Y, en todas partes, Glauka. Sus blancos dedos aparecen ahora asiéndose a la amura por donde está colgada la escala, anunciando la aurora ambarina de sus cabellos, el rostro, el cuello, el torso, su cintura, sus piernas pisando una tras otra la cubierta, sus pies caminando hacia Ahram. Más que todo, el resplandor de su sonrisa… Ahram la retiene por la muñeca, la hace sentarse junto a él, venciendo una juguetona resistencia:
—¡Tonto! Estoy chorreando, voy a mojar el tapiz.
—¿Crees que no lo veo, si toda la ropa se te pega al cuerpo, a tus pechos maduros como la sandía, a tus caderas frutales, a tus piernas espigadas?… Vamos, siéntate a mi lado: harás dichoso al tapiz.
Ella le mira ahora con inquietud:
—Si te mojo puedes acatarrarte.
La recia carcajada desprecia el riesgo.
—¿Qué me traes esta vez de tus profundidades?
La diosa del mar sonríe y muestra las manos vacías.
—No encontré buques hundidos, ni tesoros, ni prodigios para mi señor.
—Tú eres el prodigio.
Callan. Hasta las palabras estorban para tocar la felicidad, para olerla y paladearla. Hacia proa, bajo un toldillo, los compañeros hablan entre sí, lanzando furtivas miradas. Felices también, porque lo es la pareja.
Ahram observa a su compañera y sabe que está mirando a la misma persona, pensando en lo mismo:
—¡Qué hombre se ha hecho Malki! —exclama ella en ese instante, confirmando la impresión—. A sus años tú serías como él.
—No tan hermoso.
—Calla, o te beso en público como no besan las mujeres decentes.
Ríen.
—Toma —ofrece Ahram la cajita que encargó también a Likos—. El famoso mástic de Quíos. No lo necesitas para perfumar tu aliento, pero te gustará. Sabe a vida de árbol, a hierba salutífera.
Le encanta observar los amorosos labios absorbiendo la golosina.
—¿A qué día estamos? —pregunta ella, e inmediatamente ríen ante preocupación tan fuera de lugar.
El casco ha rolado poco a poco a merced de la corriente litoral. Ahora queda a babor el islote de Pelagonesos próximo a la playa, mientras a estribor se va alejando el contorno de la isla, con sus casitas a media ladera, entre parrales, cipreses y olivos, con algarrobos hacia lo alto y pinos en las playas. A lo lejos, como a ciento cincuenta estadios, se dibuja la silueta de otra isla, difuminada por la leve calima de la ya avanzada primavera.
—¿Sabes cuál es esa isla?
—Lo adivino por la forma en que lo preguntas. Es Psyra. No quiero ir, ya lo sabes.
No, Glauka no desea volver a la tierra en que emergió de las ondas. «Como Afrodita», ha pensado Ahram muchas veces en estos años. No quiere ver el escenario de la muerte de su primer hombre y de su hija, donde la capturaron los piratas y comenzó su dura peregrinación hasta Ahram. Pero allí «nació», allí está el santuario donde la diosa le otorgó el don de la mortalidad, y el Navegante sí quiere pisar esa tierra. Glauka le adivina una vez más:
—Puedes ir tú, si quieres. Yo desembarcaré en Quíos y me quedaré con alguien a esperarte.
Glauka se apodera de una raja de sandía y la muerde golosamente. El zumo rosado resbala desde su barbilla a su pecho y se pierde entre los senos. Ríe y Ahram no sabe si ha sentido cosquillas o si es al ver el aletazo de cólera de una gallareta que pasaba volando y ha dejado caer el pez que acababa de capturar y llevaba en el pico.
—¿Has visto el pájaro? ¡Qué torpe!
—Se distrajo mirándote. En cambio a ti no se te escapa nada. No te pierdes ni un instante de la vida. Eres sabia.
—Mi mayor sabiduría fue llegar hasta ti. No detenerme antes en nada ni con nadie.
—Aunque hallaste mucho.
—Si, hallé mucho. Pero más aún contigo.
La mira Ahram, advierte ella, tiernísimamente. Como sólo en estos últimos tiempos la ha mirado:
—Incluso tenías a Krito.
Glauka reflexiona un instante.
—No era distinto de ti… ¿Sabes? Decía Krito que ningún dios tiene poder para que se junten dos paralelas, pero que los humanos las hacen tocarse en el amor de dos cuerpos tendidos. Nosotros llegamos a ser tres paralelas.
El vino, la fruta, el mar y el cielo envuelven las palabras.
—¿Te dije que según las últimas noticias de Roma, recibidas por Soferis, Zenobia se ha casado allí con un senador y vive en Tibur, junto a la famosa Villa Hadriana?… ¿Quién puede comprenderlo?
—Yo, desde luego. La conocí siempre mejor que tú. A su edad se las ha arreglado para vivir su triunfo de mujer. Como Clea, que estará a su lado.
Será un triunfo, pero Glauka ha pronunciado ese «su» en tono de desprecio.
—También hemos sabido que Roma se ha aliado con el rey de Axum.
—¿Axum? ¿Dónde está?
—En África, muy al sur. Más allá del Campo Esmeralda y más al interior que el país de Punt —suspira—. Ésos debieron ser mis verdaderos aliados, y no Palmira. África es nueva, está llena de fuerzas intactas, mientras que Oriente es viejo… No supe elegir a mis amigos.
—¿A qué hablar de tus aliados, amor mío? Para vivir como ahora no los necesitamos.
José Luis Sampedro
La vieja sirena
Egipto, siglo III. Época de cambios y confusión. Dos grandes imperios, el romano y el persa, inician una lenta decadencia. La protagonista, envuelta en su belleza y misterio, recorrerá un apasionante itinerario hasta llegar a Alejandría, donde dos hombres marcarán su destino: Ahram el Navegante, hombre de acción sediento de poder, y el filósofo Krito, poseedor del don de la palabra… Como en los mitos, todo en esta obra nace más de una vez porque todo en algún momento recibe una luz nueva que lo recrea y vivifica.
La vieja sirena es un apasionado canto a la vida en una novela que es tanto recreación histórica como relato fantástico de inusual lirismo y sensualidad, tanto reflexión humanista sobre el poder como aguda parábola sobre nuestro inestable presente.
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