Aliso (8) - Pasaron a mi lado dos ancianas cogidas del brazo: Buenas tardes, me dijeron, acaso por ser yo su acontecimiento de ese día.

Daría cualquier cosa por leer lo que dice mi padre que está escribiendo. Será a un tiempo la ficción de una vida y la vida de una ficción. ¿Podría ser de otro modo? Un hijo lo espera todo de un padre hasta el final. Recorremos las distintas edades, la infancia, la pubertad, la juventud, la edad adulta, pero se diría que en cada uno prevalece aquella en la que su padre es joven y fuerte, y el niño un ser feliz y confiado.
Me bastaría saber que mi padre se ha contado las cosas a sí mismo de otro modo. Ya he renunciado, por ejemplo, a que nos diga la verdad de lo que ocurrió en La Fonfría y el lugar en el que enterraron al padre de Graciano, pero me bastaría, repito, si en algún momento él se hubiera dicho: ¿Qué hicimos? ¿Estábamos locos?
Recuerdo a mi padre hace cuarenta años atormentado y sin un minuto de serenidad, obstinado y adusto. Como un hombre que trata de huir, y no sabe adonde. No pensaba en otra cosa que en la guerra, en mi casa no se hablaba en serio de nada más. Y sin embargo, cuando se mencionaba algún episodio de la guerra con alguna visita o algún extraño, recuerdo que quería escabullirse cuanto antes, se apresuraba a aclarar: En fin, son cosas que pasaron y que nunca más deberían pasar. No hay que hablar de ellas, y lo abrochaba indefectiblemente con esta frase: En nuestra casa no se habla de la guerra.
Al principio me parecía un ejercicio de cinismo, pues prácticamente no pasaba un solo día que por una u otra razón en casa no se recordara algo relacionado con ella, bien a Odón o los tiempos de Cerralba, que llevaban a la República y al «incendio» de modo ineluctable, bien los meses que mi padre pasó en el frente, recordados por él de una manera prodigiosa, día por día, hora por hora incluso, como si el miedo a morir y la posibilidad cierta de que pudiesen matarlo hubiesen actuado en su memoria con la fuerza de los reveladores y fijadores fotográficos que pegan las imágenes al papel de modo irreversible. ¿Unas sardinas? Las comparaba con las que comían en el frente. ¿El día de Nochebuena? Todas las Nochebuenas que pasó en la guerra vuelven a su memoria cada Nochebuena, así que cada Nochebuena seguimos en alguna de aquellas otras. Al boletín de noticias de Radio Nacional se le llamó «el parte» hasta que dejaron de oír la radio por la televisión, y aún hoy, cuando van a poner el telediario, sigue llamándolo así. De modo que no podía comprender cómo siendo aquel el tema de conversación más recurrente en la familia, podía asegurar tranquilamente que en nuestra casa no se hablaba de la guerra, como si hacerlo hubiese sido una muestra de mala educación o un pésimo ejemplo para los hijos. Y solo mucho después comprendí la verdad: en efecto, ese hablar de la guerra superficial y anecdótico, particular e inocuo, no ha sido propiamente un hablar, sino maniobras de distracción para no tener que referirse a las verdaderas consecuencias de todo cuanto hicieron.
El otro día me preguntó Raquel por qué había suprimido el apellido de mi padre de mi nombre. Le dije, no sé, quizá cosas de juventud. La verdad no me asusta, me cansa.
No, no fueron cosas de muchacho. Creo incluso que mi padre respiró tranquilo cuando empezaron a aparecer mis primeros escritos: el despecho de ver que su hijo mayor parecía renegar de su apellido quedaba mitigado, si no reparado, por la certeza de que nadie podría relacionarle con el autor de aquellos escritos emponzoñados por ideas y «embustes» que él y jóvenes como él combatieron, y por los que entregaron sus vidas Generoso, Senén, Aniceto o Ciriaco. Y esa es la palabra que empleaba siempre para los libros, y aún hoy sigue haciéndolo: emponzoñar.
Pero ese odio hacia la libertad de pensamiento no fue privativo suyo. Sin ir más lejos: hoy se ha publicado otro artículo de Savater a propósito de la decisión del juez Garzón, determinado a procesar a personas que ya han desaparecido, desde Franco al último responsable de la represión franquista, por delitos que ya han prescrito después de la amnistía general. Savater se limita a reflexionar sobre esta clase de audacia jurídica (da por supuesto que Garzón, que es un juez inteligente, sabe que su instrucción hace aguas, pero insinúa que la lleva adelante por razones de propaganda mediática) que nos dejaría a todos, de prosperar, en brazos de la indefensión jurídica característica de los regímenes totalitarios, incluido el franquismo que ese mismo juez pretende juzgar asistido de nobilísimas razones. Mariví irrumpió, agitando el periódico en el aire como la prueba de un gran crimen, y llenando de insultos soeces y desgreñados al autor del artículo, al que trataba de rebatir con los argumentos más ramplones. Se sentía no solo concernida por él, sino personalmente aludida, convencida de que el filósofo, al que por supuesto ni conoce, lo hubiese escrito contra ella o sus manifestaciones a la entrevistadora del reportaje de Izagre, también publicado en El País. Estaba tan agresiva que daba la impresión de que si esa mujer hubiese vivido en 1936, y hubiese estado en su mano, no me cabe la menor duda de que habría llevado a Savater a una checa, para empezar, pero si alguien le hubiese sugerido hoy tal estampa se lo habría tomado como una ofensa, convencida de ser una persona razonable y pacífica a la que solo mueven las causas altruistas y por supuesto la defensa de la democracia y la libertad.
Daría cualquier cosa por leer lo que mi padre dice estar escribiendo. Ayer, camino de Robledo, pasé por Cerralba. Mis padres raramente vuelven allí, como no sea al entierro de algún pariente.
Es hoy un pueblo muerto. Nadie, viéndolo, podría imaginar la importancia que tuvo. Donde estuvo la casa de mis abuelos, se levanta un feo edificio en el que hay una Caja de Ahorros. Me crucé con algunos viejos, del tiempo de mi padre. Me decía: me ven como un extraño, pero ninguno de ellos lo es para mí, acaso por nuestras venas corre la misma sangre, y desde luego, la misma historia. Fue un paseo desolador. Muchas casas cerradas, otras a medio terminar desde hace años, otras en ruinas, en algunas calles las tortas de estiércol del poco ganado que aún debe de quedar.
Caminé hasta las afueras. Estuve sobre el puente de piedra mucho rato, viendo el río, absorto. Pasaron a mi lado dos ancianas cogidas del brazo: Buenas tardes, me dijeron, acaso por ser yo su acontecimiento de ese día. El de allí es un paraje idílico, prados, negrillos, paleras, alisos. En un horizonte próximo se levantaban exhaustos unos montes viejos con robles de hojas nuevas y el alegato del brezo florecido. En la ribera los carrizos, otros prados, unos al lado de otros, las sebes o setos altos separándolos. Como naipes de un solitario, como las cartas de las partidas que juega mi padre con los muertos. Había una muchedumbre de pájaros, jilgueros, pinzones, lavanderas, chochines, carriceros. Cantaban a la vez, como una orquesta durante la afinación. Se diría que nadie más que ellos estaba trabajando. A lo lejos un pescador fustigaba con la cola de rata la corriente, que parecía avivar su marcha por tales latigazos.
Todo me pareció genuino y verdadero, los viejos con los que me crucé, las casas, aquellas dos mujeres que me miraron sin reparos, el puente, el río. Nació en mí la ilusión de una verdad inalcanzable. Tal vez mi padre ahora esté sintiendo estas mismas cosas, al fin y al cabo este fue su pueblo, donde transcurrieron los mejores años de su vida, los únicos en los que fue feliz, cuando aún vivían sus amigos muertos y su hermano. Su historia es la de su desdicha, y tal vez logre hablarnos de ella como le hablamos a la corriente del río al que decimos toda la verdad como a un extraño porque ha de llevársela lejos, a la mar, que es el morir.

