Batiste, al inspeccionar las incultas tierras, se dijo que había allí trabajo para largo rato.
Mas no por esto sintió desaliento. Era un varón enérgico, emprendedor, avezado a la lucha para conquistar el pan. Allí lo había «muy largo», como decía él, y además se consolaba recordando que en peores trances se había visto.
Su vida pasada era un continuo cambio de profesión, siempre dentro del círculo de la miseria rural, mudando cada año de oficio, sin encontrar para su familia el bienestar mezquino que constituía toda su aspiración.
Cuando conoció a su mujer, era mozo de molino en las inmediaciones de Sagunto. Trabajaba entonces «como un lobo» —así lo decía él— para que en su vivienda no faltase nada; y Dios premió su laboriosidad enviándole cada año un hijo, hermosas criaturas que parecían nacer con dientes, según la prisa que se daban en abandonar el pecho maternal para pedir pan a todas horas.
Resultado: que hubo de abandonar el molino y dedicarse a carretero, en busca de mayores ganancias.
La mala suerte le perseguía. Nadie como él cuidaba el ganado y vigilaba la marcha. Muerto de sueño, jamás se atrevía, como los compañeros, a dormir en el carro, dejando que las bestias marchasen guiadas por su instinto. Vigilaba a todas horas, permanecía siempre junto al rocín delantero, evitando los baches profundos y los malos pasos; y sin embargo, si algún carro volcaba era el suyo; si algún animal caía enfermo a causa de las lluvias era seguramente de Batiste, a pesar del cuidado paternal con que se apresuraba a cubrir los flancos de sus bestias con gualdrapas de arpillera apenas caían cuatro gotas.
En unos cuantos años de fatigosa peregrinación por las carreteras de la provincia, comiendo mal, durmiendo al raso y sufriendo el tormento de pasar meses enteros lejos de la familia, a la que adoraba con el afecto reconcentrado de hombre rudo y silencioso, Batiste sólo experimentó pérdidas y vio su situación cada vez más comprometida.
Se le murieron los rocines y tuvo que entramparse para comprar otros. Lo que le valía el continuo acarreo de pellejos hinchados de vino o de aceite perdíase en manos de chalanes y constructores de carros, hasta que llegó el momento en que, viendo próxima su ruina, abandonó el oficio.
Tomó entonces unas tierras cerca de Sagunto: campos de secano, rojos y eternamente sedientos, en los cuales retorcían sus troncos huecos algarrobos centenarios o alzaban los olivos sus redondas y empolvadas cabezas.
Fue su vida una continua batalla con la sequía, un incesante mirar al cielo, temblando de emoción cada vez que una nubecilla negra asomaba en el horizonte.
Llovió poco, las cosechas fueron malas durante cuatro años, y Batiste no sabía ya qué hacer ni adónde dirigirse, cuando en un viaje a Valencia conoció a los hijos de don Salvador, unos excelentes señores (Dios les bendiga), que le dieron aquella hermosura de campos, libres de arrendamiento por dos años, hasta que recobrasen por completo su estado de otros tiempos.
Algo oyó él de lo que había sucedido en la barraca, de las causas que obligaban a los dueños a conservar improductivas tan hermosas tierras; pero ¡había transcurrido tanto tiempo!… Además, la miseria no tiene oídos; a él le convenían los campos, y en ellos se quedaba. ¿Qué le importaban las historias viejas de don Salvador y el tío Barret?…
Todo lo despreciaba y olvidaba contemplando sus tierras. Y Batiste sentíase poseído de un dulce éxtasis al verse cultivador en la huerta feraz que tantas veces había envidiado cuando pasaba por la carretera de Valencia a Sagunto.
Aquello eran tierras: siempre verdes, con las entrañas incansables engendrando una cosecha tras otra, circulando el agua roja a todas horas como vivificante sangre por las innumerables acequias y regadoras que surcaban su superficie como una complicada red de venas y arterias; fecundas hasta alimentar familias enteras con cuadros que, por lo pequeños, parecían pañuelos de follaje. Los campos secos de Sagunto recordábalos como un infierno de sed, del que afortunadamente se había librado.
