Aliso (6) - ¿DE dónde me vendrá la impresión de que a la casa, aunque está igual, le falta casi todo?

DE dónde me vendrá la impresión de que a la casa, aunque está igual, le falta casi todo? Las habitaciones son las mismas con los mismos muebles y los mismos cuadros y no obstante no era así, no era esto, fotografías antiguas en lugar de mi madre, de mi padre, de las criadas de la cocina, y de la tos de mi abuelo rigiendo el mundo, no su presencia, no órdenes, la tos, un pañuelo le salía del bolsillo y le desordenaba el bigote, mi padre sujetaba el caballo a la argolla y después solo el rumor de la hierba que sí se mantiene, aunque seco y duro hasta después de la lluvia, en el balcón los campos que conozco y no conozco, la hilera de cipreses que llevaba al portón y más allá del portón con uno de los pilares caído los alcornoques y el trigo, el pueblo cada vez más distante donde las luces acentúan la oscuridad, un sitio de difuntos en cuyas calles cabalgaba abrazado a mi padre, asustado por los postigos vacíos y la certeza de que nos acechaban desde los alisos de la plaza en la época en que nada faltaba en casa, mi madre en el piso de arriba perfumando baúles, la taza de mi abuela en el plato y ella mirándome con ojos fijos de retrato que atravesaba generaciones venida de una merienda de mujeres con crenchas y caballeros con alzacuellos de celuloide y entonces yo pensaba si todo el mundo seguiría aquí trabando conversaciones que el reloj de péndulo ahogaba en su corazón pausado, una tarde encontré la taza y el plato en un rincón de la mesa camilla y la silla sin nadie, otra tarde los baúles del piso de arriba dejaron de oler, aunque en esa ocasión automóviles en el patio, hombres que me despeinaban con una lástima amigable
—El huérfano
mientras las criadas de la cocina amontonaban flores en la carretilla donde me dio la impresión de que el olor de los baúles se disipaba despacio, mi abuelo con corbata, él que no usaba corbata, usaba un botón de cobre que le cerraba el cuello y mi padre desprendiendo las riendas de la argolla, lo vi parado en una loma antes de cabalgar de nuevo, lo vieron desde el lado de fuera del cementerio observando las flores, pero lo que recuerdo mejor es un tordo en un ángel de escayola y la llovizna de octubre, gotas que no caían, cambiaban de posición bajo un cielo de borrajas, hombres con azadas, las cruces de los soldados que murieron en Francia en un arriate donde los arbustos crecían sin que los cortasen y se diría gimientes y mi padre a campo traviesa acosado por ladridos de perros y espantando gallinas, él que no hablaba con mi madre, no la saludaba siquiera, dormía en la habitación contigua a la cocina culpándola de la indiferencia de mi hermano, que sigue conmigo en esta casa en la que, aunque está igual, falta casi todo, las mismas escaleras, los jarrones, las cenefas, el caballo que no volvieron a montar y mi padre en el peldaño de la parte trasera, al atardecer, disparando sobre los conejos salvajes a medida que el pueblo empezaba a hervir de espectros y el moho de la ropa sustituía el perfume de los baúles, mi abuelo falleció años antes y nadie nos visitó excepto uno o dos hombres de su edad con un botón de cobre cerrándoles el cuello a los que a su vez nadie visitaba y empujarían sin flores hacia el cementerio que los tipos de las azadas abandonaron dejándonos en medio del trigo mustio y de la avena chamuscada y mi padre sin preocuparse por la avena, un extraño para mí como yo un extraño para él semejantes a los parientes de los retratos en lo que insisto en llamar casa por no encontrarle otro nombre, demasiado grande para nosotros con dos o tres palmeras y mi abuela
—El jardín

António Lobo Antunes
El archipiélago del insomnio

Comenzamos por una casa, por el sentimiento de una casa, un poder que viene desde hace mucho tiempo, cuando esa casa era la misma pero diferente, una heredad, un latifundio, cuando no faltaba nada: la familia, las sirvientas en la cocina, el administrador, los campos, el pueblo al fondo y la tos del abuelo rigiendo el mundo. El archipiélago del insomnio narra la historia de tres generaciones de una poderosa familia rural en tierras del interior de Portugal. La historia de un niño que fantasea con empujar a su hermano al interior de un pozo para ganarse la atención de su abuelo, de una criada que recoge sus cosas para instalarse en las habitaciones del señor de la casa y de un hombre que golpea a su padre con una escarda hasta matarlo. Las voces de los familiares vivos y muertos, un archipiélago de islas incomunicadas, se entremezclan en el relato para contar «la historia de tres generaciones de una familia entre dos nadas: aquella de la que vienen y aquella hacia la que se dirigen» (Mário Santos).
«Esto no es un libro, es un sueño.» Maria Alzira Seixo, Jornal de Letras, Artes e Ideias.

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