Andrés Trapiello
Ayer no más

Un niño presencia el asesinato a sangre fría de su padre en los primeros días de la guerra. Setenta años después reconoce de forma fortuita en una calle de León a uno de los que participó en aquel desmán, un empresario conocido que se niega a confesar dónde lo enterraron. Testigo del encuentro es el hijo de este, José Pestaña, profesor universitario y miembro de una agrupación de la memoria histórica; este enfrentamiento entre víctima y victimario, y el deseo de Pestaña de conocer los hechos tanto como de que se haga justicia le enfrentará a su padre, pero también a quienes tratan de falsear el pasado con tal de justificar sus propios deseos de revancha.

Aliso (7) - El tiempo pasa. Ignora si son aún las habitaciones que dan al campo de centeno las que se alquilan por horas.

Iba vestida discretamente, con un traje sastre negro. Pero el pelo lo llevaba muy arreglado, sujeto por una flor gris, realzado por peinetas de oro; había puesto todo su cuidado en fijar el frágil peinado, un largo y espeso mechón negro que, al pasar junto al rostro, acentuaba la mirada clara, la hacía más inmensa, aun más afligida, y lo que sólo hubiera debido ser rozado por la mirada, que no podía dejarse al viento, sin que se destruyera, hubiera debido —Lol lo adivinaba— aprisionarse en un velo oscuro, para que llegado el momento oportuno fuera el único que malograra y destruyera la admirable sencillez, un solo gesto y entonces quedaría bañada en la caída de su cabellera, de la que Lol se acuerda de repente y vuelve a verla luminosamente yuxtapuesta a ésta. Se dice entonces que un día u otro se vería en la obligación de cortarse esa cabellera, la cansaba, amenazaba con encorvar sus hombros debido al peso, con desfigurarla debido a su volumen demasiado importante para sus ojos tan grandes, para su rostro tan menudo, de piel y de huesos tan finos. Tatiana Karl no se ha cortado el cabello, ha sostenido el desafío de tener demasiado.
¿Era así Tatiana, aquel día? ¿O un poco, completamente diferente? También llevaba los cabellos sueltos, a la espalda, llevaba ropas claras. No sé más.
Intercambiaron algunas palabras y se marcharon por ese mismo bulevar, más allá del paseo.
Caminaban a un paso uno del otro. Apenas hablaban.
Creo ver lo que Lol V. Stein debió de ver:
Entre ellos hay una armonía sorprendente que no procede de un conocimiento mutuo sino, precisamente al contrario, de su desprecio. Ambos tienen la misma expresión de consternación silenciosa, de miedo, de profunda indiferencia. Al acercarse, van más deprisa. Lol V. Stein acecha, los incuba, fabrica a esos amantes. Su aspecto no la engaña. No se aman. ¿Qué tiene que decir al respecto? Otros lo dirían, al menos. Ella, en cambio, no habla. Les unen otros lazos que no son los del sentimiento, ni los de la felicidad, se trata de otra cosa que no prodiga ni pena ni gloria. No son felices ni infelices. Su unión está hecha de insensibilidad, de un modo generalizado y que aprehenden momentáneamente, cualquier preferencia está proscrita. Están juntos, dos trenes que se cruzan muy de cerca, el paisaje carnal y vegetal es parecido a su alrededor, lo ven, no están solos. Se puede pactar con ellos. Por caminos contrarios han llegado al mismo resultado que Lol V. Stein, ellos a fuerza de hacer, de decir, de probar, de equivocarse, de irse y de volver, de mentir, de perder, de ganar, de avanzar, de volver otra vez, y Lol a fuerza de nada.
Hay una plaza por ocupar, que no logró cubrir en T. Beach, hace diez años. ¿Dónde? No quiere esta localidad de la ópera de T. Beach. ¿Cuál? Tendrá que contentarse con ésta para lograr por fin abrirse paso, avanzar un poco más hacia esa orilla lejana donde habitan los demás ¿Hacia qué? ¿Cuál es esa orilla?
El alto caserón, estrecho, en otro tiempo debió de ser bien una caserna, bien un edificio administrativo cualquiera. Una parte sirve de depósito de autobuses. La otra, es el Hôtel des Bois, de mala reputación pero el único al que las parejas de la ciudad pueden ir seguras. El bulevar se llama bulevar Des Bois, del que dicho hotel es el último número. En la fachada, hay una hilera de alisos muy viejos, algunos de ellos desaparecidos. Detrás se extiende un gran campo de centeno, llano, sin árboles.
Todavía hay sol en estas campiñas llanas, en estos campos.
Lol reconoce ese hotel por haber estado en él con Michael Richardson durante su juventud. Sin duda, ha llegado a veces hasta ahí durante sus paseos. Ahí fue donde Michael Richardson le hizo su juramento de amor. El recuerdo de la tarde invernal también ha sido sepultado en la ignorancia, en la lenta, cotidiana glaciación de S. Tahla bajo sus pasos.
Es una joven de S. Tahla quien, en este lugar, ha empezado a acicalarse —debió de durar meses— para el baile de T. Beach. Es desde ahí desde donde partió hacia el baile.
Lol pierde algún tiempo en el bulevar des Bois. No vale la pena seguirles desde el momento en que sabe adónde van. Su gran temor es ser reconocida por Tatiana Karl.
Cuando llega al hotel ya han subido.
Lol espera, en la calle. El sol se pone. Llega el crepúsculo, enrojecido, indudablemente triste. Lol espera.
Lol V. Stein está detrás del Hôtel des Bois, apostada en la esquina del edificio. El tiempo pasa. Ignora si son aún las habitaciones que dan al campo de centeno las que se alquilan por horas. Ese campo a unos metros de donde se halla, se sumerge, se sumerge cada vez más en una sombra verde y lechosa.
Una ventana se ilumina en el segundo piso del Hôtel des Bois. Las mismas habitaciones de su época.
La veo llegar. Muy deprisa, alcanza el campo de centeno, se deja deslizar, se encuentra sentada, se tiende. Ante ella, esa ventana iluminada. Pero Lol se halla lejos de su luz.

