Se conoce palmo a palmo el antiguo camino de carro que va del pueblo a la viña, subiendo con meandros hasta más arriba del caserío llamado misteriosamente La Carroña, y le gusta sumergirse en el polvo blanco de esta vereda solitaria y aturdirse con el chirrido de las cigarras. Es un día de julio luminoso y con viento. El camino apenas alcanza los tres kilómetros, pero contiene una expansión del tiempo y de los sueños que cubrirá más de cuarenta años. Donde sea que vaya en el futuro, desde esa mañana en la que, solo, pero a trechos flanqueado por Mowgli y luego por Winnetou, emprende el camino llevando colgada del brazo la cesta de la comida para el abuelo, que le espera sulfatando la viña, dondequiera que el día de mañana la vida le lleve, sus pies estarán pisando este camino y volverán a levantar hasta su nariz un polvo con aromas de esparto y estiércol y uvas aplastadas, y algo de ese polvo germinal lo acompañará siempre. No hay ni puede haber ningún otro camino en el mundo como este, piensa todavía hoy, ninguno que haya emprendido tantas veces con la memoria.
Masticando un almendruco o un tallo de hinojo, se para al borde de los campos a contemplar el majestuoso oleaje de los trigales bajo el sol, el sosegado vaivén de las espigas en un mar de oro que se prolonga de un bancal a otro hasta las zonas boscosas al pie de la lejana serranía de Castellví de la Marca, más allá de las tierras de barbecho, los extensos viñedos y las suaves lomas de almendros y algarrobos. A veces, al atardecer, de regreso al pueblo, una efusión rosada que llega de poniente cabalga pausadamente sobre las ondas de los trigales en dirección a un sombrío horizonte. Bajo un cielo estriado de nubes, escucha el silbido del viento en los cables del tendido eléctrico y también el silencio sobre los campos labrados, observa la simétrica languidez y continuidad de los surcos umbríos, el levísimo polvo rojo que flota inmóvil sobre los caballones, y entonces cree captar la fugacidad del tiempo y piensa en el misterio y la certeza de la muerte.
Cumplido el encargo y de vuelta al pueblo, en las cercanías del bosque de Sant Pau se reencuentra con Winnetou y Old Shatterhand y juntos deciden otra ruta en la pradera sin límites, barrida también por el viento, hasta llegar a casa donde la abuela, muy seria, le espera para comer en un santiamén y llevarlo a la escuela en busca del señor Benito, el maestro. Se acabó eso de andar por ahí todo el santo día sin hacer nada de provecho, dice la abuela, se acabaron las escapadas con la pandilla de tu amigo Ramón Bartra para ir a nadar desnudos en las albercas, robar melocotones y sandías y esconderse en los trigales con pinturas en la cara y plumas en la cabeza, se acabó.
—Mientras estés aquí conmigo, irás a la escuela. Te guste o no. Me quedaré más tranquila.
Juan Marsé
Caligrafía de los sueños
A mediados de los cuarenta, Ringo es un chiquillo de quince años que pasa las horas muertas en el bar de la señora Paquita, moviendo los dedos sobre la mesa, como si repasara las lecciones de piano que su familia ya no puede pagarle.
En esa taberna del barrio de Gracia, el chaval es testigo de la historia de amor de Vicky Mir y el señor Alonso: ella, una mujer entrada en años y en carnes, masajista de profesión, ingenua y enamoradiza; él, un cincuentón apuesto que ha acabado instalándose en su casa. Allí viven junto a Violeta, la hija de la señora Mir, hasta que sucede algo inesperado: un domingo por la tarde, Vicky se echa a las vías muertas de un tranvía intentando un suicidio imposible y patético, y el señor Alonso desaparece para no volver. Lo único que queda de él es una carta que prometió escribir y que Vicky estará esperando y deseando hasta la locura, mientras Violeta mueve sus espléndidas caderas por el barrio, hosca e indiferente a los halagos.
Espléndido relato de iniciación al deseo y a la escritura, Caligrafía de los sueños es la primera novela que Juan Marsé publica tras la concesión del Premio Cervantes en 2009.
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