Alrededor del lago, la campiña estaba admirablemente cultivada, porque los mormones entienden bien los trabajos de la tierra; ranchos y corrales para los animales domésticos, campos de trigo, maíz sorgo; praderas de exuberante vegetación; en todas partes setos de rosales silvestres, matorrales de acacias y de euforbios; tal hubiera sido el aspecto de esa comarca seis meses más tarde; pero entonces el suelo estaba cubierto por una delgada capa de nieve que lo emblanquecía ligeramente.
A las dos, los viajeros se apeaban en la estación de Ogden. El tren no debía marchar hasta las seis. Mister Fogg, mistress Aouida y sus dos compañeros tenían, por consiguiente, tiempo para ir a la Ciudad de los Santos, por un pequeño ramal que se destaca de la estación de Ogden. Dos horas bastaban apenas para visitar esa ciudad completamente americana, y como tal, construida por el estilo de todas las ciudades de la Unión; vastos tableros de largas líneas monótonas, con la tristeza lúgubre de los ángulos rectos, según la expresión de Víctor Hugo. El fundador de la Ciudad de los Santos, no podía librarse de esa necesidad de simetría que distingue a los anglosajones. En este singular país, donde los hombres no están, ciertamente, a la altura de las instituciones, todo se hace cuadrándose; las ciudades, las casas y las tolderías.
A las tres, los viajeros se paseaban, pues, por las calles de la ciudad, construida entre la orilla del Jordán y las primeras ondulaciones de los montes Wasatch. Advirtieron pocas iglesias o ninguna, y como monumentos, la casa del Profeta, los tribunales y el arsenal; después, unas casas de ladrillos azulados con cancelas y galerías, rodeadas de jardines, adornadas con acacias, palmera y algarrobos. Un muro de arcilla y piedras, hecho en 1853, ceñía la ciudad; en la calle principal, donde estaba el mercado, se elevaban algunos palacios adornados de banderas, y entre otros, Lake-Salt House.
Mister Fogg y sus compañeros no encontraron la ciudad muy poblada. Las calles estaban casi desiertas, salvo la parte del templo, adonde no llegaron sino después de atravesar algunos barrios cercados de empalizadas. Las mujeres eran bastante numerosas, lo cual se explica por la composición singular de las familias mormonas. No debe creerse, sin embargo, que todos los mormones son polígamos. Cada cual es libre de hacer sobre este particular lo que guste; pero conviene observar lo que son las ciudadanas del Utah, las que tienen especial empeño en sei'¿asadas, porque, según la religión del país, el cielo mormón no admite a la participación de sus delicias a las solteras. Estas pobres criaturas no parecen tener existencia holgada ni feliz. Algunas, las más ricas sin duda, llevaban un jubón de seda negro, abierto en la cintura, bajo una capucha o chal muy modesto. Las otras no iban vestidas más que de indiana.
Picaporte, en su cualidad de soltero por convicción, no miraba sin cierto espanto a esas mormonas, encargadas de hacer, entre muchas, la felicidad de un solo mormón. En su buen sentido, de quien se compa¬decía más era del marido. Le parecía terrible tener que guiar tantas damas a la vez por entre las vicisitudes de la vida, conduciéndolas así, en tropel, hasta el paraíso mormónico, con la perspectiva de encontrarlas allí, para la eternidad, en compañía del glorioso Smith, que debía ser ornamento de aquel lugar de delicias. Decididamente, no tenía vocación para eso, y le parecía, tal vez equivocándose, que las ciudadanas de Great Lake-City dirigían a su persona miradas algo inquietantes.
Por fortuna, su residencia en la Ciudad de los Santos, no debía prolongarse. A las cuatro menos algunos minutos, los viajeros se hallaban en la estación y volvían a ocupar su asiento en los vagones.
Julio Verne
LA VUELTA AL MUNDO EN 80 DÍAS
El flemático y solitario caballero británico Phileas Fogg abandonará su vida de escrupulosa disciplina para cumplir con una apuesta con sus colegas del Reform Club, en la que arriesgará la mitad de su fortuna comprometiéndose a dar la vuelta al mundo en solo ochenta días usando los medios disponibles en la segunda mitad del siglo XIX y siguiendo el proyecto publicado en el Morning Chronicle, su periódico de lectura cotidiana. Lo acompañará su recién contratado mayordomo francés, Jean Passepartout (llamado "Picaporte" en algunas traducciones al español) y tendrá que lidiar no solo con los retrasos en los medios de transporte, sino con la pertinaz persecución del detective Fix, que, ignorando la verdadera identidad del caballero, se enrola en toda la aventura a la espera de una orden de arresto de la Corona británica, en la creencia de que, antes de partir, Fogg robó 55 000 libras del Banco de Inglaterra.
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