Alerce (2) - Que nadie se atreva a cortar troncos de alerce en ese monte, para hacer leña, bajo multa de cinco sueldos por tronco

El Occidente medieval vive bajo la constante amenaza de traspasar ese límite. Las insuficiencias de la técnica y del equipamiento crean embotellamientos tan pronto como los hechos se apartan de las condiciones normales. En la región de Worms, en 1259, una cosecha excepcionalmente abundante de vino choca con la escasez de recipientes para conservarlo, «tanto que los recipientes se vendían más caros que el vino». En 1304, en Alsacia, una recolección especialmente generosa de cereales y de vino provoca la caída de los precios locales, tanto más cuanto que la fabricación de pan se ha tenido que suspender a causa de la sequía de los ríos y la impotencia de los molinos obligados a la inactividad, y que el transporte del vino es imposible porque las aguas del Rin estaban tan bajas que se podía franquear a pie por varios lugares entre Estrasburgo y Basilea, y que la insuficiencia y la carestía de los transportes terrestres no permitían suplir la carencia del río.
Pero esta explotación devoradora de espacio era a la vez destructora de riqueza. El hombre era incapaz de reconstituir esas riquezas que destruía o, al menos, de esperar hasta que se reconstituyesen naturalmente.
Las roturaciones, sobre todo la roza devoradora de «tierra en reserva», agotaban el terreno y malgastaban esa riqueza en apariencia ilimitada del mundo medieval: el bosque.
Un texto, entre muchos otros, nos enseña hasta qué punto la economía medieval quedó muy pronto impotente ante la naturaleza, porque la respuesta de ésta a un progreso técnico que, excepcionalmente, la violenta, consiste en el agotamiento que hace retroceder ese progreso. En la comarca de Colmars, en los bajos Alpes franceses, los cónsules de la ciudad ordenaron, a finales del siglo XIII, el derribo de las serrerías hidráulicas, que provocaban la desaparición de los bosques de la región. Esta medida tuvo como consecuencia la invasión de los bosques por una multitud de «gentes pobres e indigentes», homines pauperes et nihil habentes, armados de sierras de mano que hacen «estragos cien veces mayores». Los textos y las medidas se multiplican para proteger los bosques, cuyo retroceso y desaparición no sólo provoca una disminución de los recursos esenciales, madera, caza, miel silvestre, sino que, además, en ciertas regiones y en ciertos terrenos —sobre todo en los países mediterráneos— agrava los efectos de la erosión de forma a veces catastrófica. En el borde meridional de los Alpes, desde la Provenza a Eslovenia, se organiza, a partir del 1300, la protección de los bosques. La asamblea general de los hombres de Folgara, en el Trentino, reunida el 30 de marzo de 1315 en la plaza pública, proclama:
«Si alguien es sorprendido cortando leña en el monte desde la Galiléne hasta el sendero de los de Costa que conduce al monte, y desde la cima hasta el llano, pagará cinco sueldos por tronco. Que nadie se atreva a cortar troncos de alerce en ese monte, para hacer leña, bajo multa de cinco sueldos por tronco».
El hombre no es el único culpable en este asunto. El ganado errante entre los campos o los prados resulta asimismo devastador. Y se multiplican las «prohibiciones» —los lugares vedados a la errancia y al pastoreo de los animales, sobre todo de las cabras, esos grandes enemigos de los campesinos medievales.
Los hechos que hemos descrito con el nombre de crisis del siglo XIV, se anuncian por el abandono de las tierras pobres, de las tierras marginales en las que había venido a morir la ola de roturaciones nacida del crecimiento demográfico. Desde finales del siglo XIII, especialmente en Inglaterra, las tierras incapaces de reconstituirse, cuyos débiles rendimientos vienen a ser inferiores al mínimo económico, quedan abandonadas… Las landas y los matorrales se apoderan nuevamente de ellas. La humanidad medieval, ciertamente, no retrocede a su base de partida, pero no puede ensanchar como quisiera sus tierras de cultivo a expensas del bosque. La naturaleza le ofrece una resistencia victoriosa y, a veces, le obliga a una retirada. Esto es lo que sucede desde Inglaterra hasta la Pomerania, donde los textos nos hablan, en el siglo XIV, de «masadas recubiertas por la arena arrastrada por el viento y, por ello, abandonadas o, en todo caso, dejadas sin cultivar».
Agotamiento de la tierra: ése es el principal peligro para la economía medieval, esencialmente rural. Pero cuando se comienza a vislumbrar una expansión de la economía monetaria, también ésta, entre otras dificultades, comienza a chocar rápidamente con una limitación natural: el agotamiento de las minas. Aunque se ha reanudado la acuñación del oro en el siglo XIII, el metal importante sigue siendo la plata. Ahora bien, el final del siglo XIII asiste a la decadencia de las minas tradicionales en el Derbyshire y en el Devonshire, el Poitou y el Macizo Central, Hungría y Sajonia. También aquí las dificultades son principalmente de tipo técnico. La mayoría de las viejas explotaciones habían alcanzado el nivel donde el peligro de inundación era muy grande y donde el minero se veía impotente ante el agua. Pero a veces también ocurría, pura y simplemente, que los filones se habían agotado.
Alfonso de Poitiers, hermano de san Luis, deseoso de amasar metal precioso con vistas a la cruzada de Túnez, se lamenta en 1268 a su senescal de Rouergue de la «tan escasa cantidad de plata» producida por la mina de Orzeals. Y ordena utilizar en ella todo el equipo técnico posible: molinos de agua, de viento o, a falta de ellos, de caballos y manuales, de incrementar el número de obreros. Todo en vano…

Jacques Le Goff
La civilización del Occidente medieval

Entre la leyenda negra de una «edad de las tinieblas» y la leyenda áurea de una «belle époque» medieval, se encuentra la realidad de un mundo de monjes, guerreros, campesinos, artesanos y mercaderes sacudidos por la violencia circundante, el ansia de paz, la fe en la revolución y la sed de expansión. Una sociedad atormentada por la obsesión de sobrevivir que logra dominar el espacio y el tiempo; roturar los bosques; agruparse en torno a los poblados, los castillos y las ciudades; e inventar ciertas máquinas, el reloj, la universidad y el concepto de nación. Este universo recio e impulsivo es la cuna de Occidente, un mundo de seres primitivos que transformaron la tierra manteniendo los ojos fijos en el cielo, introdujeron la razón en un universo simbólico, establecieron un equilibrio entre la palabra y la escritura e inventaron el purgatorio situándolo entre el paraíso y el infierno. Desde Escandinavia al Mediterráneo, desde el mundo celta al eslavo, el sistema feudal coloca en su lugar las estructuras, las mentalidades, las contradicciones y las inercias que la cristiandad latina ha legado a la sociedad y la civilización occidentales del mundo actual.

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