Con que soltemos ya la pluma y cojamos los pinceles. Dejemos a los hombres, y contemplemos a la Madre Naturaleza. Olvidemos las enfermedades físicas y morales que recuerda esa villa, y digamos todas las excelencias del cuadro que acababa de aparecer a nuestros ojos.
En primer lugar, descubrir a Lanjarón implicaba haber descubierto ya también el que tantas veces hemos llamado «revés de Sierra Nevada». No de toda la Sierra ciertamente…; pero sí de una de sus cúspides más importantes, de la segunda en categoría, de la más popular acaso; del Picacho de Veleta, en fin, heredero inmediato de la corona del Mulhacén.
En efecto: estábamos, por la banda del Sur, al pie del afortunado monte a cuyo lado opuesto habíamos dejado a Granada hacía pocas horas… ¡Solo que allá el galante coloso se eleva gradualmente sobre la hechicera ciudad, merced a una serie de transacciones con la llanura, mientras que en Lanjarón lo veíamos levantarse sobre nosotros casi verticalmente, áspero, altivo, abrumador, en toda la plenitud de su tiránica potestad!
Enterados de esto, imaginaos ahora las siguientes maravillas, acumuladas una sobre otra, como una edificación de titanes, desde la hondura del Valle de Lecrin hasta la región que rara vez logran escalar las nubes.
Poned en todo lo alto, destacándose en la inmensidad del cielo, a doce mil seiscientos ochenta pies de elevación, un disforme y atrevido cono de intacta nieve. Es el Picacho, el elegante califa de la Sierra, feudatario del inaccesible Gran Señor de aquel imperio.
Debajo del cono de nieve, colocad, aunque no las veáis, una meseta y unas hondonadas interiores, donde hay misteriosas lagunas, nacimientos de grandes ríos y resguardados ventisqueros. Todo aquello es el famoso Corral del Veleta.
Desgajad de esa especie de plataforma otro monte, o sea un nuevo cuerpo de tan inconmensurable edificio. Es Cerro Caballo, magnate del susodicho califato, cubierto también de nieve ante el rey.
Suponed, por último, en medio de este monte una segunda meseta, donde se encuentran mármoles parecidos al ámbar y al nácar, el llamado jaspe verde de Granada (que no es otro que la serpentina[25]) y todos los tesoros que enumeráremos más despacio cuando estudiemos a fondo la próvida Cordillera… De aquella segunda plataforma arranca el Cerro patrimonial de Lanjarón.
Este Cerro, loma o estribo, que todavía principia donde nunca ha reinado la primavera, y termina, debajo de nosotros, donde nunca ha reinado el invierno, no tiene tal vez igual en el mundo. Él solo, independientemente de la inmensa estratificación que acabamos de reseñar, ofrece el aspecto de una ciclópea torre de pisos, por el estilo de esas torres de Babel que se atreven a dibujarnos los ilustradores de la Biblia; o, más bien, simula un descomunal anfiteatro convexo, más alto que ancho, en cuyas gradas ha escalonado la Naturaleza una prodigiosa exposición de todo el reino vegetal.
Allá arriba, donde un perpetuo frío achica los robles, las encinas y los castaños, se crían el liquen del Spitzberg, la sablina de Noruega, el quebrantapiedras de Groenlandia y los sauces herbáceos de Laponia. Más abajo, donde los castaños y las encinas se agrandan, y aparecen ya los cerezos y manzanos silvestres, con los tejos, el boj, los aceres y los alisos, prodúcense la salvia, una manzanilla especial, la mejorana, el ajenjo, y otras plantas aromáticas y alpinas. Luego siguen los morales, los fresnos y las higueras: después los olivos, las vides y los granados: a continuación los naranjos y los limoneros; y, por último, la africana pita, la higuera chumba, el plátano de América y la palmera de los desiertos de Arabia. Añadid a esto, en ordenada progresión, todos los demás frutales, flores, semillas y cereales de las tres zonas en que se divide la Tierra, pues de ninguno falta allí un ejemplar, y formaréis una leve idea de la riqueza de aquel vergel, tan curioso como productivo.
Pues ¿qué diré de su hermosura?
Contábannos allí (y harto lo adivinábamos nosotros) que cuando dos meses después, en mayo, tienen pámpanos todas las vides y hojas todos los árboles (hasta aquellos que vegetan en las eternas nieves), Lanjarón es un sueño de poetas…
Lo que yo puedo asegurar es que, en marzo, cuando lo vimos nosotros, parecía un verdadero paraíso; pues, en la base del cerro, todo era ya verdor, y hasta fruto; en su cumbre, abundaban aquellos árboles que no pierden sus hojas en el invierno; y, en la parte intermedia, los almendros, los guindos, los cerezos, los perales y los duraznos, si no tenían hojas, tenían algo mejor: tenían flores, —ora cándidas, ora rosadas, ora bermejas, asemejándose a esos árboles fantásticos que creemos inverosimilitudes de la escenografía—. Combinad ahora todo esto con infinidad de espumosas cascadas, con las pintas rojas de las naranjas o las amarillas de los limones, con los vistosos matices de las piedras, con el blanco de la nieve y con el azul del cielo; agregad, en primer término, las bruscas líneas de las casas, la torre de la iglesia y el humo de los hogares, sirviendo como de alma humana a aquel portentoso conjunto; figuraos, en fin, al sol y a la sombra, con sus poéticos pinceles, armonizando colores, dulcificando tintas y estableciendo el pintoresco claroscuro de una composición tan prodigiosa, y tendréis otra leve idea del arrebatador espectáculo que había aparecido ante nuestros ojos.
Podía decirse que aquello era una fusión de las cuatro Estaciones, la síntesis del Valle y de la Alpujarra, un resumen de todas las maravillas de la Madre Sierra, la compendiosa sinfonía de todo nuestro viaje…
Y otras muchas cosas más podían decirse; pero nosotros dimos aquí punto a nuestra contemplación, pues nos devoraba la impaciencia por seguir marchando…
¡Cómo no… si ya estábamos a pocos minutos de la Alpujarra!
Pedro Antonio de Alarcón
La Alpujarra
Sesenta leguas a caballo precedidas por seis en diligencia
Este libro ocupa un lugar privilegiado en la historia de la literatura viajera escrita en castellano. Describe el corazón de la Sierra Nevada granadina, un territorio pleno de bellezas que conservaba intacto en el último tercio del siglo XIX el sabor arcaico de sus tradiciones populares, donde el autor quiere reconocer los últimos indicios de la herencia árabe de Andalucía. La capacidad descriptiva y evocadora de Alarcón alcanza sus máximas cotas literarias, lo que animará a los lectores a retomar el estudio de la comarca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario