—Pero eso no es amor —dijo Quintín.
—¿Por qué no? Escucha, ahora, el porqué. ¿Qué fue lo que te dijo la vieja, la tía Rosa: que hay cosas que tienen que ser necesariamente, existan o no, tienen que ser con muchísima mayor razón que otras cosas que tal vez existen y a nadie le importa un comino si existen o no? Ahí está el motivo. Él no tenía tiempo todavía. ¡Jesús!, estoy cierto de que sabía que debía ser así. Como opinaba el abogado, no era ningún tonto; lo malo es que no era esa clase especial de no-tonto por quien lo tomaba el abogado. Seguramente adivinaba lo que iba a suceder. Es como si tú, después de pasar de largo junto al sorbete, absolutamente cierto de que llegarías adonde la botella de whisky, supieras, sin embargo, que mañana por la mañana desearás el sorbete; entonces, alargarás el brazo para tomar el whisky y comprenderás que quieres el sorbete en ese mismo instante, quizá ni siquiera llegaste hasta el aparador, quizá volviste los ojos hacia el champaña que está sobre la mesa, entre la cristalería sucia y el ajado damasco, y comprendiste de pronto que tampoco querías volver allí. No se trata de elegir entre el champaña, el whisky y el sorbete; sino que repentinamente (había comenzado ya la primavera en aquella región donde nunca había pasado él una primavera, y tú me has dicho que el norte del Misisipi es zona más recia que la Luisiana, llena de violetas y cornejos y flores tempranas sin aroma cuando todavía las noches y la tierra son un poco frías y los duros botones, apretados como el seno de las jovencitas, aparecen en los alisos y algarrobos, en las hayas y los arces, y hasta en los cedros había algo de juventud que él jamás había visto hasta entonces) descubres que lo único que quieres es ese sorbete y que no has deseado otra cosa desde largo tiempo, que lo has deseado desesperadamente; además, sabes que no tienes otro trabajo que el de tornarlo. No es que esté al alcance de cualquiera, no, está allí para ti, y te basta con mirar la copa para comprender que es como una flor: si otra mano la cogiera, se erizaría de espinas, pero no las tiene para tu mano. Y él no estaba habituado a eso, pues todas las otras copas, dispuestas y dóciles ante su voluntad no habían contenido sorbete, sino champaña o, por lo menos, vino de mesa. Más aun: el colegir que lo que sospechaba podía ser cierto, y el saber que podía ser verdadero o falso. Y quién podría asegurar si no fue quizá la posibilidad misma del incesto, puesto que todos los que hemos estado enamorados (sin tener hermanas: no sé lo que dirán los demás) sabemos lo que es la vana disipación del contacto carnal; quién no ha comprendido que, terminado ese breve todo, es menester alejarse del amor y el placer, recogiendo previamente nuestros propios desechos: sombreros, pantalones y zapatos que hemos de arrastrar por el mundo, y alejarnos, puesto que si los dioses perdonan y practican estas cosas y el inmenso acoplamiento soñador que flota, olvidado de todo, por encima del instante presuroso y molesto, el no era, es, fue, sólo constituye un requisito propio de elefantes y ballenas ligeros e inflados como gigantes globos. Pero es posible que, si hay también pecado, no se nos permita huir, desprendernos, regresar… ¿No es así?
Hizo una pausa; en ese momento hubiera sido fácil interrumpirle. Quintín podría haber hablado, pero no lo hizo. Permaneció sentado como antes con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, agobiados los hombros que se inclinaban hacia adelante, el rostro bajo, y un no sé qué pequeño que lo hacía parecer más menudo de lo que era en realidad por su estatura y esbeltez, esa mezcla de delicadeza de huesos y articulaciones que, a pesar de sus veinte años, conservaba aún un postrer eco de la adolescencia, en comparación con la querúbica corpulencia del que lo enfrentaba, menor en apariencia, pues su misma superioridad en peso y desplazamiento lo hacía parecer más joven: así como un rollizo muchachuelo de doce años parece también menos que el adolescente de catorce a quien lleva diez a quince kilogramos de peso, pues el niño de catorce poseyó antaño esa robustez y la perdió, vendiéndola (con o sin consentimiento previo) para obtener ese estado de doncellez que no es atributo de la niña ni del varón.
