Algarrobo (6) - —Los triglicéridos, un desastre. Desastre relacionado con la subida del azúcar; estar al otro lado de la frontera del colesterol malo, y a este lado del colesterol bueno. No hablemos de los lípidos. Si no se enmienda, es usted una bomba suicida de relojería.

—Los triglicéridos, un desastre. Desastre relacionado con la subida del azúcar; estar al otro lado de la frontera del colesterol malo, y a este lado del colesterol bueno. No hablemos de los lípidos. Si no se enmienda, es usted una bomba suicida de relojería.
—Sólo he venido a purificarme durante algunos días. Dos semanas de purificación me permitirán otros diez años de pecado.
—Que se cree usted eso. Cuando esté a punto de salir le haremos otro análisis de sangre y todos los índices peligrosos habrán bajado. Pero si vuelve a la mala vida, en tres meses va a estar otra vez al borde del abismo.
—Tenemos conceptos diferentes sobre la vida. ¿Qué opina usted del bacalao al pil-pil?
—¿Qué es eso?
—Un plato español. Vasco.
—El bacalao será fresco.
—No. Bacalao salado puesto en remojo, guisado con aceite, ajos, removiéndolo para que con la gelatina que desprende la piel se produzca una emulsión.
—Poco aceite.
—Mucho aceite.
—¡Qué horror!
El doctor Gastein aparta con las manos la tentación del plato imaginario. Parece un modelo masculino de delgada pulcritud consecuencia de la medicina vegetariana, enmarcado por la ventana abierta de par en par a la paz silente del jardín subtropical del valle del Sangre. Un microclima, se repite una y otra vez Carvalho cuando quiere explicarse el milagro de las jacarandas, los altos ficus e hibiscus, las plataneras, y sin embargo también está ahí el Mediterráneo, en los pinares, algarrobos y naranjos, en los laureles altos como torreones y los adelfos, a veces setos poderosos, otras esbeltos árboles con la coronilla floreada. Desde el ventanal del consultorio central se perciben las racionalidades sucesivas de las vegetaciones. El bosque antiguo que domina en la periferia de la finca y el jardín domesticado que rodea el edificio central y el arabizante pabellón de los barros. Y lo que desde aquí parecen señalizaciones para no perderse por el laberinto vegetal, en realidad son consignas sanitarias que los pobladores de El Balneario encuentran en cada cruce de senderos o al acecho sobre una fuentecilla de agua sulfurosa o a la entrada del gimnasio o de cualquier otra dependencia de la gran maquinaria de la salud.
Tu cuerpo te lo agradecerá.
No te aborrezcas a ti mismo. Cuida tu imagen.
Dios pone la vida. Tú has de aportar la salud.
Come para vivir, no vivas para comer.
Mastica incluso el agua.
Cada bocado debes masticarlo treinta y tres veces.
Tu cuerpo es tu mejor amigo.
La dieta: una moda para alargar la vida.
Lo que para otros puede ser una comida sana, para ti puede ser un veneno.
No hay dietas mágicas, pero tampoco hay píldoras mágicas.
Piensa como si estuvieras delgado y actúa como tal.
Dentro del frigorífico está tu peor enemigo.
Cuando comer es un vicio, deja de ser un placer.
La comida excesiva es una droga dura.
—¿Los rótulos? Es cierto, a algunos clientes les parecen un poco pueriles, sobre todo a los españoles. A los españoles siempre les da miedo parecer pueriles o que les traten como a niños. A nosotros los centroeuropeos nos importa menos, tal vez porque no tenemos complejo de inmaduros. Los españoles sí. No quisiera molestarle, pero los españoles tienen complejo de inmaduros, aunque no lo sean.
—¿Los rótulos son de usted?
—No. Están presentes en todas las sucursales de Faber and Faber y su adaptación aquí fue cosa de madame Fedorovna. Madame Fedorovna es muy apostólica. Yo creo que habría podido ser una gran monja, algo así como la madre Teresa de Calcuta.
—Una madre Teresa de Calcuta invertida. Para ricos gordos.
