Alerce (3) - ¡Qué de cosas haría uno de buena gana, sin entusiasmo, claro está, pero de buena gana, y sin ninguna razón aparente para no hacerlas, y sin embargo no las hace!

¡Qué de cosas haría uno de buena gana, sin entusiasmo, claro está, pero de buena gana, y sin ninguna razón aparente para no hacerlas, y sin embargo no las hace! ¿Habrá que poner en duda la libertad humana? Es una cuestión que debe someterse a examen. Pero, en suma, ¿cuál fue mi contribución a aquel entierro? Fue ella quien cavó la fosa y la volvió a rellenar después de haber colocado al perro. De modo que yo desempeñaba un papel de mero espectador. Contribuía al acto con mi presencia. Como si hubiera sido mi propio entierro. Y lo era. Era un alerce. Es el único árbol que puedo identificar con certeza. No deja de ser curioso que eligiera para enterrarle el único árbol que puedo identificar con certeza. Las hojas acicaladas color verde agua parecen de seda y están salpicadas, creo, de puntitos rojos. El perro tenía garrapatas bajo las orejas, en esas cosas me fijo mucho, y fueron enterradas con él. Cuando Lousse terminó de cavar me pasó la pala y se recogió. Creí que iba a llorar, era un buen momento, pero en cambio se echó a reír. Quizá era su forma de llorar. O a lo mejor me equivocaba yo y lo que hacía era llorar, bajo la apariencia de reír. Nunca me he aclarado muy bien en eso de la risa y el llanto. No volvería a ver más a su Teddy, que había amado como a un hijo. Me pregunto por qué, ya que estaba evidentemente decidida a enterrar al perro en su casa, no había hecho venir al veterinario. ¿Iba realmente a casa del veterinario cuando nuestros caminos se cruzaron? ¿O lo había afirmado únicamente con objeto de atenuar mi culpabilidad? Cierto que las visitas a domicilio cuestan más caras. Me hizo pasar al salón y me dio comida y bebida, muy buena por cierto. Pero, desafortunadamente, no me gustaban la buena comida ni la buena bebida. Aunque sí me gustaba emborracharme. Si vivía en la escasez, no saltaba precisamente a la vista. La escasez la noto en seguida. Viendo lo que me costaba mantenerme de pie, se apresuró a ofrecerme una silla para mi pierna tiesa. Mientras me iba atendiendo pronunciaba discursos de los que apenas comprendía nada. Me quitó el sombrero con sus propias manos y se alejó con él, para colgarlo en alguna parte, sin duda de una percha, y pareció asombrarse mucho al ver su impulso detenido por el cordón. Tenía un papagayo, muy bonito, de los más preciados colores. Le comprendía mejor. No quiero decir que le comprendiera a él mejor que ella, quiero decir que le comprendía mejor que a ella. Decía de vez en cuando «Puta del coño de la mierda cagada». Debía de haberlo aprendido de su anterior propietario. Los animales cambian muchas veces de dueño. No decía gran cosa más. Sí, decía también: «¡Fuck!». Vete saber quién le había enseñado a decir ¡fuck! A lo mejor lo había aprendido solo, no me sorprendería. Lousse intentaba enseñarle a decir: «¡Pretty Polly!». Me parece que era demasiado tarde para eso. Escuchaba, con la cabeza ladeada, reflexionaba, y luego decía: «Puta del coño de la mierda cagada». Hay que reconocer que ponía buena voluntad. A él también le enterraría Lousse un día u otro. Probablemente en su jaula. A mí también me hubiera enterrado, si llego a quedarme. Si tuviera su dirección le escribiría, para que me viniera a enterrar. Me dormí. Me desperté en una cama, desvestido. Había llegado durante mi sueño al impudor de limpiarme, a juzgar por el hedor que había dejado de despedir. Me dirigí a la puerta. Cerrada con llave. A la ventana. Barrotes. Aún no había anochecido del todo. ¿Qué queda por probar, después de la puerta y la ventana? Tal vez la chimenea. Busqué mis vestidos. Encontré un interruptor y lo pulsé. Sin resultado. Vaya, qué situación. Todo ello me dejaba bastante indiferente. Encontré mis muletas apoyadas en un sillón. Sin duda el lector se extrañará de que yo hubiera podido efectuar sin su ayuda los movimientos anteriormente indicados. Me extraña. Al despertar no siempre me acuerdo de quién soy. Encontré en una silla un orinal blanco con un rollo de papel higiénico en su interior. No olvidaban detalle.

Samuel Beckett
Molloy

Primera de las novelas de la gran trilogía que completan «Malone muere» y «El innombrable», «Molloy» constituye el punto de arranque de la etapa iniciada por Samuel Beckett (1906-1989) tras la Segunda Guerra Mundial, caracterizada por el abandono del inglés en favor del francés como lengua literaria y el ahondamiento de la visión trágica del mundo contemporáneo a través de imágenes en las que lo grotesco sirve para potenciar al máximo el patetismo y desolación de la vida humana. La enajenación, la soledad, la falta de identidad y el anonimato condenan a los personajes del novelista irlandés a una lucha sin sentido con su propia existencia, para la que ni siquiera la aniquilación final de la muerte constituye ya una esperanza.

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