Alerce (5) - El engaño de Sinón

EL ENGAÑO DE SINÓN
En esto, a grandes gritos unos pastores dárdanos arrastraban
a presencia del rey a un mozo con las manos atadas a la espalda.
Para urdir su añagaza y abrir Troya a los aqueos se había presentado a ellos,
según venían, sin conocerlos, por su propio impulso,
seguro de sí mismo, dispuesto a lo que fuese,
a desplegar su trama de arterías o a arrostrar una muerte segura.
Afanosa de ver, de todas partes la mocedad troyana irrumpe rodeándole
y porfía en mofarse del cautivo. Ahora disponte a oír las añagazas de los dánaos
y de uno aprende la maldad de todos. Al punto en que se halló
en medio de la turba fija en él, confuso, desarmado,
y giró en derredor la vista al tropel frigio:
«¡Ay! ¿Qué tierra, qué mar puede ampararme ahora —prorrumpe—,
o qué suerte me espera, desgraciado de mí, para quien no hay lugar
que me acoja entre los dánaos y por añadidura están pidiendo hostiles
mi castigo y mi sangre?». A sus gemidos vira en redondo nuestros ánimos
y se enfrena toda nuestra violencia.
Le instamos a que diga de qué sangre procede y qué nuevas nos trae, qué le hace confiar al prisionero.
Él, desechando al cabo su temor, habla así:
«Te voy a decir toda la verdad,
rey, tenlo por seguro, ocurra lo que ocurra. Y no voy a negar que soy argivo.
Comienzo, pues, por esto. Si le ha hecho desgraciado la fortuna a Sinón,
 no ha de lograr hacerlo en su despecho ni falso ni mendaz.
Tal vez la fama hizo llegar a tus oídos la noticia de cierto Palamedes,
descendiente de Belo, y la sonada gloria de sus hechos.
Acusado en falso de traidor por una abominable delación
—se oponía a la guerra—, los pelasgos lo llevaron inocente a la muerte.
Ahora le lloran cuando ya no disfruta de la luz.
En compañía suya —era pariente mío— mi padre en su penuria
me mandó aquí a la guerra ya en mis primeros años.
Mientras su valimiento con el rey se mantenía firme y mediaba pujante
en el consejo real, también alcancé yo alguna nombradía y algún viso.
Pero luego que por envidia del artero Ulises
—no revelo secretos— dejó el mundo de aquí arriba,
yo abatido arrastraba mi vida entre sombras y duelos
y me indignaba a solas por la suerte de mi inocente amigo.
Y no supe insensato callarme y si se me brindaba la ocasión,
si a mi patria, si a mi Argos volvía alguna vez vencedor, prometí
vengarme y provoqué con mis palabras fiero enojo hacia mí.
De ello partió mi ruina, de ello empavorecerme Ulises de continuo
con nuevas delaciones y difundir diversos rumores por los corros
y maquinar consciente de su crimen las trazas de perderme.
No descansó por cierto hasta que con la ayuda de Calcante…
Pero ¿a qué os entretengo? Si a todos los aqueos los medís con el mismo rasero,
os basta con oír lo que os he dicho. Castigadme. Estáis tardando ya.
Eso querría el de Ítaca, y los hijos de Atreo
seguro que os lo pagan a buen precio».
Entonces sí que ardemos en ansias de saber y de inquirir la causa,
ajenos como estábamos a tan grande maldad y a la astucia pelasga.
Prosigue él tembloroso y declara celando su falsía:
«Muchas veces desearon los griegos emprender la retirada
abandonando Troya, y alejarse cansados de lo largo de esta guerra.
¡Ojalá se hubieran ido! Pero la furia del mar tempestuoso
una vez y otra vez les cerraba la salida
y en trance de partir les aterraba el Austro.
Sobre todo cuando ya ese caballo estaba presto con su armazón de alerce,
resonaron las nubes por todo el haz del cielo. Perplejos enviamos a Eurípilo
a inquirir el oráculo de Febo y de vuelta nos trae de su recinto
esta amarga respuesta: «Con sangre, dando muerte a una doncella,
aplacasteis a los vientos al tiempo en que arribasteis a la costa troyana
por primera vez, dánaos. Es fuerza que con sangre demandéis el regreso,
y que obtengáis presagios favorables con una vida de Argos».
Al punto en que su voz llegó a oídos del vulgo quedó empavorecido
y un helado temblor corrió por el meollo de sus huesos.
«¿Quién es el designado por los hados? ¿A quién reclama Apolo?»
En esto, desatado el alboroto el Ítaco arrastra al medio a Calcante
y le aprieta a que diga cuál es la voluntad divina.
Muchos me predecían la cruel artería del mañero
y en silencio veían lo que iba a suceder.
Calcante calla retirado diez días en su tienda.
Rehúsa denunciar por sí a ninguno y exponerlo a la muerte.
Al cabo, a duras penas obligado por los gritos del Ítaco rompe a hablar
conforme lo tenían acordado y me designa como víctima.
Todos van aprobándolo y lo que se temía para sí cada cual,
si se convierte en mal de algún desventurado, lo llevan con paciencia.
Llegó el horrendo día. Se disponían para mí los ritos,
la harina con la sal, las bandeletas con que ceñir mis sienes.
Escapé de la muerte, lo confieso, rompí las ataduras
y pasé aquella noche oculto entre los juncos de una ciénaga
esperando se hicieran a la mar, si por fortuna desplegaban velas.
Ya no tengo esperanza de ver la antigua tierra en que nací,
ni a mis dulces hijos, ni a mi padre, a quien tanto deseo volver a ver.
Quizá pagarán ellos la pena de mi huida y expiarán, desventurados de ellos,
este delito mío con su muerte. Así yo te suplico
por los dioses de lo alto y los poderes que saben la verdad,
por la fe, si hay alguna que quede en los mortales intacta todavía donde sea,
ten piedad de tan grandes desgracias,
apiádate de quien sufre un rigor que no merece».
En vista de sus lágrimas perdonamos la vida al prisionero
y por añadidura nos apiadamos de él. Príamo mismo se adelanta a mandar
que le desaten los grillos y ataduras apretadas y le habla con palabras afables:
«Quienquiera que seas, desde ahora olvida ya a los griegos que has perdido.
Formarás parte de los nuestros. Responde la verdad a lo que te pregunto:
¿Con qué objeto erigieron la mole de ese enorme caballo?
¿De quién partió la idea? ¿Qué pretenden con él?
¿Qué ofrenda ritual es o qué ingenio de guerra?».
A estas palabras él, aleccionado de antemano en el dolo y artería pelasga,
alzó hacia las estrellas las palmas de sus manos, libres ya de ataduras:
«Os pongo por testigos a vosotros, perennes fuegos,
al inviolable poder vuestro —prorrumpe—,
y a vosotros, altares y execrables espadas de que huí,
ínfulas de los dioses que porté como víctima,
por las leyes divinas me es dado deshacer mis vínculos sagrados con los griegos,
me es permitido odiarlos y dar, cuanto ellos celan, a los vientos.
No me ata ley alguna a mi patria. Tú, Troya, por tu parte
mantén lo prometido y, una vez preservada, guárdame tu palabra
si digo la verdad, y te pago con largueza. Todas las esperanzas de los dánaos,
toda su confianza al emprender la guerra, siempre estuvo basada
en la ayuda de Palas. Pero desde que el vástago impío de Tideo
y el forjador de crímenes, Ulises, se lanzaron a arrancar el Paladio fatal
del templo consagrado y matando a los guardas de la alta ciudadela
arrebataron la sagrada imagen y con las manos tintas en sangre se atrevieron
a mancillar las ínfulas de la diosa doncella; desde aquel mismo instante
comenzó a decaer y fue retrocediendo la esperanza que alentaban los dánaos,
se quebrantó su fuerza y les volvió la espalda el favor de la diosa.
Y dio señales de ello Tritonia con portentos no dudosos.
Apenas colocaron la estatua en los reales, brotaron de sus ojos tensos de ira
llamas centelleantes y un sudor salado fue fluyendo por sus miembros.
Y tres veces —maravilla decirlo— resplandeció elevándose por sí misma del suelo
con su lanza y su escudo tremante. Al momento Calcante vaticina
que es forzoso que intenten la huida por el mar
y que no podrá ser deshecha Pérgamo por las armas argivas
a menos que consulten en Argos los auspicios
y que se hagan de nuevo con el favor divino
que portaron antaño por el mar en sus corvos navíos.
Y si ahora se encaminan con viento favorable a su natal Micenas
es para procurarse fuerzas y el valimiento de los dioses,
y volviendo a cruzar el mar, aquí aparecerán de improviso.
Es así como interpreta Calcante los presagios.
Esa imagen la alzaron aconsejados de él a causa del Paladio,
por su ofensa a la diosa, para expiar su triste sacrilegio.
Y les mandó Calcante erigir esa mole colosal de roble entretejido
y alzarla cara al cielo para que no pudieran acogerla las puertas
ni adentrarla en los muros ni preservar al pueblo bajo el amparo de su antigua fe.
Pues si llegaran a violar vuestras manos esa ofrenda a Minerva,
recaería un mal desolador sobre el reino de Príamo y los frigios.
¡Ojalá vuelva el cielo contra el mismo Calcante su presagio!
Si en cambio la subierais hasta vuestra ciudad con vuestras manos,
entonces Asia en guerra arrolladora llegaría hasta los mismos muros
de Pélope. ¡Destino fatal que está aguardando a nuestros nietos!»
Ante tales insidias y arterías del perjuro Sinón creímos sus palabras
y caímos prendidos en sus dolos y lágrimas forzadas,
aquellos que ni el hijo de Tideo, ni el lariseo Aquiles,
ni diez años de guerra ni un millar de navíos lograron domeñar.