—En cierto sentido. Pero no todos los que vienen aquí son gordos, ni tampoco ricos. Usted no es gordo, pero acaso sea rico.
—Quizá.
—La gente se preocupa por su cuerpo. Cada vez más. Porque cada vez somos más sabios y más dueños de nuestro propio cuerpo.
—Excelente consigna. No la he visto en los rótulos.
—Hay que dejar algo para las consultas.
Y ríe Gastein tendiendo un puente de plata por el que pueda marcharse el penúltimo recelo de Carvalho.
—Me parece que está usted tenso.
—Alerta, simplemente.
—¿Por qué?
—No es normal, ni natural, que me encierre tres semanas en un balneario a pasar hambre.
—No pasará hambre.
—Con el cerebro sí.
—¡Ah, el cerebro!
Y se lleva el médico la mano a la cabeza, como si quisiera comprobar que sigue en su sitio. Gastein tiene la cabeza cana y el cráneo como dibujado para que destaque la melosidad del cabello sobre los parietales abultados. Moreno de sol y atlético pese a su avanzada sesentena, el médico tiene los movimientos jóvenes pero una mirada vieja, detrás de cristales oscurecidos en contacto con la luz. Cuando habla castellano sólo el arrastre de las erres y la mal ocultada impresión de que está hablando para niños en un idioma de niños denuncia su extranjería. Por la manera como repite las consignas que figuran en los carteles que jalonan la entrada en el valle del Sangre, diríase que son suyas o que las ha asumido como si fueran suyas, aunque en la retaguardia Carvalho presiente una segunda mirada, una segunda voz que Gastein tal vez emplee para las cosas que le son más imprescindibles que ser médico al servicio de ciudadanos económica y socialmente de primera, pero pobre y débil gente incapaz de luchar cotidianamente contra las tentaciones o dotados de un código genético desconectado de la moderna cultura del aspecto, posterior a los años de la reconstrucción mundial en la que también jugó su papel la recuperación desmedida de grasas, proteínas y vitaminas.
—¿Se ha sentido deprimido?
—Algo.
—Procure relacionarse con sus compañeros. La conversación ayuda a soportar el ayuno y además crea un estímulo, una relación de competencia para no violarlo.
—¿Violar el ayuno?
De pronto a Gastein le sale una risa incontrolada, como si estuviera revelando una de esas cosas que Carvalho adivina en su retaguardia.
—Se sorprendería usted del infantilismo de algunos de los clientes de la clínica. Vienen voluntariamente. Pagan cuantiosas facturas. Todo cuanto les proponemos es por su bien. Y en cambio aprovechan cualquier oportunidad para salir de aquí, acercarse a los pueblos más cercanos y comer lo que no deben. Además es peligroso. Puede sobrevenirles un colapso hepático, y comer en pleno ayuno es como poner una carga de goma dos en el estómago. El día de purga limpia el estómago de jugos gástricos y por eso no tienen ustedes tanta sensación de hambre; la tienen, pero es imaginativa, cultural, no dictada por los movimientos de los jugos del estómago. Pues bien, imagínese usted que a ese estómago desvalido, desprovisto de la función corrosiva de sus jugos, van a parar dos raciones de pescaíto frito o una tapita de jamón de Jabugo o de caña de lomo… Imagínese. Hay que ser muy insensato para hacerlo, pero el mundo está lleno de gente insensata. ¿No cree?
—Es una de las primeras conclusiones a las que se llega en mi profesión.
—¿A qué se dedica usted?
—Soy detective privado.
Gastein se enfunda una sonrisa irónica y silba impropiamente, piensa Carvalho. No tienes edad, ni aspecto de adulto silbador. Pero Gastein ha silbado.
—¿Algún trabajito por aquí cerca?
—No. Ya se lo he dicho, prescripción facultativa. Necesitaba dejar de beber, de comer, de fumar, a ver si consigo desengancharme de esas drogas.
—Su cuerpo se lo agradecerá. Su cuerpo es su mejor amigo.