Marguerite Duras
El arrebato de Lol V. Stein

Todos saben que la extraña locura de Lol V. Stein tuvo su inicio en la sala de baile del casino municipal de T. Beach, donde su prometido sucumbió al hechizo de otra mujer. Todos piensan que Lol, quien asistió impávida al prolongado abrazo de ambos, no pudo resistir el abandono, el desamor. Todos se equivocan.
Han pasado diez años. Lol V. Stein se ha casado, se ha ido a vivir muy lejos, ha tenido hijos y parece completamente restablecida de su pasada postración. Ahora vuelve a S.Tahla, su ciudad natal, por donde realiza diariamente largos paseos. Allí reencuentra a Tatiana Karl, una antigua amiga de la infancia. A través de ella y de su amante, Jacques Hold —narrador de esta historia—, Lol intentará reconstruir las piezas del drama de amor absoluto e imposible que provocó su arrebato aquella noche de baile, en el casino de T. Beach.

Aliso (6) - ¿DE dónde me vendrá la impresión de que a la casa, aunque está igual, le falta casi todo?

DE dónde me vendrá la impresión de que a la casa, aunque está igual, le falta casi todo? Las habitaciones son las mismas con los mismos muebles y los mismos cuadros y no obstante no era así, no era esto, fotografías antiguas en lugar de mi madre, de mi padre, de las criadas de la cocina, y de la tos de mi abuelo rigiendo el mundo, no su presencia, no órdenes, la tos, un pañuelo le salía del bolsillo y le desordenaba el bigote, mi padre sujetaba el caballo a la argolla y después solo el rumor de la hierba que sí se mantiene, aunque seco y duro hasta después de la lluvia, en el balcón los campos que conozco y no conozco, la hilera de cipreses que llevaba al portón y más allá del portón con uno de los pilares caído los alcornoques y el trigo, el pueblo cada vez más distante donde las luces acentúan la oscuridad, un sitio de difuntos en cuyas calles cabalgaba abrazado a mi padre, asustado por los postigos vacíos y la certeza de que nos acechaban desde los alisos de la plaza en la época en que nada faltaba en casa, mi madre en el piso de arriba perfumando baúles, la taza de mi abuela en el plato y ella mirándome con ojos fijos de retrato que atravesaba generaciones venida de una merienda de mujeres con crenchas y caballeros con alzacuellos de celuloide y entonces yo pensaba si todo el mundo seguiría aquí trabando conversaciones que el reloj de péndulo ahogaba en su corazón pausado, una tarde encontré la taza y el plato en un rincón de la mesa camilla y la silla sin nadie, otra tarde los baúles del piso de arriba dejaron de oler, aunque en esa ocasión automóviles en el patio, hombres que me despeinaban con una lástima amigable
—El huérfano
mientras las criadas de la cocina amontonaban flores en la carretilla donde me dio la impresión de que el olor de los baúles se disipaba despacio, mi abuelo con corbata, él que no usaba corbata, usaba un botón de cobre que le cerraba el cuello y mi padre desprendiendo las riendas de la argolla, lo vi parado en una loma antes de cabalgar de nuevo, lo vieron desde el lado de fuera del cementerio observando las flores, pero lo que recuerdo mejor es un tordo en un ángel de escayola y la llovizna de octubre, gotas que no caían, cambiaban de posición bajo un cielo de borrajas, hombres con azadas, las cruces de los soldados que murieron en Francia en un arriate donde los arbustos crecían sin que los cortasen y se diría gimientes y mi padre a campo traviesa acosado por ladridos de perros y espantando gallinas, él que no hablaba con mi madre, no la saludaba siquiera, dormía en la habitación contigua a la cocina culpándola de la indiferencia de mi hermano, que sigue conmigo en esta casa en la que, aunque está igual, falta casi todo, las mismas escaleras, los jarrones, las cenefas, el caballo que no volvieron a montar y mi padre en el peldaño de la parte trasera, al atardecer, disparando sobre los conejos salvajes a medida que el pueblo empezaba a hervir de espectros y el moho de la ropa sustituía el perfume de los baúles, mi abuelo falleció años antes y nadie nos visitó excepto uno o dos hombres de su edad con un botón de cobre cerrándoles el cuello a los que a su vez nadie visitaba y empujarían sin flores hacia el cementerio que los tipos de las azadas abandonaron dejándonos en medio del trigo mustio y de la avena chamuscada y mi padre sin preocuparse por la avena, un extraño para mí como yo un extraño para él semejantes a los parientes de los retratos en lo que insisto en llamar casa por no encontrarle otro nombre, demasiado grande para nosotros con dos o tres palmeras y mi abuela
—El jardín

António Lobo Antunes
El archipiélago del insomnio

Comenzamos por una casa, por el sentimiento de una casa, un poder que viene desde hace mucho tiempo, cuando esa casa era la misma pero diferente, una heredad, un latifundio, cuando no faltaba nada: la familia, las sirvientas en la cocina, el administrador, los campos, el pueblo al fondo y la tos del abuelo rigiendo el mundo. El archipiélago del insomnio narra la historia de tres generaciones de una poderosa familia rural en tierras del interior de Portugal. La historia de un niño que fantasea con empujar a su hermano al interior de un pozo para ganarse la atención de su abuelo, de una criada que recoge sus cosas para instalarse en las habitaciones del señor de la casa y de un hombre que golpea a su padre con una escarda hasta matarlo. Las voces de los familiares vivos y muertos, un archipiélago de islas incomunicadas, se entremezclan en el relato para contar «la historia de tres generaciones de una familia entre dos nadas: aquella de la que vienen y aquella hacia la que se dirigen» (Mário Santos).
«Esto no es un libro, es un sueño.» Maria Alzira Seixo, Jornal de Letras, Artes e Ideias.

Aliso (5) - —¿Sano? —repitió tristemente Cadfael como un eco—. Habéis estado a poco de matar al chico. ¿Eran necesarios tres hombres para apresar a uno solo? Estaba aquí dentro, en el recinto de la abadía, ¿qué necesidad teníais de romperle la cabeza?

