Alerce (6) - La substancia es única y eterna

El zaguán, húmedo y sombrío, está empedrado de menudos cantos. Junto a la pared, un banco luce su tallado respaldo; en el centro pende del techo un farolón disforme. Franqueada la puerta del fondo, a la derecha se abre la cocina de amplia campana, y a la izquierda el despacho. El despacho es una anchurosa pieza de blancas paredes y bermejas vigas en el techo. Llenan los estantes de oloroso alerce, libros, muchos libros, infinitos libros —libros en amarillo pergamino, libros pardos de jaspeada piel y encerados cantos rojos, enormes infolios de sonadoras hojas, diminutas ediciones de elzevirianos tipos. En un ángulo, casi perdidos en la sombra, tres gruesos volúmenes que resaltan en azulada mancha, llevan en el lomo: Schopenhauer.
De la calle, a través de las finas tablas de espato que cierran los ventanos, la luz llega y se difluye en tamizada claridad sedante. Recia estera de esparto, listada a viras rojas y negras, cubre el suelo. Y entre dos estantes cuelga un cuadro patinoso. El cuadro es triste.
De pie, una dama de angulosa cara tiene de la mano a una niña; la niña muestra en la mano tres claveles, dos blancos y uno rojo. A la derecha del grupo hay una mesa; encima de la mesa hay un cráneo. En el fondo, sobre la pared, un letrero dice: Nascendo morimur. Y la anciana y la niña, atentas, cuidadosas, reflexivas, parecen escrutar con su mirada interrogante el misterio infinito.
En el despacho, Yuste se pasea a menudos pasos que hacen crujir la estera. Yuste cuenta sesenta años. Yuste es calvo y ligeramente obeso; su gris mostacho romo oculta la comisura de los labios; sobre la nítida pechera la gordezuela barbilla se repliega abundosa. Y la fina cadena de oro que pasa y repasa en dos grandes vueltas por el cuello destaca refulgente en la negrura del limpio traje.
Azorín, sentado, escucha al maestro. Azorín mozo ensimismado y taciturno, habla poco y en voz queda. Absorto en especulaciones misteriosas, sus claros ojos verdes miran extáticos lo indefinido.
El maestro va y viene ante Azorín en sus peripatéticos discursos. Habla resueltamente. A través de la palabra enérgica, pesimista, desoladora, colérica, iracunda —en extraño contraste con su beata calva y plácida sonrisa— el maestro extiende ante los ojos del discípulo hórrido cuadro de todas las miserias, de todas las insanias, de todas las cobardías de la humanidad claudicante. La multitud le exaspera; odio profundo, odio tal vez rezago de lejanos despechos, le impulsa fieramente contra la frivolidad de las muchedumbres veleidosas. El discurso aplaudido de un exministro estúpido, el fondo palabrero de un periódico, la frase hueca de un periodista vano, la idiotez de una burguesía caquéxica, le convulsionan en apopléticos furores. Odia la frase hecha, el criterio marmóreo, la sistematización embrutecedora, la ley, salvaguardia de los bandidos, el orden, amparo de los tiranos… Y a lo largo de la estancia recargada de libros, nervioso, irascible, enardecido, va y viene mientras sus frases cálidas vuelan a las alturas de una sutil y deprimente metafísica, o descienden flageladoras sobre las realidades de la política venal y de la literatura vergonzante.
Azorín escucha al maestro. Honda tristeza satura su espíritu en este silencioso anochecer de invierno. Yuste pasea. A lo lejos suenan las campanas del santuario. Los opacos tableros de piedra palidecen. El maestro se detiene un momento ante Azorín y dice:
—Todo pasa, Azorín; todo cambia y perece. Y la substancia universal, —misteriosa, incognoscible, inexorable— perdura.
Azorín remuévese lentamente y gime en voz opaca:
—Todo pasa. Y el mismo tiempo que lo hace pasar todo, acabará también. El tiempo no puede ser eterno. La eternidad, presente siempre, sin pasado, sin futuro, no puede ser sucesiva. Si lo fuera y por siempre el momento sucediera al momento, daríase el caso paradójico de que la eternidad se aumentaba a cada instante transcurrido.
Yuste torna a detenerse y sonríe.
—La eternidad…
Yuste tira del bolsillo una achatada caja de plata. En la tapa, orlada de finos roleos de oro, un niño se inclina sobre un perro y lo acaricia amorosamente. Yuste, previos dos golpecitos, abre la tabaquera y aspira un polvo. Luego añade:
—La eternidad no existe. Donde hay eternidad no puede haber vida. Vida es sucesión; sucesión es tiempo. Y el tiempo —cambiante siempre— es la antítesis de la eternidad —presente siempre.
Yuste pasea absorto. El viejo reloj suena una hora. Yuste prosigue:
—Todo pasa. La sucesión vertiginosa de los fenómenos, no acaba. Los átomos en eterno movimiento crean y destruyen formas nuevas. A través del tiempo infinito, en las infinitas combinaciones del átomo incansable, acaso las formas se repitan; acaso las formas presentes vuelvan a ser, o estas presentes sean reproducción de otras en el infinito pretérito creadas. Y así, tú y yo, siendo los mismos y distintos, como es la misma y distinta una idéntica imagen en dos espejos; así tú y yo acaso hayamos estado otra vez frente a frente en esta estancia, en este pueblo, en el planeta este, conversando, como ahora conversamos, en una tarde de invierno, como esta tarde, mientras avanza el crepúsculo y el viento gime.
Yuste —acaso escéptico de la moderna entropía del universo— medita silencioso en el indefinido flujo y reflujo de las formas impenetrables. Azorín calla. Un piano de la vecindad toca un fragmento de Rossini, la música predilecta del maestro. La melodía, tamizada por la distancia, se desliza opaca, dulce, acariciadora. Yuste se para. Las notas saltan juguetonas, se acorren prestas, se detienen mansas, cantan, ríen, lloran, se apagan en cascada rumorosa.
Yuste continúa:
—La substancia es única y eterna. Los fenómenos son la única manifestación de la substancia. Los fenómenos son mis sensaciones. Y mis sensaciones, limitadas por los sentidos, son tan falaces y contingentes como los mismos sentidos.
El maestro torna a pararse. Luego añade:
—La sensación crea la conciencia; la conciencia crea el mundo. No hay más realidad que la imagen, ni más vida que la conciencia. No importa —con tal de que sea intensa— que la realidad interna no acople con la externa. El error y la verdad son indiferentes. La imagen lo es todo. Y así es más cuerdo el más loco.
A lo lejos, las campanas de la iglesia Nueva plañen abrumadoras. La noche llega. En la obscuridad del crepúsculo las manchas pálidas de los ventanos se disuelven lechosas. Reina en la estancia un breve instante de doloroso anhelo. Y Azorín, inmóvil, mira con sus extáticos ojos verdes la silueta del maestro que va y viene en la sombra haciendo gemir dulcemente la estera.

Azorín
La voluntad

La voluntad es una de las novelas que más descaradamente rompe con las líneas maestras de la narrativa realista. Publicada en 1902, sus páginas esconden las inquietudes filosóficas, estéticas y políticas de una generación, la del 98, desalentada y escéptica en su papel de insuflar nuevos aires en el ritmo de la vida nacional. El autor, que le roba el nombre al protagonista de la novela y lo convierte en su seudónimo, elabora un itinerario mental ocupado por la reflexión y la sensibilidad que se superpone al propio argumento de la novela. Un libro discontinuo, fragmentado y simbólico; fiel reflejo de la España negra del XIX que de forma magistral entregaron a la literatura los hombres del 98.

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