Desvió la vista Carvalho hacia la ventana para contener la respuesta que le suscitaba la letanía moralizante. Allí estaba El Balneario. Un volumen colgado sobre la torrentera del río sangriento, encalada arquitectura herreriana, con los tejados de ocre sangre. Sobre los hombros del doctor Gastein cabalga la cúpula preárabe de lo que queda del viejo balneario que dio a Jara del Río un prestigio ya medieval, cuando los abderramanes, almanzores, almotamides y demás jomeinis se iban a curar los sarpullidos en sus aguas sulfurosas. Todavía está en uso el restaurado pabellón de cúpula lucernaria, asilo de viejos reumáticos lugareños con memoria, que acuden al menos un día cada año en peregrinación para tomar las aguas, los barros y perder las pupas del cuerpo y el alma en las bañeras de azulejos. Pero es ya un simple pretexto ético y estético rodeado por la rotundidad del nuevo balneario construido por Faber and Faber, hermanos, una pareja de vegetarianos suizos poseedores de una pequeña multinacional de la salud basada en el ayuno casi integral y la recuperación vegetariana del organismo. Pretexto para una memoria de la antigua salud, el viejo pabellón conserva clientela ritual, incluso precios rituales para estos viejos reumáticos locales que acuden a él como quien a una ceremonia expiatoria. Apenas se utiliza para los tratamientos de fango de la nueva clientela de ricos gordos o intoxicados por los malos hábitos de vida de la modernidad. Alemanes, suizos, franceses, belgas y también obesos españoles de la zona del dólar madrileño o del marco catalán. Recibimiento en un alegre comedor en olor a quesos frescos, hierbas aromáticas e infusiones de malta o hierbas medicinales. Días de fruta y arroz integral para empezar a soltar amarras, a continuación día de purga y congelación del culo obligado al duro banco de la taza sanitaria y los primeros asaltos del complejo de estupidez por la perspectiva de días y días sin otro alimento que una taza de caldo vegetal con perejil al mediodía y un vaso de zumo de frutas al anochecer. La obligación, desde luego moral, de beber al menos dos o tres litros de agua al día. Omnipresente el agua en formaciones de docenas de botellas presentes en todos los ámbitos del balneario, como si su simple presencia fuera el reclamo de su necesidad. Aguas para orinar mucho y que con los orines se vayan las grasas y otras toxinas que el cuerpo quema.
—Agua, mucha agua. Aproveche cualquier momento o pretexto para beber agua. Acostúmbrese a relacionar ansiedades con agua. Si tiene hambre, beba agua. Si se deprime, beba agua. Si tiene nostalgia, beba agua. Si se trata de deseos sexuales, beba agua.
—¿Se tienen deseos sexuales?
—Cada cliente es un caso, pero sí, hay pulsiones sexuales, aunque el predominio de clientes con exceso de peso tiende a crear una atmósfera asexuada. Siempre hay excepciones y entonces se dispara la imaginación erótica.
—¿Hay promiscuidad en este convento para gordos?
—Insisto en que no son gordos todos los que están.
Gastein le señala el hígado, a distancia, con un dedo educado en el arte de señalar. Un dedo largo, dibujado por un escultor genético expresionista, contundente, fuerte, ligero y a la vez inapelable.
—Usted está aquí por culpa de su hígado. Ha bebido mucho.
—He vivido mucho.
—¿Vivir es beber?
—¿Por qué no?
—Mal le irá entre nosotros si no parte de una filosofía menos autodestructiva. Es posible autoengañar al cuerpo mientras se es joven, en el sentido biológico de la palabra. Usted sigue siendo joven, pero en el sentido estadístico. Es joven porque aún le quedan veinticinco o treinta años de esperanza de vida, en el sentido estadístico de la esperanza. Pero ya no se puede permitir demasiadas alegrías. Pregúntese a sí mismo: ¿Por qué estoy aquí? Y contéstese la verdad: Porque tengo miedo de mi cuerpo. Porque tengo miedo de mí mismo.