Ahora se veía de veras en el buen camino. ¡A trabajar! Los campos estaban perdidos; había allí mucho que hacer; pero ¡cuando se tiene buena voluntad!… Y desperezándose, este hombretón recio, musculoso, de espaldas de gigante, redonda cabeza trasquilada y rostro bondadoso sostenido por un grueso cuello de fraile, extendía sus poderosos brazos, habituados a levantar en vilo los sacos de harina y los pesados pellejos de la carretería.
Tan preocupado estaba con sus tierras, que apenas si se fijó en la curiosidad de los vecinos.
Asomando las inquietas cabezas por entre los cañares o tendidos sobre el vientre en los ribazos, le contemplaban hombres, chicuelos y hasta mujeres de las inmediatas barracas.
Batiste no hacía caso de ellos. Era la curiosidad, la expectación hostil que inspiran siempre los recién llegados. Bien sabía él lo que era aquello; ya se irían acostumbrando. Además, tal vez les interesaba ver cómo ardía la miseria que diez años de abandono habían amontonado sobre los campos de Barret.
Y ayudado por su mujer y los chicos, empezó a quemar al día siguiente de su llegada toda la vegetación parásita.
Los arbustos, después de retorcerse entre las llamas, caían hechos brasas, escapando de sus cenizas asquerosos bichos chamuscados. La barraca aparecía como esfumada entre las nubes de humo de estas luminarias, que despertaban sorda cólera en toda la huerta.
Una vez limpias las tierras, Batiste, sin perder tiempo, procedió a su cultivo. Muy duras estaban; pero él, como labriego experto, quería trabajarlas poco a poco, por secciones; y marcando un cuadro cerca de su barraca, empezó a remover la tierra ayudado por su familia.
Los vecinos burlábanse de todos ellos con una ironía que delataba su sorda irritación. ¡Vaya una familia! Eran gitanos como los que duermen debajo de los puentes. Vivían en la vieja barraca lo mismo que los náufragos que se aguantan sobre un buque destrozado: tapando un agujero aquí, apuntalando allá, haciendo verdaderos prodigios para que se sostuviera la techumbre de paja, distribuyendo sus pobres muebles, cuidadosamente fregoteados, en todos los cuartos, que eran antes madriguera de ratones y sabandijas.
En punto a laboriosos, eran como un tropel de ardillas, no pudiendo permanecer quietos mientras el padre trabajaba. Teresa la mujer y Roseta la hija mayor, con las faldas recogidas entre las piernas y azadón en mano, cavaban con más ardor que un jornalero, descansando solamente para echarse atrás las greñas caídas sobre la sudorosa y roja frente. El hijo mayor hacía continuos viajes a Valencia con la espuerta al hombro, trayendo estiércol y escombros, que colocaba en dos montones, como columnas de honor, a la entrada de la barraca. Los tres pequeñuelos, graves y laboriosos, como si comprendiesen la grave situación de la familia, iban a gatas tras los cavadores, arrancando de los terrones las duras raíces de los arbustos quemados.
Duró esta faena preparatoria más de una semana, sudando y jadeando la familia desde el alba a la noche.
La mitad de las tierras estaban removidas. Batiste las entabló y labró con ayuda del viejo y animoso rocín, que parecía de la familia.
Había que proceder a su cultivo; estaban en San Martín, la época de la siembra, y el labrador dividió la tierra roturada en tres partes. La mayor para el trigo, un cuadro más pequeño para plantar habas y otro para el forraje, pues no era cosa de olvidar al Morrut, el viejo y querido rocín. Bien se lo había ganado.
Y con la alegría del que después de una penosa navegación descubre el puerto, la familia procedió a la siembra. Era el porvenir asegurado. Las tierras de la huerta no engañaban; de allí saldría el pan para todo el año.