Aún faltaban unas tres horas para vísperas, en cuyo momento todo el mundo acudiría probablemente a la capilla y él podría entrar subrepticiamente por la garita de vigilancia, en caso de que el fornido guardián se hubiera retirado, o por la puerta occidental de la iglesia entre los fieles que asistieran al rezo del oficio. Entre tanto, no le convenía correr el riesgo de caer en la trampa. Buscó un cómodo escondrijo entre la alta hierba que crecía en la pendiente de la orilla del río, protegido por los arbustos en medio de un silencio en el que podría percibir cualquier pie que pisara la hierba o cualquier hombro que rozara las ramas de los alisos y los sauces dentro de un radio de unos cien metros, y pensó en Fortunata. No podía creer que corriera el peligro que ella imaginaba, pero tampoco podía alejar aquella sombra.
Al otro lado de la rápida y sinuosa corriente del Severn, centelleante bajo el sol, la colina de la ciudad se elevaba bruscamente y su larga muralla terminaba justo delante de su escondrijo en las imponentes torres de piedra arenisca del castillo, dando paso al camino real que conducía al norte desde la barbacana del castillo hacia Whitchurch y Wem. Elave hubiera podido vadear el río un poco más abajo y alejarse a toda prisa por aquel camino, ¡pero no pensaba hacerlo! No había cometido ningún delito, se había limitado a decir lo que consideraba correcto y no había en ello la menor muestra de blasfemia o falta de respeto a la Iglesia y no se retractaría de sus palabras ni huiría de sus afirmaciones, otorgando con ello un cómodo triunfo a sus acusadores.
No tenía ninguna posibilidad de saber qué hora era, pero, cuando le pareció que faltaba poco para vísperas, abandonó su escondrijo y regresó cautelosamente por el mismo camino hasta que vio entre los árboles la polvorienta blancura del camino, la gente que circulaba por él y el animado ajetreo alrededor de la garita de vigilancia. Tendría que esperar un poco antes de que tañera la campana de vísperas. Se desplazó cautelosamente en la espesura para ver si podía distinguir a alguno de sus perseguidores entre la gente que se estaba congregando frente a la puerta occidental de la iglesia. No reconoció a ninguno, aunque, en medio de aquel constante movimiento, no era fácil estar seguro. Al gigantón que vigilaba la entrada no se le veía por ninguna parte. La mejor oportunidad se le presentaría a Elave cuando sonara la campana y los chismosos que pasaban el rato conversando al sol se congregaran y entraran en la iglesia.
La oportunidad se le presentó con la velocidad de un rayo. Sonó la campana, los fieles reunieron a sus familias, saludaron a sus amistades y empezaron a entrar en la iglesia por la puerta occidental. Elave echó a correr y tuvo tiempo de mezclarse con ellos y ocultarse en la procesión sin que se oyera ninguna exclamación ni nadie le agarrara por el hombro. Ahora podía elegir entre seguir hacia la izquierda y entrar en la iglesia con las buenas gentes de la barbacana o bien atravesar la puerta abierta de la abadía, entrar en el gran patio Y dirigirse tranquilamente a la hospedería.
Si hubiera optado por entrar en la iglesia, todo hubiera ido bien, pero la tentación de entrar pausadamente en el patio como si regresara de un respetable paseo fue demasiado fuerte para él. Abandonó la protección de los fieles y entró por la puerta.
Desde la garita del portero a su izquierda se oyó un aullido triunfal cuyo eco se repitió en el camino que había dejado a su espalda. El gigantesco mozo del canónigo estaba hablando con el portero cual si aguardara al acecho, y dos de sus compañeros estaban regresando de una incursión en la ciudad. Los tres se abatieron de golpe sobre el prófugo. Una pesada estaca le golpeó la parte posterior de la cabeza y lo hizo tambalearse. Antes de que pudiera recuperar el equilibrio o el sentido, los musculosos brazos del gigantón lo rodearon mientras uno de los demás lo agarraba por el cabello y le echaba la cabeza hacia atrás. Elave lanzó un grito de rabia y agitó las manos y los pies para apartar a su atacante por detrás, mientras liberaba una mano de la presa del gigante y le propinaba un puñetazo en la nariz. Un segundo golpe en la cabeza lo hizo caer de rodillas medio aturdido. Oyó unas distantes voces protestando contra tamaña violencia en lugar sagrado y unos pies calzados con sandalias, corriendo a toda prisa sobre los adoquines. Por suerte para él, los monjes habían abandonado sus distintas ocupaciones y se estaban congregando en el patio tras haber oído la campana.
Fray Edmundo desde la enfermería y fray Cadfael desde la entrada del sendero que conducía al huerto corrieron para poner fin a aquella indecorosa lucha con los hábitos volando a su alrededor.
—¡Deteneos! ¡Deteneos inmediatamente! —gritó Edmundo, escandalizado ante aquella profanación mientras agitaba frenéticamente los brazos contra todos los agresores sin distinción.
Cadfael, más veloz, no perdió el tiempo en recriminaciones, sino que se acercó directamente a la estaca levantada y en trance de propinar un tercer golpe sobre la ya ensangrentada cabeza de la víctima, la detuvo en el aire y la retorció sin dificultad para arrebatársela a la mano que la blandía, arrancando de paso un grito de dolor al entusiasta mozo. Los tres cazadores dejaron de apalear al cautivo, pero lo sujetaron con fuerza, obligándole a levantarse del suelo e inmovilizándolo como si temieran que se les escapara de las manos y echara a correr como una liebre a través de la puerta.
—¡Ya le tenemos! —proclamaron casi al unísono—. ¡Es él, el hereje! Se quería largar, pero os lo hemos atrapado sano y salvo…
—¿Sano? —repitió tristemente Cadfael como un eco—. Habéis estado a poco de matar al chico. ¿Eran necesarios tres hombres para apresar a uno solo? Estaba aquí dentro, en el recinto de la abadía, ¿qué necesidad teníais de romperle la cabeza?

Ellis Peters
El aprendiz de hereje
Fray Cadfael 

Dos ilustres visitantes llegan a la abadía de San Pedro y San Pablo de Shrewsbury. El poderoso prelado Gerberto aparece rodeado de gran pompa; el caballero Guillermo de Lythwood lo hace en un ataúd, acompañado de su servidor Elave. Éste tiene la misión de conseguir que su señor sea enterrado en el recinto de la abadía, pero al parecer Guillermo estaba en entredicho por algunas opiniones heréticas. Gerberto lo aprovecha para oponerse a la inhumación. Las maniobras de Gerberto encuentran apoyo cuando se descubre que también Elave se hace —y hace en público— reflexiones que aquel considera heterodoxas. Además, la grave acusación de Gerberto está reforzada por el testimonio de Fortunata, una doncella enamorada de Elave. A estos acontecimientos, inesperadamente, los acompaña un asesinato.
Como de costumbre, fray Cadfael debe abandonar su herbario para colaborar con su amigo, el gobernador Hugo, en la resolución del caso. Una investigación en la que se entrecruzan el amor, el crimen y el debate teológico y que sólo la humanidad, perspicacia y sabiduría de Cadfael saben llevar a buen término.

Aliso (4) - —¡Santo Dios, qué panorama!