—No sé —repuso Quintín.
—Perfectamente —dijo Shreve—. Quizá yo tampoco lo sé. Sólo que, por Cristo, algún día has de enamorarte. No es posible que te venzan por ese camino. Sería algo así como si Dios, después de hacer nacer a Jesús y ver que tenía en Sus manos herramientas de carpintero, nunca le hubiera dado nada que hacer con ellas. ¿No crees esto?
—No sé —dijo Quintín. Permaneció inmóvil; Shreve lo observaba. Hasta cuando callaban, sus respiraciones se evaporizaban suave y silenciosamente en el aire sepulcral. Hacía rato habían sonado las campanas de la medianoche.
—¿Acaso quieres decir que no te importa? —Quintín no contestó nada—. Tienes razón. No lo digas, porque sabría queme estarías mintiendo. Pues bien, escucha entonces. Nunca tuvo que preocuparse por ese cariño porque él se cuidaba solo. Tal vez sabía que había un sino, una fatalidad que pesaba sobre él, como te dijo la tía Rosa de esas cosas que necesariamente tienen que ser, existan o no, para que haya un balance en los libros y se estampe la palabra PAGADO en la vieja página; y el que lleva esos libros, sea quien fuere, pueda sacarla de la carpeta y arrojarla al fuego, librarse de ella. Tal vez ya sabía que, cualquiera que fuere la obra del anciano, y buena o perversa su intención al realizarla, no sería él quien pagara al fin la cuenta; y ahora que la vejez lo había dejado en bancarrota, ¿quién había de pagarla sino sus dos hijos, los que él engendró? ¿No era así como se procedía antiguamente? El viejo, cargado de días, débil y ya incapaz de nuevos años, sería atrapado a la larga, y capitanes y acreedores dirían: «Anciano, ya no te queremos a ti». Y respondería: «A Dios sean dadas gracias, he engendrado en torno de mí, hijos que llevan el fardo de mis iniquidades y persecuciones; sí, tal vez, ellos librarán mis rebaños y manadas de la mano del enemigo a fin de que pueda reposar mis ojos en mis posesiones y mis siervos, sobre generaciones de ellos y ver mis descendientes centuplicados cuando el alma me abandone al fin». Él supo desde un principio que aquel amor se cuidaría por sí mismo. Posiblemente, por eso no tuvo que pensar en ella durante los tres meses que mediaron entre el de septiembre y aquella Navidad, mientras Enrique le hablaba de ella diciendo, con cada respiración: Mi vida y la suya han de existir dentro y encima de tu vida. Ya no era menester desperdiciar más tiempo en ese amor una vez que se presentó, disparándole el tiro por la culata; por eso Bon no se ocupó en escribirle cartas (a excepción de aquella última) que ella conservaba; por eso jamás se le declaró ni le dio un anillo para que la señora de Sutpen lo exhibiera por la comarca. Porque el sino pesaba también sobre ella: el mismo, demasiado anciano y débil ya para que nadie lo reclamase como pago de una deuda. Quizá Sutpen no tuvo que esperar siquiera a que él llegase, la Navidad siguiente, a verla, para comprenderlo todo; tal vez eso fue lo que resultó de los tres meses en que Enrique habló sin que Bon lo escuchase: No me hablan de una jovencita, de una doncella, sino de un estrecho terreno virgen, delicado y buen cercado de valladar, ya arado y dispuesto, de modo que sólo será necesario que yo arroje en él la simiente y lo acaricie nuevamente, alisándolo. La volvió a ver aquella Navidad y lo supo con certeza; luego lo olvidó, regresó a la universidad y no recordó siquiera que lo había olvidado, porque ya no tenía tiempo.
William Faulkner
¡Absalón, Absalón!
¡Absalón, Absalón! es una obra enigmática, ambigua, y de una complejidad técnica extraordinaria.
Cuatro narradores exploran las posibilidades de la aprehensión de la certeza y de la duda, de los límites del conocimiento humano, en una lucha por discernir la verdad a pesar de la ausencia de datos fundamentales para lograrlo.
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