«Entonces mi padre murió en un duelo, por defender el honor de su padre», dijo el senador. En el diario de los Varela, en La Tribuna, se había mancillado, dijo, la memoria de Enrique Ossorio diciendo que había sido desde siempre y hasta su muerte un espía al servicio de Rosas, un traidor, un loco y un salvaje. «Se vistió de negro y fue a batirse en una quinta cerca del río. Jamás había manejado una pistola, era mitrista, era pálido, lo habían engendrado en un sótano. Jamás en su vida le había visto la cara al hombre cuya cara sería la última que viera en su vida». El padre del senador había dejado una nota que decía: «Son las cinco de la mañana. No me he movido en todo el día de mi casa. Todas las noticias que tengo del muy mandria ahijado de los señores que le sirven de padrinos en este lance», citó el senador lo que había escrito su padre, «me confirman en la certeza de que ese es para mí menos que nada, aunque estos caballeros hablen de él como si fuera gente, dejó dicho mi padre», dijo el senador. «M’hijita, le escribió a mi madre, si la desgracia es la que me está aguaitando en el campo de honor, sé que usted sabrá criar con decencia y en el amor a Dios, a la Patria y al general Mitre a ese hijo mío que lleva en las entrañas, o sea yo», dijo el senador. «Una madrugada clara de 1879 murió mi padre». Una brisa helada llegaba del río, solo se escuchaba el rumor suave del viento entre los árboles. «Mi padre se alzó las solapas del fraque, pero como temió que eso pudiera confundirse con un gesto de temor se quitó la chaqueta y su camisa blanca se destacó sobre el fondo oscuro de los algarrobos». El lance había sido concertado a diez pasos. «Mi padre no se santiguó porque no quiso que se viera que le temblaban las manos. Las dos pistolas se alzaron hacia el cielo y antes que se apagara el estampido de los disparos mi padre estaba muerto», dijo el senador.
«En esas épocas, en este país», dijo, «los gentlemen argentinos eran, sin saberlo, hegelianos. Solamente arriesgando la vida se mantiene la libertad, el que afronta hasta el fin el riesgo de la muerte se afirma así como señor, como pura autoconciencia. Se mataban, puede decirse, entre ellos porque ninguno quería ser un esclavo. Se mataban, entonces, entre ellos, estos señores, para probarse que eran caballeros argentinos y hombres de honor, con lo cual los caballeros argentinos y los hombres de honor disminuían. Lo que visto desde mi óptica actual, y dejando de lado mi lealtad filial, me parece, desde ya, una ventaja. De haber seguido esa costumbre quizás hubieran ido desapareciendo, uno detrás de otro, todos los gentlemen que han ayudado a convertir a este país en lo que ahora es. Era una especie de genocidio señorial: cualquier altercado, cualquier palabra cruzada a desgano se convertía de inmediato en un duelo. Había que terminar con esa costumbre que obligaba a los señores a matarse entre ellos para probar que eran caballeros argentinos, que sus padres, sus abuelos y sus bisabuelos habían sido caballeros argentinos. Ahora bien, fíjese usted, mi padre murió en ese duelo, en 1879, y fue el primer caso de crimen de honor presentado en el país ante un jurado y en sesión pública. Ese juicio en el que fue juzgado el hombre que había matado a mi padre en un duelo es un acontecimiento. Un acontecimiento», dijo el senador. Porque ¿qué era, dijo, un acontecimiento, cuál era, dijo, en ese caso, el acontecimiento? «No el duelo», dijo, «sino el acontecimiento de ese juicio». Un acontecimiento como aquel no era, en general, conservado por los historiadores y sin embargo, dijo, quien deseara conocer la significación de nuestro mundo moderno, el que deseara conocer qué se había abierto en el país justamente hacia 1880 debía saber descifrar allí el umbral mismo del cambio, de la transformación. Eso más o menos fue lo que dijo el senador respecto al duelo que había llevado a su padre al sepulcro. «Por primera vez, en el juicio llevado adelante contra el duelista que mató a mi padre, contra ese mandria asalariado de los Varela, la justicia se separó y se independizó de una mitología literaria y moral del honor que había servido de norma y de verdad. Por primera vez la norma de la pasión y del honor dejan de coincidir», dijo el senador, «y se instala una ética de las pasiones verdaderas. Porque en realidad estos caballeros, estos gentlemen, estos señores habían descubierto que era frente a otros, con otros frente a quienes debían probar quién era el esclavo. Habían descubierto», dijo el senador, «que tenían otro modo de probar su hombría y su caballerosidad y que podían seguir viviendo de cara a la muerte sin tener necesidad de matarse entre ellos, sino más bien uniéndose entre ellos para matar a quienes no se resignaban a reconocerles su condición de señores y de amos. Como por ejemplo», dijo, «a los inmigrantes, a los gauchos y a los indios. De modo», concluyó el senador, «que la muerte de mi padre en un duelo y el juicio posterior es un acontecimiento que, en cierto sentido, está ligado, o mejor, yo diría», dijo el senador, «que acompaña y permite explicar las condiciones y los cambios que llevaron al poder al general Julio Argentino Roca».
Ricardo Piglia
Antología personal
«Antología personal», del escritor y crítico literario argentino Ricardo Piglia, reúne ficciones, ensayos, conversaciones, cuentos e intervenciones públicas. Según refiere el propio autor, elaboran y registran imaginariamente experiencias vividas, pues en un mundo de vivencias virtuales, donde se ha perdido el sentido de la memoria privada, la utopía reside en construir artificialmente las mismas y tener como propias algunas que nunca lo han sido.
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