Publio Virgilio Marón
Eneida
Biblioteca Clásica Gredos

Publio Virgilio Marón (70-19 a. C.) gozó, más que de la admiración, de la veneración de todos los romanos, puesto que fue decisivo en la educación espiritual de su sociedad. Pero, al margen de su ascendencia y prestigio nacionales, el Mantuano sigue atrayendo a multitud de lectores que aprecian la exquisita sensibilidad de sus versos, su enorme capacidad para expresar todo tipo de pasiones y sentimientos.
Hasta el final de su vida, y durante más de diez años, Publio Virgilio Marón (70-19 a. C.) estuvo dedicado a la composición de la Eneida, el más perfecto exponente del clasicismo latino. Virgilio ofreció con ella al pueblo romano la gran epopeya de sus orígenes, y una justificación y exaltación del nuevo régimen impuesto por el emperador Augusto. El resultado sería esta magistral combinación entre el pasado legendario de Roma y su historia reciente. Más allá de las evidentes funciones políticas y sus distintos niveles temáticos, la Eneida nos ofrece la gesta de un héroe exiliado de su patria. Tras la quema de Troya, Eneas parte hacia una tierra extraña, en la que hallará su nuevo hogar. En su viaje por mar, el hijo de Venus arrostrará numerosas dificultades hasta llegar a su destino en la costa italiana, e incluso allí se verá obligado a entablar una guerra contra los pueblos itálicos, para conseguir al fin fundar una ciudad llamada a convertirse en cabeza del mundo.


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