¿Qué ansias son ésas de pintar siempre la calamidad, la miseria y las imperfecciones de nuestra existencia, de sacar a luz gentes de los más apartados y perdidos rincones de nuestra patria? Pero ¿qué le vamos a hacer si así es la naturaleza del autor y si, con los achaques de su propia imperfección, es incapaz de pintar otra cosa que no sea la calamidad, siempre la miseria y las imperfecciones de nuestra existencia, sacando a luz gentes de los más apartados y perdidos rincones de nuestra patria? Otra vez, pues, nos encontramos en un rincón apartado y perdido. Por el contrario, ¡qué perdido se halla este rincón, qué alejamiento el suyo!
Al igual que la enorme muralla de una interminable fortaleza, con sus contrafuertes y sus almenas, a lo largo de más de mil verstas, se alzaban las montañas. Se alzaban majestuosamente sobre la infinita extensión de las llanuras; ora formaban muros cortados a pico con sus bloques arcillosos y calcáreos, rasgados por hendiduras y barrancos, ora se ofrecían agradablemente en forma de salientes redondeados y cubiertos por el verdor de los jóvenes arbustos, que destacaban por encima de los troncos cortados de los árboles, ora alteraban con las manchas negruzcas de los bosques que milagrosamente se habían salvado de los estragos del hacha. El río, ora seguía con toda fidelidad las vueltas y recodos de las orillas, ora penetraba en las llanuras formando meandros, refulgía como el fuego al sol, se escondía entre los alisos, pobos y abedules, y salía de allí victorioso, con acompañamiento de puentes, molinos y presas, que producían la impresión de estar corriendo tras él en cada vuelta.
En un paraje, la abrupta ladera de las elevaciones aparecía más espesamente adornada con los verdes rizos de los árboles. Debido a las anfractuosidades del barranco, y gracias a un hábil trabajo de repoblación, se habían reunido allí el Norte y el Sur del reino vegetal. El abeto, el roble, el peral silvestre, el cerezo, el arce y el espino, la acacia amarilla y el serbal, en los que se enredaba el lúpulo, ora se ayudaban unos a otros a subir, ora se asfixiaban mutuamente, trepando desde el pie hasta la cima de las montañas. Arriba de todo, en la misma cima, podía entreverse, mezclados con las copas verdes de los árboles, las rojas techumbres de unos edificios señoriales, detrás de los cuales se distinguían la techumbres de las cabañas y la parte de la mansión del señor, con un balcón de madera tallada y una gran ventana de medio punto.
Por encima de todo este conjunto de árboles y tejados se elevaba la vieja iglesia de madera con sus cinco cúpulas doradas que brillaban al sol. Las cinco cúpulas estaban rematadas por cinco cruces de oro labrado, sujetas mediante cadenas, asimismo de oro labrado, de tal forma que viéndolas de lejos daban la sensación de estar suspendidas en el aire sin apoyo de ninguna clase, reluciendo como monedas de oro. Y todo ello, las copas de los árboles, las cruces y las techumbres, aparecía reflejado graciosamente invertido en el río, donde los pobres sauces, con sus troncos llenos de agujeros, permanecían solitarios en sus orillas, al mismo tiempo que otros penetraban en el agua, hasta la cual descendían las ramas y las hojas, como contemplando la maravillosa imagen en aquellos lugares donde no se lo impedían las viscosas esponjas ni los amarillos nenúfares que flotaban entre el vivo verdor de la vegetación.
El paisaje era muy bello, pero aún lo era más contemplando a lo lejos desde lo alto del edificio. Ningún huésped o visitante se mostraba indiferente cuando se asomaba al balcón. El asombro los dejaba atónitos y sólo eran capaces de exclamar:
—¡Santo Dios, qué panorama!
Desde allí veíanse extensiones que no tenían principio ni fin: más allá de los prados, salpicados de pequeños bosques y molinos de agua, verdeaban diversos cinturones de espeso bosque; pasados los bosques, a través del aire que comenzaba a enturbiar la neblina, amarilleaban las arenas; y otra vez se extendían en la lejanía los bosques, de color azulado como el mar o la niebla; y otra vez seguían las arenas, más pálidas, pero que aún amarilleaban.
En el lejano horizonte se alzaban las crestas de unos montes gredosos, de una blancura deslumbradora incluso con el mal tiempo, como si sobre ellos brillara un sol perpetuo. Pero encima de su espléndida blancura, en las faldas, se veían, aquí y allá, como unas manchas humeantes de azulada niebla. Eran remotas aldeas, pero el ojo humano no alcanzaba a distinguirlas. Solamente la dorada cúpula de la iglesia, a la que el sol arrancaba chispas de oro, denotaba que allí había una importante localidad. Todo ello se hallaba sumido en un profundo silencio, un silencio que ni siquiera aparecía turbado por el eco del canto de las aves, que apenas llegaba hasta aquellos apartados rincones.
El visitante salía al balcón y tras pasarse las horas admirando el paisaje, sólo era capaz de exclamar:
—¡Santo Dios, qué panorama!

Nikolái Gógol
Almas muertas

Creador junto con Aleksandr Pushkin de la gran prosa rusa del siglo XIX que habría de prolongarse en Dostoievski, Tolstói y Chéjov, Nikolái Gógol plasmó en «Almas muertas» la misma visión ácida y satírica de Rusia que impregna sus «Historias de San Petersburgo». (L 5505), entre las que se cuentan relatos tan célebres como «La nariz» y «El abrigo». La publicación en 1842 de la presente novela, que alcanzó notable repercusión y levantó algún revuelo, le valió gran fama y consolidó su reputación de gran narrador. Su protagonista, Chichikov, pergeña el plan de comprar «almas muertas» —esto es, la propiedad de siervos fallecidos— para así poder pedir un crédito al Estado, con esta propiedad como aval, antes del siguiente censo. El relato de sus andanzas por la Rusia rural, así como de su resultado, es una de las cimas de la literatura de este país, en la que se puede apreciar el talento de Gógol no sólo para la sátira, sino también para la descripción de inolvidables caracteres.

Aliso (3) - Con que soltemos ya la pluma y cojamos los pinceles. Dejemos a los hombres, y contemplemos a la Madre Naturaleza. Olvidemos las enfermedades físicas y morales que recuerda esa villa, y digamos todas las excelencias del cuadro que acababa de aparecer a nuestros ojos.

