interesante, un trimotor contiene tanta ciencia…
—¡Qué duda cabe, señorita! Pero si me permite le voy a hacer a usted una pregunta.
—Dígame.
—Ha de prometerme usted dos cosas: primero, contestarme con toda sinceridad; luego, hacer lo posible para que no le de un vahído. ¿Aceptado?
—Aceptado.
—Bien. ¿Qué preferiría usted en este momento, señorita? Contésteme usted francamente. ¿Qué preferiría usted: las letras, las ciencias o un filete con patatas?
Más rápida que una centella y con un aire de convencimiento absoluto, la señorita se acerca discretamente a mi oído y me dice con un sigilo que apenas cubre su agitación interior:
—¡Un filete con patatas, Dios mío!
La impresionante sinceridad de la señorita pone, durante unos momentos, una cierta confusión en el diálogo. Callamos y contemplo un rato el paisaje. El autobús discurre por la carretera de Tossa a Lloret de Mar en su parte más alta. El paisaje hace una falda larga y boscosa que muere ante el mar solitario. El tiempo es magnífico. Estas tardes de invierno, soleadas, claras, de una precisión cristalina, tienen una finura como suspensa y arrobada. El aire pasa por los pinos y produce una sonoridad grave, como un susurro voluptuoso. Los olivos sacan su plateado suave y liso. Los algarrobos, de hoja pastosa, tocados por el sol, concentran bajo su copa, una clara luminosidad dorada. Las hierbas secas huelen intensamente. Sobre el mar, las viñas en declive van perdiendo sus rubias formas pomposas. El paso lento de las nubes en la ternura azulada del cielo produce, sobre el acantilado basáltico reflejos acerados y sobre el granito rojo un carmín vago que sombrea el agua de una piel de seda. Todo es apacible, ligero, aéreo, como limpiado. Y el mar solitario…El mar hace una constante compañía. Su diversidad llena, incansable, todas las horas del día y de la noche. Su indiferencia por la sórdida pequeñez humana llega a impresionar a los pedantes más empedernidos. Su dureza feroz se corrige en las formas más inconsútiles y graciosas del capricho. El mar se hace intenso, incomparablemente bello en los parajes desiertos, en los lugares recogidos, en los rincones deshabitados y remotos. El amor pide soledad para manifestarse y sólo en los lugares silenciosos se revela su naturaleza. El silencio impregnado de viento llega a dar al agua una pureza primigenia, una claridad de éxtasis. Sobre el horizonte desnudo, vasto, taciturno, obsesionante, la costa es lo múltiple y lo concreto, lo que transforma una línea recta y muerta en gracia y mitología…
Al llegar a este punto de mi monólogo interior, mi compañera de viaje me interrumpió diciendo:
—¡Qué pregunta me hizo! Será materialista…
—Yo, señorita, seré lo que usted me diga.
—Yo en cambio, desearía espiritualizarme…
—Sí, sí, yo también, señorita. Espiritualicémonos, espiritualicémonos… ¡Qué bonito! Lo que pasa —añado con un aire un poco triste— es que para espiritualizarse, es indispensable el racionamiento.
—¿Ve usted? Es usted un recalcitrante materialista…
—Señorita, sin duda irá usted a Lloret de Mar. Estamos llegando a Lloret. Habremos dentro de un momento de despedirnos. Pero antes de despedirnos desearía leerle a usted tres líneas. ¿Ama usted las citas de los grandes autores, de los autores célebres?
—Adoro los autores célebres…
—Pues bien. Aquí tengo un librito, aquí mismo, en el bolsillo. Es un libro de Chesterton, el último libro de Chesterton que ha aparecido en español. Otro día le contaré quién es Chesterton. El libro se titula «Las quintaesencias». Escuche usted un momento, porque vale la pena: «La ciencia —escribe Chesterton—, la ciencia puede analizar una chuleta de cerdo y decir cuánto contiene de fósforo y cuánto de proteínas, pero la ciencia no puede analizar el deseo de chuleta de cerdo de ningún hombre y decir cuánto tiene de hambre, cuánto de costumbre, cuánto de capricho nervioso, cuánto de persistente amor a las cosas bellas. Cuando un hombre desea chuleta de cerdo, su deseo permanece literalmente tan místico y etéreo como su deseo del cielo». ¿Ha comprendido usted, señorita?
—Muy poco, francamente.
—Es una lástima. El texto parece bastante claro.
—Lo leeremos un día con más calma…
—No sé. Hay cosas que no pueden cogerse más que al vuelo.
Pero ya llegábamos a Lloret. Nos despedimos afablemente.
Josep Pla i Casadevall
Viaje en autobús
Si la literatura es el arte de la descripción por escrito de personajes, paisajes, situaciones… en este libro la encontraremos de primera calidad de la mano de un maestro del adjetivo: «Si fumo es para encontrar adjetivos» —confesaba él mismo. Se pueden leer en este libro pasajes descriptivos de asombrosa sensibilidad y enorme belleza.
Pero hay más en este libro. Alguna crítica de Viaje en autobús afirma que lo mejor del libro es que en él no pasa nada; pero si pasa. Pasa y mucho. El libro es una crónica social de este país en aquel momento concreto y como cualquier crónica escrita en presente sobre momentos del pasado muestra los antecedentes de las circunstancias que ahora nos acontecen. Se da la circunstancia de que el momento en que Pla elaboró esta crónica resultó ser crucial: la posguerra civil española, en que el país iniciaba su andadura por los caminos que nos han traído hasta aquí. Sabemos dónde estamos, a dónde hemos llegado. En el libro encontraremos el por qué. Lo que se narra, y se analiza, en el libro es el comienzo de las actitudes y planteamientos de aquella sociedad que, al leerlos, reconocemos como propios porque hoy siguen vigentes. Aquello que nos explica es lo que pasa en este libro. ¡Casi nada!
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