La tarde en que se terminó la siembra vieron avanzar por el inmediato camino unas cuantas ovejas de sucios vellones, que se detuvieron medrosas en el límite del campo.
Tras ellas apareció un viejo apergaminado, amarillento, con los ojos hundidos en las profundas órbitas y la boca circundada por una aureola de arrugas. Iba avanzando lentamente, con pasos firmes, pero con el cayado por delante tanteando el terreno.
La familia le miró con atención. Era el único que en las dos semanas que allí estaban se atrevía a aproximarse a las tierras. Al notar la vacilación de sus ovejas, gritó para que pasasen delante.
Batiste salió al encuentro del viejo pastor. No se podía pasar: las tierras estaban ahora cultivadas. ¿No lo sabía?…
Algo de ello había oído el tío Tomba; pero en las dos semanas anteriores había llevado su rebaño a pastar los hierbajos del barranco de Carcaixet, sin preocuparse de estos campos… ¿De veras que ahora estaban cultivados?
Y el anciano pastor avanzaba la cabeza haciendo esfuerzos para ver con sus ojos casi muertos al hombre audaz que osaba realizar lo que toda la huerta tenía por imposible.
Calló un buen rato, y al fin comenzó a murmurar tristemente:
«Muy mal; él también, en su juventud, había sido atrevido: le gustaba llevar a todos la contraria. ¡Pero cuando son muchos los enemigos!… Muy mal; se había metido en un paso difícil. Aquellas tierras, después de lo del pobre Barret, estaban malditas. Podía creerle a él, que era viejo y experimentado: le traerían desgracia».
Y el pastor llamó a su rebaño, le hizo emprender la marcha por el camino, y antes de alejarse se echó la manta atrás, alzando sus descamados brazos, y con cierta entonación de hechicero que augura el porvenir o de profeta que husmea la ruina, le gritó a Batiste:
—Creume, fill meu: ¡te portarán desgrasia![4]…
De este encuentro surgió un motivo más de cólera para toda la huerta.
El tío Tomba ya no podía meter sus ovejas en aquellas tierras, después de diez años de pacífico disfrute de sus pastos.
Nadie decía una palabra sobre la legitimidad de la negativa de su ocupante al estar el terreno cultivado. Todos hablaban únicamente de los respetos que merecía el anciano pastor, un hombre que en sus mocedades se comía los franceses crudos, que había visto mucho mundo, y cuya sabiduría, demostrada con medias palabras y consejos incoherentes, inspiraba un respeto supersticioso a la gente de las barracas.
Cuando Batiste y su familia vieron henchidas de fecunda simiente las entrañas de sus tierras, pensaron en la vivienda, a falta de trabajo más urgente.
El campo haría su deber. Ya era hora de pensar en ellos mismos.
Y por primera vez desde su llegada a la huerta, salió Batiste de las tierras para ir a Valencia a cargar en su carro todos los desperdicios de la ciudad que pudieran serle útiles.
Aquel hombre era una hormiga infatigable para la rebusca. Los montones formados por Batistet se agrandaron considerablemente con las expediciones del padre. La giba de estiércol, que formaba una cortina defensiva ante la barraca, creció rápidamente, y más allá amontonáronse centenares de ladrillos rotos, maderos carcomidos, puertas destrozadas, ventanas hechas astillas, todos los desperdicios de los derribos de la ciudad.
Contempló con asombro la gente de la huerta la prontitud y buena maña de los laboriosos intrusos para arreglarse su vivienda.
La cubierta de paja de la barraca apareció de pronto enderezada; las costillas de la techumbre, carcomidas por las lluvias, fueron reforzadas unas y sustituidas otras; una capa de paja nueva cubrió los dos planos pendientes del exterior. Hasta las crucecitas de sus extremos fueron sustituidas por otras que la navaja de Batiste trabajó cucamente, adornando sus aristas con dentelladas muescas; y no hubo en todo el contorno techumbre que se irguiera más gallarda.