Con que soltemos ya la pluma y cojamos los pinceles. Dejemos a los hombres, y contemplemos a la Madre Naturaleza. Olvidemos las enfermedades físicas y morales que recuerda esa villa, y digamos todas las excelencias del cuadro que acababa de aparecer a nuestros ojos.
En primer lugar, descubrir a Lanjarón implicaba haber descubierto ya también el que tantas veces hemos llamado «revés de Sierra Nevada». No de toda la Sierra ciertamente…; pero sí de una de sus cúspides más importantes, de la segunda en categoría, de la más popular acaso; del Picacho de Veleta, en fin, heredero inmediato de la corona del Mulhacén.
En efecto: estábamos, por la banda del Sur, al pie del afortunado monte a cuyo lado opuesto habíamos dejado a Granada hacía pocas horas… ¡Solo que allá el galante coloso se eleva gradualmente sobre la hechicera ciudad, merced a una serie de transacciones con la llanura, mientras que en Lanjarón lo veíamos levantarse sobre nosotros casi verticalmente, áspero, altivo, abrumador, en toda la plenitud de su tiránica potestad!
Enterados de esto, imaginaos ahora las siguientes maravillas, acumuladas una sobre otra, como una edificación de titanes, desde la hondura del Valle de Lecrin hasta la región que rara vez logran escalar las nubes.
Poned en todo lo alto, destacándose en la inmensidad del cielo, a doce mil seiscientos ochenta pies de elevación, un disforme y atrevido cono de intacta nieve. Es el Picacho, el elegante califa de la Sierra, feudatario del inaccesible Gran Señor de aquel imperio.
Debajo del cono de nieve, colocad, aunque no las veáis, una meseta y unas hondonadas interiores, donde hay misteriosas lagunas, nacimientos de grandes ríos y resguardados ventisqueros. Todo aquello es el famoso Corral del Veleta.
Desgajad de esa especie de plataforma otro monte, o sea un nuevo cuerpo de tan inconmensurable edificio. Es Cerro Caballo, magnate del susodicho califato, cubierto también de nieve ante el rey.
Suponed, por último, en medio de este monte una segunda meseta, donde se encuentran mármoles parecidos al ámbar y al nácar, el llamado jaspe verde de Granada (que no es otro que la serpentina[25]) y todos los tesoros que enumeráremos más despacio cuando estudiemos a fondo la próvida Cordillera… De aquella segunda plataforma arranca el Cerro patrimonial de Lanjarón.
Este Cerro, loma o estribo, que todavía principia donde nunca ha reinado la primavera, y termina, debajo de nosotros, donde nunca ha reinado el invierno, no tiene tal vez igual en el mundo. Él solo, independientemente de la inmensa estratificación que acabamos de reseñar, ofrece el aspecto de una ciclópea torre de pisos, por el estilo de esas torres de Babel que se atreven a dibujarnos los ilustradores de la Biblia; o, más bien, simula un descomunal anfiteatro convexo, más alto que ancho, en cuyas gradas ha escalonado la Naturaleza una prodigiosa exposición de todo el reino vegetal.
Allá arriba, donde un perpetuo frío achica los robles, las encinas y los castaños, se crían el liquen del Spitzberg, la sablina de Noruega, el quebrantapiedras de Groenlandia y los sauces herbáceos de Laponia. Más abajo, donde los castaños y las encinas se agrandan, y aparecen ya los cerezos y manzanos silvestres, con los tejos, el boj, los aceres y los alisos, prodúcense la salvia, una manzanilla especial, la mejorana, el ajenjo, y otras plantas aromáticas y alpinas. Luego siguen los morales, los fresnos y las higueras: después los olivos, las vides y los granados: a continuación los naranjos y los limoneros; y, por último, la africana pita, la higuera chumba, el plátano de América y la palmera de los desiertos de Arabia. Añadid a esto, en ordenada progresión, todos los demás frutales, flores, semillas y cereales de las tres zonas en que se divide la Tierra, pues de ninguno falta allí un ejemplar, y formaréis una leve idea de la riqueza de aquel vergel, tan curioso como productivo.
Pues ¿qué diré de su hermosura?
Contábannos allí (y harto lo adivinábamos nosotros) que cuando dos meses después, en mayo, tienen pámpanos todas las vides y hojas todos los árboles (hasta aquellos que vegetan en las eternas nieves), Lanjarón es un sueño de poetas…
Lo que yo puedo asegurar es que, en marzo, cuando lo vimos nosotros, parecía un verdadero paraíso; pues, en la base del cerro, todo era ya verdor, y hasta fruto; en su cumbre, abundaban aquellos árboles que no pierden sus hojas en el invierno; y, en la parte intermedia, los almendros, los guindos, los cerezos, los perales y los duraznos, si no tenían hojas, tenían algo mejor: tenían flores, —ora cándidas, ora rosadas, ora bermejas, asemejándose a esos árboles fantásticos que creemos inverosimilitudes de la escenografía—. Combinad ahora todo esto con infinidad de espumosas cascadas, con las pintas rojas de las naranjas o las amarillas de los limones, con los vistosos matices de las piedras, con el blanco de la nieve y con el azul del cielo; agregad, en primer término, las bruscas líneas de las casas, la torre de la iglesia y el humo de los hogares, sirviendo como de alma humana a aquel portentoso conjunto; figuraos, en fin, al sol y a la sombra, con sus poéticos pinceles, armonizando colores, dulcificando tintas y estableciendo el pintoresco claroscuro de una composición tan prodigiosa, y tendréis otra leve idea del arrebatador espectáculo que había aparecido ante nuestros ojos.
Podía decirse que aquello era una fusión de las cuatro Estaciones, la síntesis del Valle y de la Alpujarra, un resumen de todas las maravillas de la Madre Sierra, la compendiosa sinfonía de todo nuestro viaje…
Y otras muchas cosas más podían decirse; pero nosotros dimos aquí punto a nuestra contemplación, pues nos devoraba la impaciencia por seguir marchando…
¡Cómo no… si ya estábamos a pocos minutos de la Alpujarra!

Pedro Antonio de Alarcón
La Alpujarra
Sesenta leguas a caballo precedidas por seis en diligencia

Este libro ocupa un lugar privilegiado en la historia de la literatura viajera escrita en castellano. Describe el corazón de la Sierra Nevada granadina, un territorio pleno de bellezas que conservaba intacto en el último tercio del siglo XIX el sabor arcaico de sus tradiciones populares, donde el autor quiere reconocer los últimos indicios de la herencia árabe de Andalucía. La capacidad descriptiva y evocadora de Alarcón alcanza sus máximas cotas literarias, lo que animará a los lectores a retomar el estudio de la comarca.

Aliso (2) - ¿Qué fue lo que te dijo la vieja, la tía Rosa: que hay cosas que tienen que ser necesariamente, existan o no, tienen que ser con muchísima mayor razón que otras cosas que tal vez existen y a nadie le importa un comino si existen o no?

