Aliso (4) - —¡Santo Dios, qué panorama!

¿Qué ansias son ésas de pintar siempre la calamidad, la miseria y las imperfecciones de nuestra existencia, de sacar a luz gentes de los más apartados y perdidos rincones de nuestra patria? Pero ¿qué le vamos a hacer si así es la naturaleza del autor y si, con los achaques de su propia imperfección, es incapaz de pintar otra cosa que no sea la calamidad, siempre la miseria y las imperfecciones de nuestra existencia, sacando a luz gentes de los más apartados y perdidos rincones de nuestra patria? Otra vez, pues, nos encontramos en un rincón apartado y perdido. Por el contrario, ¡qué perdido se halla este rincón, qué alejamiento el suyo!
Al igual que la enorme muralla de una interminable fortaleza, con sus contrafuertes y sus almenas, a lo largo de más de mil verstas, se alzaban las montañas. Se alzaban majestuosamente sobre la infinita extensión de las llanuras; ora formaban muros cortados a pico con sus bloques arcillosos y calcáreos, rasgados por hendiduras y barrancos, ora se ofrecían agradablemente en forma de salientes redondeados y cubiertos por el verdor de los jóvenes arbustos, que destacaban por encima de los troncos cortados de los árboles, ora alteraban con las manchas negruzcas de los bosques que milagrosamente se habían salvado de los estragos del hacha. El río, ora seguía con toda fidelidad las vueltas y recodos de las orillas, ora penetraba en las llanuras formando meandros, refulgía como el fuego al sol, se escondía entre los alisos, pobos y abedules, y salía de allí victorioso, con acompañamiento de puentes, molinos y presas, que producían la impresión de estar corriendo tras él en cada vuelta.
En un paraje, la abrupta ladera de las elevaciones aparecía más espesamente adornada con los verdes rizos de los árboles. Debido a las anfractuosidades del barranco, y gracias a un hábil trabajo de repoblación, se habían reunido allí el Norte y el Sur del reino vegetal. El abeto, el roble, el peral silvestre, el cerezo, el arce y el espino, la acacia amarilla y el serbal, en los que se enredaba el lúpulo, ora se ayudaban unos a otros a subir, ora se asfixiaban mutuamente, trepando desde el pie hasta la cima de las montañas. Arriba de todo, en la misma cima, podía entreverse, mezclados con las copas verdes de los árboles, las rojas techumbres de unos edificios señoriales, detrás de los cuales se distinguían la techumbres de las cabañas y la parte de la mansión del señor, con un balcón de madera tallada y una gran ventana de medio punto.
Por encima de todo este conjunto de árboles y tejados se elevaba la vieja iglesia de madera con sus cinco cúpulas doradas que brillaban al sol. Las cinco cúpulas estaban rematadas por cinco cruces de oro labrado, sujetas mediante cadenas, asimismo de oro labrado, de tal forma que viéndolas de lejos daban la sensación de estar suspendidas en el aire sin apoyo de ninguna clase, reluciendo como monedas de oro. Y todo ello, las copas de los árboles, las cruces y las techumbres, aparecía reflejado graciosamente invertido en el río, donde los pobres sauces, con sus troncos llenos de agujeros, permanecían solitarios en sus orillas, al mismo tiempo que otros penetraban en el agua, hasta la cual descendían las ramas y las hojas, como contemplando la maravillosa imagen en aquellos lugares donde no se lo impedían las viscosas esponjas ni los amarillos nenúfares que flotaban entre el vivo verdor de la vegetación.
El paisaje era muy bello, pero aún lo era más contemplando a lo lejos desde lo alto del edificio. Ningún huésped o visitante se mostraba indiferente cuando se asomaba al balcón. El asombro los dejaba atónitos y sólo eran capaces de exclamar:
—¡Santo Dios, qué panorama!
Desde allí veíanse extensiones que no tenían principio ni fin: más allá de los prados, salpicados de pequeños bosques y molinos de agua, verdeaban diversos cinturones de espeso bosque; pasados los bosques, a través del aire que comenzaba a enturbiar la neblina, amarilleaban las arenas; y otra vez se extendían en la lejanía los bosques, de color azulado como el mar o la niebla; y otra vez seguían las arenas, más pálidas, pero que aún amarilleaban.
En el lejano horizonte se alzaban las crestas de unos montes gredosos, de una blancura deslumbradora incluso con el mal tiempo, como si sobre ellos brillara un sol perpetuo. Pero encima de su espléndida blancura, en las faldas, se veían, aquí y allá, como unas manchas humeantes de azulada niebla. Eran remotas aldeas, pero el ojo humano no alcanzaba a distinguirlas. Solamente la dorada cúpula de la iglesia, a la que el sol arrancaba chispas de oro, denotaba que allí había una importante localidad. Todo ello se hallaba sumido en un profundo silencio, un silencio que ni siquiera aparecía turbado por el eco del canto de las aves, que apenas llegaba hasta aquellos apartados rincones.
El visitante salía al balcón y tras pasarse las horas admirando el paisaje, sólo era capaz de exclamar:
—¡Santo Dios, qué panorama!

Nikolái Gógol
Almas muertas

Creador junto con Aleksandr Pushkin de la gran prosa rusa del siglo XIX que habría de prolongarse en Dostoievski, Tolstói y Chéjov, Nikolái Gógol plasmó en «Almas muertas» la misma visión ácida y satírica de Rusia que impregna sus «Historias de San Petersburgo». (L 5505), entre las que se cuentan relatos tan célebres como «La nariz» y «El abrigo». La publicación en 1842 de la presente novela, que alcanzó notable repercusión y levantó algún revuelo, le valió gran fama y consolidó su reputación de gran narrador. Su protagonista, Chichikov, pergeña el plan de comprar «almas muertas» —esto es, la propiedad de siervos fallecidos— para así poder pedir un crédito al Estado, con esta propiedad como aval, antes del siguiente censo. El relato de sus andanzas por la Rusia rural, así como de su resultado, es una de las cimas de la literatura de este país, en la que se puede apreciar el talento de Gógol no sólo para la sátira, sino también para la descripción de inolvidables caracteres.

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