Los vecinos, al ver cómo se reformaba la barraca de Barret, colocándose recta la montera, veían en esto algo de burla y de reto.
Después empezó la obra de abajo. ¡Qué modo de utilizar los escombros de Valencia!… Las grietas desaparecieron, y terminado el enlucido de las paredes, la mujer y la hija las enjalbegaron de un blanco deslumbrante. La puerta nueva y pintada de azul, parecía madre de todas las ventanillas, que asomaban por los huecos de las paredes sus cuadradas caras del mismo color. Bajo la parra hizo Batiste una plazoleta, pavimentada con ladrillos rojos, para que las mujeres cosieran allí en las horas de la tarde. El pozo, después de una semana de descensos y penosos acarreos, quedó limpio de todas las piedras y la basura con que la pillería huertana lo había atiborrado durante diez años, y otra vez su agua limpia y fresca volvió a subir en musgoso pozal, con alegres chirridos de la garrucha, que parecía reírse de las gentes del contorno con una estridente carcajada de vieja maliciosa.
Devoraban los vecinos su rabia en silencio. ¡Ladrón, más que ladrón! ¡Vaya un modo de trabajar!… Aquel hombre parecía poseer con sus membrudos brazos dos varitas mágicas que lo transformaban todo al tocarlo.
Diez semanas después de su llegada, aún no había salido de sus tierras media docena de veces. Siempre en ellas, la cabeza metida entre los hombros y el espinazo doblegado, embriagándose en su labor; y la barraca de Barret presentaba un aspecto coquetón y risueño, como jamás lo había tenido en poder de su antiguo ocupante.
El corral, cercado antes con podridos cañizos, tenía ahora paredes de estacas y barro, pintadas de blanco, sobre cuyos bordes correteaban las rubias gallinas y se inflamaba el gallo, irguiendo su cabeza purpúrea… En la plazoleta, frente a la barraca, florecían macizos de dompedros y plantas trepadoras. Una fila de pucheros desportillados pintados de azul servían de macetas sobre el banco de rojos ladrillos, y por la puerta entreabierta —ah, fanfarrón— veíase la cantarera nueva, con sus chapas de blancos azulejos y sus cántaros verdes de charolada panza: un conjunto de reflejos insolentes que quitaban la vista al que pasaba por el inmediato camino.
Todos, en su furia creciente, acudían a Pimentó. ¿Podía esto consentirse? ¿Qué pensaba hacer el temible marido de Pepeta?
Y Pimentó se rascaba la frente oyéndoles, con cierta confusión.
¿Qué iba a hacer?… Su propósito era decirle dos palabritas a aquel advenedizo que se metía a cultivar lo que no era suyo; una indicación muy seria para que no «fuese tonto» y se volviera a su tierra, pues allí nada tenía que hacer. Pero el tal sujeto no salía de sus campos, y no era cosa de ir a amenazarle en su propia casa. Esto sería «dar el cuerpo» demasiado, teniendo en cuenta lo que podría ocurrir luego. Había que ser cauto y guardar la salida. En fin… un poco de paciencia. Él, lo único que podía asegurar es que el tal sujeto no cosecharía el trigo, ni las habas, ni todo lo que había plantado en los campos de Barret. Aquello sería para el demonio.
Las palabras de Pimentó tranquilizaban a los vecinos, y éstos seguían con mirada atenta los progresos de la maldita familia, deseando en silencio que llegase pronto la hora de su ruina.
Una tarde volvió Batiste de Valencia, muy contento del resultado de su viaje. No quería en su casa brazos inútiles. Batistet, cuando no había labor en el campo, buscaba ocupación yendo a la ciudad a recoger estiércol. Quedaba la chica, una mocetona que, terminado el arreglo de la barraca, no servía para gran cosa, y gracias a la protección de los hijos de don Salvador, que se mostraban contentísimos con el nuevo arrendatario, acababa de conseguir que la admitiesen en una fábrica de sedas.
