¡Velocidad! Si hubiese tenido que definir la muerte al asombrado pescador; al segador que dejó de limpiar su guadaña con un puñado de hierba; al ciclista que abrazaba aterrorizado un sauce joven en una orilla y acabó subido a la copa de un árbol más alto en la orilla opuesta, con su máquina y su amiga; a los caballos negros, boquiabiertos como gente con dentadura postiza ante mi desvanecimiento, habría exclamado una sola palabra: ¡velocidad! No es que haya tenido esos testigos rurales. Mi sensación de una velocidad prodigiosa, inexplicable y, a decir verdad, bastante absurda y degradante (la muerte es absurda, degradante) se habría transformado en un vacío perfecto, sin ningún pescador estupefacto, sin ninguna hoja de hierba ensangrentada por la mano que la sostenía, sin ningún punto de referencia. Imaginen ustedes a un viejo caballero, un autor distinguido cayendo velozmente de espaldas, más allá de sus pies separados y muertos, primero a través de esa abertura en el granito, después sobre un pinar, después entre brumosos regadíos, después entre márgenes de niebla infinita. ¡Imaginen ese espectáculo!
La locura me había acechado desde la infancia, tras un aliso o un guijarro. Fui habituándome a la mirada de esos vigilantes ojos color sepia que seguían mi rumbo imperturbablemente. Pero no sólo he conocido la muerte como una mala sombra. También la he visto en un relámpago de goce tan intenso y estremecedor que la ausencia de un objeto inmediato sobre el cual pudiera posarse era para mí una forma de evasión.
Por motivos prácticos —tales como mantener mente y cuerpo en equilibrio normal para no arriesgar mi vida o convertirme en una carga para amigos o gobiernos— prefería la variedad latente, el horror de ese acecho que por lo común provocaba la puñalada de la neuralgia, la angustia del insomnio, la lucha contra cosas inanimadas que nunca ocultaban su odio hacia mí (el botón huidizo que condesciende en dejarse encontrar, el broche para papeles, el esclavo ladrón que, insatisfecho con el par de cartas aburridas ya hurtadas, se las arregla para apoderarse de una hoja preciosa entre mis escritos), y que en el peor de los casos me producía un súbito espasmo de espacio, como esas visitas al dentista que se convierten en una fiesta inverosímil. Prefería el caos de esos ataques al vértigo de la locura que, fingiendo adornar mi existencia con formas especiales de inspiración, éxtasis mental y cosas parecidas, dejaría de bailar y revolotear a mi alrededor y se precipitaría sobre mí para mutilarme y, supongo, destruirme.
Vladimir Nabokov
¡Mira los arlequines!
Nabokov trata a menudo de despistar al lector apareciendo en sus propias novelas enmascarado bajo el nombre y la personalidad, mudable y tramposa, de sus narradores y personajes. «¡Mira los arlequines!» (1974), la última novela que escribió, constituye un brillante modelo a escala del universo literario de su autor, una prueba irrefutable de su complejo y excéntrico talento y un ejemplo más de cómo la literatura se cuela en la vida, de manera que, sin darse cuenta, la vida real de Nabokov se parece cada vez más a una novela de Nabokov.
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