Y del miedo al desprecio. La entrega de la voluntad a cualquier agente salvador que los brujos propongan. Quizá las experiencias más excitantes, tan máximas como agridulces, reservadas a los ingresados sean los enemas, eufemismo que oculta la vieja práctica de la lavativa y el pesaje cada mañana, nada más levantarse, en bragas las damas y en calzoncillo slip los hombres. El enema retrotrae a tiempos de viejas amenazas infantiles, del descubrimiento del dolor: inyecciones, vacunas, cataplasmas, parches anticatárricos, lavativas. Y algo de ritual infantil y moral tiene el día del enema, avisado desde el amanecer por las enfermeras que señalan con la punta del bolígrafo la fatal indicación y miran al paciente como si su cara ya empezara a ser un culo. Hoy le toca enema. Y allí está, en el lavabo, el depósito que contendrá el agua purificadora de las entrañas hécicas y la cánula que se abrirá paso implacable por la puerta estrecha que la naturaleza diseñó para ser exclusivamente de salida y que la medicina y la sexualidad han convertido en puerta batiente. Llegará la enfermera con una voz cantarína disuasoria de terrores, manipulará en el lavabo mientras el paciente empieza a ofrecer el culo a la otredad con el ano tan cerrado como la imaginación y la dignidad de cara a la pared. Y la suerte estará echada cuando la mujer se acerque a la cama y se cierna como amenaza vista desde la perspectiva del insecto que va a ser enculado. Y ya está. Una rasposidad olvidada se asoma al laberinto de las putrefacciones finales y empieza a mearse en la intimidad del cuerpo con el pretexto de limpiarle de adherencias envejecidas. El tiempo pesa como una bolsa llena de agua sucia y el cerebro lucha con los esfínteres para evitar que se abran y enseñen la vergüenza fuera de tiempo y lugar. Sabedora de esta tensión dialéctica entre cerebro y culo, la enfermera avisa que va a retirarse, para evitarse salpicaduras que, de producirse, asumiría con una estricta profesionalidad, que prefiere no malgastar. Ya está. Y el paciente cierra los ojos y cierra al tiempo todos los agujeros del cuerpo como si buscase la esencialidad misma del orificio en la representación simbólica del punto. Ya está. Se retira la voz cantarína de la enfermera y sobre el lecho queda la violación, las tripas llenas de aguas mareadas en busca de una salida y en el cerebro la confirmación de la sospecha de que no somos nada, ratificada cuando tres, cuatro, cinco minutos después, las aguas encuentran el camino de salida y el paciente ha de correr hacia la taza sanitaria y vaciar el sur de su cuerpo y de su alma a medias repartido el espíritu entre aproximaciones a dolores de parto y al gusto que da liberarse de lo peor de uno mismo. Y si ésta es la experiencia más cuestionadora de la propia imagen, la más excitante es el pesaje de la mañana. Algo así como esperar la buena nota por el estricto cumplimiento de las normas establecidas. Perder peso los gordos y ganarlo los flacos. Mantener la presión sanguínea en sus límites. Sobre la báscula o con el torniquete en el brazo, el paciente espera la puntuación de la enfermera, educada en repetir cuantos entusiasmos hagan falta para premiar pérdidas o ganancias positivas, aunque sean miserables y no estén a la altura de la inversión de dinero y libre albedrío que ha hecho cada paciente. Los hay que salen de la sala de pesaje con la corona de laurel sobre las sienes y los hay que van directamente en busca de una cuerda para ahorcarse o, en su defecto, de un espejo ante el cual abofetearse y renegar del propio metabolismo, cuando no de la misma madre que lo parió, expresión más abundante en las manifestaciones de desesperación de los clientes nacionales que en los extranjeros, desde tiempo ha educados en la disciplina de que las cosas son como son, efectos de causas que ya no se pueden borrar de los códigos secretos que hacen los cuerpos y las almas.
—El control médico es indispensable y es el que da seriedad a nuestro tratamiento. Todo el plan de cura lo hacen nuestros médicos. Hay dos comprobaciones médicas por semana y cuantas consultas el paciente exija. Es indispensable un análisis de sangre a la entrada y otro a la salida, para comprobar los efectos de la cura.