—Pero eso no es amor —dijo Quintín.
—¿Por qué no? Escucha, ahora, el porqué. ¿Qué fue lo que te dijo la vieja, la tía Rosa: que hay cosas que tienen que ser necesariamente, existan o no, tienen que ser con muchísima mayor razón que otras cosas que tal vez existen y a nadie le importa un comino si existen o no? Ahí está el motivo. Él no tenía tiempo todavía. ¡Jesús!, estoy cierto de que sabía que debía ser así. Como opinaba el abogado, no era ningún tonto; lo malo es que no era esa clase especial de no-tonto por quien lo tomaba el abogado. Seguramente adivinaba lo que iba a suceder. Es como si tú, después de pasar de largo junto al sorbete, absolutamente cierto de que llegarías adonde la botella de whisky, supieras, sin embargo, que mañana por la mañana desearás el sorbete; entonces, alargarás el brazo para tomar el whisky y comprenderás que quieres el sorbete en ese mismo instante, quizá ni siquiera llegaste hasta el aparador, quizá volviste los ojos hacia el champaña que está sobre la mesa, entre la cristalería sucia y el ajado damasco, y comprendiste de pronto que tampoco querías volver allí. No se trata de elegir entre el champaña, el whisky y el sorbete; sino que repentinamente (había comenzado ya la primavera en aquella región donde nunca había pasado él una primavera, y tú me has dicho que el norte del Misisipi es zona más recia que la Luisiana, llena de violetas y cornejos y flores tempranas sin aroma cuando todavía las noches y la tierra son un poco frías y los duros botones, apretados como el seno de las jovencitas, aparecen en los alisos y algarrobos, en las hayas y los arces, y hasta en los cedros había algo de juventud que él jamás había visto hasta entonces) descubres que lo único que quieres es ese sorbete y que no has deseado otra cosa desde largo tiempo, que lo has deseado desesperadamente; además, sabes que no tienes otro trabajo que el de tornarlo. No es que esté al alcance de cualquiera, no, está allí para ti, y te basta con mirar la copa para comprender que es como una flor: si otra mano la cogiera, se erizaría de espinas, pero no las tiene para tu mano. Y él no estaba habituado a eso, pues todas las otras copas, dispuestas y dóciles ante su voluntad no habían contenido sorbete, sino champaña o, por lo menos, vino de mesa. Más aun: el colegir que lo que sospechaba podía ser cierto, y el saber que podía ser verdadero o falso. Y quién podría asegurar si no fue quizá la posibilidad misma del incesto, puesto que todos los que hemos estado enamorados (sin tener hermanas: no sé lo que dirán los demás) sabemos lo que es la vana disipación del contacto carnal; quién no ha comprendido que, terminado ese breve todo, es menester alejarse del amor y el placer, recogiendo previamente nuestros propios desechos: sombreros, pantalones y zapatos que hemos de arrastrar por el mundo, y alejarnos, puesto que si los dioses perdonan y practican estas cosas y el inmenso acoplamiento soñador que flota, olvidado de todo, por encima del instante presuroso y molesto, el no era, es, fue, sólo constituye un requisito propio de elefantes y ballenas ligeros e inflados como gigantes globos. Pero es posible que, si hay también pecado, no se nos permita huir, desprendernos, regresar… ¿No es así?
Hizo una pausa; en ese momento hubiera sido fácil interrumpirle. Quintín podría haber hablado, pero no lo hizo. Permaneció sentado como antes con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, agobiados los hombros que se inclinaban hacia adelante, el rostro bajo, y un no sé qué pequeño que lo hacía parecer más menudo de lo que era en realidad por su estatura y esbeltez, esa mezcla de delicadeza de huesos y articulaciones que, a pesar de sus veinte años, conservaba aún un postrer eco de la adolescencia, en comparación con la querúbica corpulencia del que lo enfrentaba, menor en apariencia, pues su misma superioridad en peso y desplazamiento lo hacía parecer más joven: así como un rollizo muchachuelo de doce años parece también menos que el adolescente de catorce a quien lleva diez a quince kilogramos de peso, pues el niño de catorce poseyó antaño esa robustez y la perdió, vendiéndola (con o sin consentimiento previo) para obtener ese estado de doncellez que no es atributo de la niña ni del varón.
—No sé —repuso Quintín.
—Perfectamente —dijo Shreve—. Quizá yo tampoco lo sé. Sólo que, por Cristo, algún día has de enamorarte. No es posible que te venzan por ese camino. Sería algo así como si Dios, después de hacer nacer a Jesús y ver que tenía en Sus manos herramientas de carpintero, nunca le hubiera dado nada que hacer con ellas. ¿No crees esto?
—No sé —dijo Quintín. Permaneció inmóvil; Shreve lo observaba. Hasta cuando callaban, sus respiraciones se evaporizaban suave y silenciosamente en el aire sepulcral. Hacía rato habían sonado las campanas de la medianoche.
—¿Acaso quieres decir que no te importa? —Quintín no contestó nada—. Tienes razón. No lo digas, porque sabría queme estarías mintiendo. Pues bien, escucha entonces. Nunca tuvo que preocuparse por ese cariño porque él se cuidaba solo. Tal vez sabía que había un sino, una fatalidad que pesaba sobre él, como te dijo la tía Rosa de esas cosas que necesariamente tienen que ser, existan o no, para que haya un balance en los libros y se estampe la palabra PAGADO en la vieja página; y el que lleva esos libros, sea quien fuere, pueda sacarla de la carpeta y arrojarla al fuego, librarse de ella. Tal vez ya sabía que, cualquiera que fuere la obra del anciano, y buena o perversa su intención al realizarla, no sería él quien pagara al fin la cuenta; y ahora que la vejez lo había dejado en bancarrota, ¿quién había de pagarla sino sus dos hijos, los que él engendró? ¿No era así como se procedía antiguamente? El viejo, cargado de días, débil y ya incapaz de nuevos años, sería atrapado a la larga, y capitanes y acreedores dirían: «Anciano, ya no te queremos a ti». Y respondería: «A Dios sean dadas gracias, he engendrado en torno de mí, hijos que llevan el fardo de mis iniquidades y persecuciones; sí, tal vez, ellos librarán mis rebaños y manadas de la mano del enemigo a fin de que pueda reposar mis ojos en mis posesiones y mis siervos, sobre generaciones de ellos y ver mis descendientes centuplicados cuando el alma me abandone al fin». Él supo desde un principio que aquel amor se cuidaría por sí mismo. Posiblemente, por eso no tuvo que pensar en ella durante los tres meses que mediaron entre el de septiembre y aquella Navidad, mientras Enrique le hablaba de ella diciendo, con cada respiración: Mi vida y la suya han de existir dentro y encima de tu vida. Ya no era menester desperdiciar más tiempo en ese amor una vez que se presentó, disparándole el tiro por la culata; por eso Bon no se ocupó en escribirle cartas (a excepción de aquella última) que ella conservaba; por eso jamás se le declaró ni le dio un anillo para que la señora de Sutpen lo exhibiera por la comarca. Porque el sino pesaba también sobre ella: el mismo, demasiado anciano y débil ya para que nadie lo reclamase como pago de una deuda. Quizá Sutpen no tuvo que esperar siquiera a que él llegase, la Navidad siguiente, a verla, para comprenderlo todo; tal vez eso fue lo que resultó de los tres meses en que Enrique habló sin que Bon lo escuchase: No me hablan de una jovencita, de una doncella, sino de un estrecho terreno virgen, delicado y buen cercado de valladar, ya arado y dispuesto, de modo que sólo será necesario que yo arroje en él la simiente y lo acaricie nuevamente, alisándolo. La volvió a ver aquella Navidad y lo supo con certeza; luego lo olvidó, regresó a la universidad y no recordó siquiera que lo había olvidado, porque ya no tenía tiempo.

William Faulkner
¡Absalón, Absalón!

¡Absalón, Absalón! es una obra enigmática, ambigua, y de una complejidad técnica extraordinaria.
Cuatro narradores exploran las posibilidades de la aprehensión de la certeza y de la duda, de los límites del conocimiento humano, en una lucha por discernir la verdad a pesar de la ausencia de datos fundamentales para lograrlo.

Aliso (1) - (la muerte es absurda, degradante)

¡Velocidad! Si hubiese tenido que definir la muerte al asombrado pescador; al segador que dejó de limpiar su guadaña con un puñado de hierba; al ciclista que abrazaba aterrorizado un sauce joven en una orilla y acabó subido a la copa de un árbol más alto en la orilla opuesta, con su máquina y su amiga; a los caballos negros, boquiabiertos como gente con dentadura postiza ante mi desvanecimiento, habría exclamado una sola palabra: ¡velocidad! No es que haya tenido esos testigos rurales. Mi sensación de una velocidad prodigiosa, inexplicable y, a decir verdad, bastante absurda y degradante (la muerte es absurda, degradante) se habría transformado en un vacío perfecto, sin ningún pescador estupefacto, sin ninguna hoja de hierba ensangrentada por la mano que la sostenía, sin ningún punto de referencia. Imaginen ustedes a un viejo caballero, un autor distinguido cayendo velozmente de espaldas, más allá de sus pies separados y muertos, primero a través de esa abertura en el granito, después sobre un pinar, después entre brumosos regadíos, después entre márgenes de niebla infinita. ¡Imaginen ese espectáculo!
La locura me había acechado desde la infancia, tras un aliso o un guijarro. Fui habituándome a la mirada de esos vigilantes ojos color sepia que seguían mi rumbo imperturbablemente. Pero no sólo he conocido la muerte como una mala sombra. También la he visto en un relámpago de goce tan intenso y estremecedor que la ausencia de un objeto inmediato sobre el cual pudiera posarse era para mí una forma de evasión.
Por motivos prácticos —tales como mantener mente y cuerpo en equilibrio normal para no arriesgar mi vida o convertirme en una carga para amigos o gobiernos— prefería la variedad latente, el horror de ese acecho que por lo común provocaba la puñalada de la neuralgia, la angustia del insomnio, la lucha contra cosas inanimadas que nunca ocultaban su odio hacia mí (el botón huidizo que condesciende en dejarse encontrar, el broche para papeles, el esclavo ladrón que, insatisfecho con el par de cartas aburridas ya hurtadas, se las arregla para apoderarse de una hoja preciosa entre mis escritos), y que en el peor de los casos me producía un súbito espasmo de espacio, como esas visitas al dentista que se convierten en una fiesta inverosímil. Prefería el caos de esos ataques al vértigo de la locura que, fingiendo adornar mi existencia con formas especiales de inspiración, éxtasis mental y cosas parecidas, dejaría de bailar y revolotear a mi alrededor y se precipitaría sobre mí para mutilarme y, supongo, destruirme.