Desde el día siguiente, Roseta formaría parte del rosario de muchachas que, despertando con la aurora, iban por todas las sendas con la falda ondeante y la cestita al brazo camino de la ciudad, para hilar el sedoso capullo entre sus gruesos dedos de hijas de la huerta.
Al llegar Batiste a las inmediaciones de la taberna de Copa, un hombre apareció en el camino saliendo de una senda inmediata y marchó hacia él lentamente, dando a entender su deseo de hablarle.
Batiste se detuvo, lamentando en su interior no llevar consigo ni una mala navaja, ni una hoz, pero sereno, tranquilo, irguiendo su cabeza redonda con la expresión imperiosa tan temida por su familia y cruzando sobre el pecho los forzudos brazos de antiguo mozo de molino.
Conocía a aquel hombre, aunque jamás había hablado con él. Era Pimentó.
Al fin ocurría el encuentro que tanto había temido.
El valentón midió con una mirada al odiado intruso, y le habló con voz melosa, esforzándose por dar a su ferocidad y mala intención un acento de bondadoso consejo.
Quería decirle dos razones: hacía tiempo que lo deseaba; pero ¿cómo hacerlo, si nunca salía de sus tierras?
—Dos rahonetes no més…[5]
Y soltó el par de razones, aconsejándole que dejase cuanto antes las tierras del tío Barret. Debía creer a los hombres que le querían bien, a los conocedores de las costumbres de la huerta. Su presencia allí era una ofensa, y la barraca casi nueva un insulto a la pobre gente. Había que seguir su consejo, e irse a otra parte con su familia.
Batiste sonreía irónicamente mientras hablaba Pimentó, y éste, al fin, pareció confundido por la serenidad del intruso, anonadado al encontrar un hombre que no sentía miedo en su presencia.
«¿Marcharse él?… No había guapo que le hiciera abandonar lo que era suyo, lo que estaba regado con su sudor y había de dar el pan a su familia. Él era un hombre pacífico, ¿estamos?, pero si le buscaban las cosquillas, era valiente como el que más. Cada cual que se meta en su negocio, y él haría bastante cumpliendo con el suyo sin faltar a nadie».
Luego, pasando ante el matón, continuó su camino, volviéndole la espalda con una confianza despectiva.
Pimentó, acostumbrado a que le temblase toda la huerta, se mostraba cada vez más desconcertado por la serenidad de Batiste.
—¿Es la darrera paraula?[6] —le gritó cuando estaba ya a cierta distancia.
—Sí; la darrera —contestó Batiste sin volverse.
Y siguió adelante, desapareciendo en una revuelta del camino. A lo lejos, en la antigua barraca de Barret, ladraba el perro olfateando la proximidad de su amo.
Al quedar solo, Pimentó recobró su soberbia. «¡Cristo! ¡Y cómo se había burlado de él aquel tío!». Masculló algunas maldiciones, y cerrando el puño señaló amenazante la curva del camino por donde había desaparecido Batiste.
—Tú me les pagarás… ¡Me les pagarás, morral!
En su voz, trémula de rabia, vibraban condensados todos los odios de la huerta.
Vicente Blasco Ibáñez
La barraca
Sobre las tierras del tío Barret, que se atrevió a romper las cadenas y a cortar la cabeza del amo, don Salvador, con la consiguiente ruina de su familia, pesa una maldición. Convertidas en símbolo de la lucha contra los terratenientes, nadie debe cultivarlas. La hostilidad se desata contra un forastero, Batiste Borrull, que, con el sueño de sacar a su familia adelante, decide arrendarlas, desatando así una tempestad de odio y resentimiento que culmina trágicamente. En la mejor tradición de la novela naturalista, Vicente Blasco Ibáñez (1867–1928) se demora en LA BARRACA (1898) en el análisis de la psicología colectiva y achaca la crueldad de los personajes a los bajos instintos y a la brutalidad del medio en que viven. En estas circunstancias adversas, la lucha del maestro, don Joaquín, para educar a sus alumnos, resulta infructuosa.
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