Gastein es el cabeza del equipo médico. Por su veteranía y por su extranjería, aseguran los clientes españoles, en la sospecha de que Faber and Faber se fía más del personal especializado alemán o suizo que de los españoles. La aportación hispánica a la clínica es el paisaje, una tercera parte de los clientes y el personal subalterno: algunas enfermeras, masajistas, el profesor de gimnasia y el servicio. Las muchachas que hacen la limpieza, arreglan las habitaciones, abastecen de infusiones según un horario de precisión, han sido reclutadas en la serranía, por razones de cercanía al balneario y para crear una dependencia económica en la zona que elimine los restos de resentimiento ante la extranjerización de un lugar sin el cual el valle del Sangre perdería su principal carácter. También son de la serranía los empleados masculinos que atienden las calderas, la depuración de la inmensa piscina de aguas climatizadas, los trabajos del jardín subtropical, la restauración constante del gran complejo moderno y la conservación, como si de un edificio de interés artístico se tratara, del pabellón cupular para los baños de fango, que la empresa conserva más como un monumento al pasado que como un útil de salud asumible por la moderna tecnología. Sobre el follaje del parque descendente hacia las riberas del Sangre, el pabellón arabizante cumple su función en el collage de la multinacional como una ráfaga de guitarra española en cualquier sinfonía impresionista francesa titulable África. Es una concesión al exotismo y a la obsolescencia.
—Es curioso que hayan conservado la sección de barros del antiguo balneario.
Gastein levanta los ojos de la receta que está escribiendo y tarda en comprender la pregunta de Carvalho.
—Hay un acuerdo municipal vigente desde hace doscientos años según el cual los habitantes del pueblo y su comarca, hasta Bolinches, tienen derecho a utilizar las aguas sulfurosas, sea quien sea el propietario de la concesión. El caudal de las aguas ha disminuido y no permite una explotación a la vieja usanza, pero parte se utiliza para los usos de la clínica y parte para ese compromiso. Pero yo le añadí un motivo a los señores Faber cuando les convencí de que transigieran con el antiguo acuerdo. Todos los balnearios tienen una historia mágica o religiosa, como usted quiera. Los puntos de referencia mágicos no deben tocarse. Son en cierto sentido sagrados. ¿No le parece a usted?
Difícil establecer la edad del doctor. No sólo ahora, ennoblecido por la bata blanca de su liturgia, sino incluso cuando se viste de tenista y se somete al duro peloteo de la doctora Hoffman, la analista, o al bombardeo atómico de la poderosa madame Fedorovna, la regente de El Balneario en ausencia de los hermanos Faber, que complementa las tareas de dirección del gerente, señor Molinas, más jefe de personal que otra cosa. Madame Fedorovna es una rusa alta y cúbica, con cara de muñeca envejecida y una mirada entre lo dulce y lo turbio que prestan los ayunos frecuentes. Su función en la clínica se basa en aparecerse al lado de los ayunantes en el momento en que están ingiriendo el brebaje vegetal o el zumo de frutas, poner los ojos en blanco y decir: «¡Qué maravilla los productos naturales! ¿Ha pensado alguna vez, señor Carvalho, en lo maravilloso de una creación que sin violencia nos da todo cuanto necesitamos para vivir? Piense en la maravilla pequeña, pero al mismo tiempo extraordinaria, de un zumo de zanahoria como el que usted está tomando…». Y madame Fedorovna pide a su vez un zumo de zanahoria, lo paladea, chasquea la lengua contra el paladar en busca del sabor oscuro y terroso de la zanahoria y en su expresión está la sabiduría de una gran catadora en condiciones de decir la marca y la añada de la raíz. Incita a Carvalho a que siga bebiendo y le pide con la mirada que sus ojos expresen la alegría interior que proporciona dar salud al cuerpo y nada más que salud. Su cuerpo se lo agradecerá. Es a la vez un slogan, una consigna y un recurso sintáctico para vacíos de significación. Su cuerpo se lo agradecerá.
—Lo dudo, madame Fedorovna. Lo dudo.
—Tiene usted que recuperar la confianza en su cuerpo.
—Es un borde, señora, un auténtico borde.
Se desconcierta un tanto madame Fedorovna, pero finalmente comprende, se ríe y cataloga automáticamente a Carvalho entre los clientes cínicos pero simpáticos, a la larga buenos clientes, porque en toda ironía hay una imposibilidad de enmienda y por lo tanto los clientes irónicos son los que vuelven, porque más tarde o más temprano regresan a los vicios del alcohol, la carne y la molicie. Abandona a Carvalho con una sonrisa cómplice y se va a ver a otro paciente, a repetir la consagración del zumo de zanahoria y el intento de lavado de cerebro sobre los malos usos alimentarios.
—Madame Fedorovna habla de los zumos, las hierbas, las plantas, las patatas, el queso sin grasa… como si fueran elementos mágicos en posesión de las claves de la salud.
Gastein ha terminado la receta y se recuesta en el respaldo de la silla giratoria.
—Madame Fedorovna es una mujer con mucha fe. En el pasado tuvo una dolencia muy grave de la que se salió gracias a nuestros regímenes y no lo ha olvidado.
—Es rusa, ¿no?
—En un sentido amplio, general, sí. Pero en realidad es bielorrusa. No es lo mismo.
—¿Fugitiva del terror soviético?
—No tiene edad de ser lo que antes se llamaba un ruso blanco. Se marchó de la URSS después de la segunda guerra mundial, según creo. Pero tampoco estoy demasiado enterado de la historia del personal de esta casa. ¿Le interesa a usted mucho la vida de madame Fedorovna?
—Usted es centroeuropeo, por lo que parece, y allí están más acostumbrados a conocer de pronto a una madame Fedorovna. Para nosotros, en cambio, es más difícil y fatalmente nos suena o a personaje de novela rusa o de película norteamericana antisoviética.
Gastein tiende a Carvalho el pasaporte de El Balneario, una doble cartulina en la que consta su pase de entrada, sus pesajes diarios, la medicación, la comprobación de la presión sanguínea, los enemas que debe tomar, el total de días de ayuno, los de recuperación plena de las funciones digestivas y la salida, así como los masajes manuales, subacuáticos.
—¿Y el fango?
—¿Quiere usted fango? No lo creo necesario. No es usted reumático.
—Le confesaré que uno de los motivos más sólidos por los que he venido a este balneario ha sido por los fangos.
—Es lo que menos necesita.
—Nunca he sabido exactamente lo que necesitaba.
—Allá usted. No me cuesta nada añadir en su pasaporte que debe tomar dos o tres baños de fango a la semana.
—¿El fango es de aquí?
—No. Los polvos son alemanes, pero se amasa con la poca agua sulfurosa que aún nos queda. Puede usted tomar los fangos en las instalaciones modernas que están junto a la sauna y la sala de masajes o bien en la antigua sala del viejo balneario.
—¿El mismo fango, las mismas aguas?
—Sí. Pero distintas manos. Allí queda un retén de los antiguos masajistas del viejo balneario; son masajistas que conservamos hasta que se jubilen. Ya les falta poco.
—Tomaré los fangos en el viejo edificio y los demás masajes aquí. ¿Los masajes los dan hombres o mujeres?
—Los masajistas no tienen sexo.

Manuel Vázquez Montalbán
El balneario
Pepe Carvalho 

En los balnearios nunca pasa nada… Hasta que pasa. Es entonces cuando se pierden las maneras, el decoro, la templanza, el bisoñé, la salud e incluso la vida.
Cada novela de la serie Carvalho responde a un nuevo desafío circunstancial, pero en este caso el detective creado por Manuel Vázquez Montalbán ni viaja ni come, y tiene que ingeniárselas para poder quemar un libro a hurtadillas. Sin embargo es una novela de gastronomía, de gastronomía caníbal, podría decirse. Fábula de la conducta individual y social de «viejos» y «nuevos» europeos, escrita en clave de humor y de terror suave. Un terror de balneario.

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