Vladimir Nabokov
¡Mira los arlequines!

Nabokov trata a menudo de despistar al lector apareciendo en sus propias novelas enmascarado bajo el nombre y la personalidad, mudable y tramposa, de sus narradores y personajes. «¡Mira los arlequines!» (1974), la última novela que escribió, constituye un brillante modelo a escala del universo literario de su autor, una prueba irrefutable de su complejo y excéntrico talento y un ejemplo más de cómo la literatura se cuela en la vida, de manera que, sin darse cuenta, la vida real de Nabokov se parece cada vez más a una novela de Nabokov.

Algarrobo (10) - —Agárrate bien que te vas a caer de espaldas, inconquistable —dijo el Mono—. Llegó Lituma.

Tocaron la puerta, Josefino Rojas salió a abrir y no encontró a nadie en la calle. Ya oscurecía, aún no habían encendido los faroles del jirón Tacna, una brisa circulaba tibiamente por la ciudad. Josefino dio unos pasos hacia la avenida Sánchez Cerro y vio a los León, en un banco de la plazuela, junto a la estatua del pintor Merino. José tenía un cigarrillo entre los labios, el Mono se limpiaba las uñas con un palito de fósforos.
—¿Quién se murió? —dijo Josefino—. Por qué esas caras de entierro.
—Agárrate bien que te vas a caer de espaldas, inconquistable —dijo el Mono—. Llegó Lituma.
Josefino abrió la boca pero no habló; estuvo pestañeando unos segundos, con una sonrisa perpleja y apática que fruncía todo su rostro. Comenzó a frotarse las manos, suavemente.
—Hace un par de horas, en el ómnibus de la Roggero —dijo José.
Las ventanas del Colegio San Miguel estaban iluminadas y, desde el portón, un inspector apuraba a los alumnos de la nocturna dando palmadas. Muchachos en uniforme venían conversando bajo los susurrantes algarrobos de la calle Libertad. Josefino se había metido las manos en los bolsillos.
—Sería bueno que vinieras —dijo el Mono—. Nos está esperando.
Josefino volvió a atravesar la avenida, cerró la puerta de su casa, regresó a la plazuela y los tres echaron a andar, en silencio. Unos metros después del jirón Arequipa, se cruzaron con el padre García que, envuelto en su bufanda gris, avanzaba doblado en dos, arrastrando los pies y jadeando. Les mostró el puño y gritó «¡impíos!». «¡Quemador!», repuso el Mono, y José «¡quemador!, ¡quemador!». Iban por la calzada de la derecha, Josefino al centro.
—Pero si los de la Roggero llegan de mañanita o de noche, nunca a estas horas —dijo Josefino.
—Se quedaron plantados en la cuesta de Olmos —dijo el Mono—. Se les reventó una llanta. La cambiaron y después se les reventaron otras dos. Vaya suertudos.
—Nos quedamos helados cuando lo vimos —dijo José.
—Quería salir a festejar ahí mismo —dijo el Mono—. Lo dejamos alistándose mientras veníamos a buscarte.
—Me ha tomado desprevenido, maldita sea —dijo Josefino.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —dijo José.
—Lo que tú mandes, primo —dijo el Mono.
—Tráiganse al coleguita, entonces —dijo Lituma—. Nos tomaremos unas copitas con él. Vayan a buscarlo, díganle que volvió el inconquistable número cuatro. A ver qué cara pone.
—¿Estás hablando en serio, primo? —dijo José.
—Muy en serio —dijo Lituma—. Ahí traje unas botellas de Sol de Ica, nos vaciaremos una con él. Tengo unas ganas de verlo, palabra. Vayan, mientras me cambio de ropa.
—Ves que habla de ti dice el coleguita, el inconquistable —dijo el Mono—. Te estima tanto como a nosotros.
—Me imagino que se los comió a preguntas —dijo Josefino—. ¿Qué le inventaron?
—Te equivocas, no hablamos de eso para nada —dijo el Mono—. Ni siquiera la nombró. A lo mejor se ha olvidado de ella.
—Ahora que lleguemos nos soltará una andanada de preguntas —dijo Josefino—. Hay que arreglar esto hoy mismo, antes que le vayan con el cuento.

Mario Vargas Llosa
La casa verde

¿Cuál es el secreto que encierra La casa verde? La casa verde ocurre en dos lugares muy alejados entre sí, Piura, en el desierto del litoral peruano, y Santa María de Nieva, una factoría y misión religiosa perdida en el corazón de la Amazonía. Símbolo de la historia es la mítica casa de placer que don Anselmo, el forastero, erige en las afueras de Piura. Novela ejemplar en la historia del boom latinoamericano, La casa verde es una experiencia ineludible para todo aquel que quiera conocer en profundidad la obra narrativa de Mario Vargas Llosa. La casa verde (1965) recibió al año siguiente de su publicación el Premio de la Crítica y, en 1967, el Premio Internacional de Literatura Rómulo Gallegos a la mejor novela en lengua española.

Algarrobo (9) - Masticando un almendruco o un tallo de hinojo, se para al borde de los campos a contemplar el majestuoso oleaje de los trigales bajo el sol, el sosegado vaivén de las espigas en un mar de oro

Se conoce palmo a palmo el antiguo camino de carro que va del pueblo a la viña, subiendo con meandros hasta más arriba del caserío llamado misteriosamente La Carroña, y le gusta sumergirse en el polvo blanco de esta vereda solitaria y aturdirse con el chirrido de las cigarras. Es un día de julio luminoso y con viento. El camino apenas alcanza los tres kilómetros, pero contiene una expansión del tiempo y de los sueños que cubrirá más de cuarenta años. Donde sea que vaya en el futuro, desde esa mañana en la que, solo, pero a trechos flanqueado por Mowgli y luego por Winnetou, emprende el camino llevando colgada del brazo la cesta de la comida para el abuelo, que le espera sulfatando la viña, dondequiera que el día de mañana la vida le lleve, sus pies estarán pisando este camino y volverán a levantar hasta su nariz un polvo con aromas de esparto y estiércol y uvas aplastadas, y algo de ese polvo germinal lo acompañará siempre. No hay ni puede haber ningún otro camino en el mundo como este, piensa todavía hoy, ninguno que haya emprendido tantas veces con la memoria.
Masticando un almendruco o un tallo de hinojo, se para al borde de los campos a contemplar el majestuoso oleaje de los trigales bajo el sol, el sosegado vaivén de las espigas en un mar de oro que se prolonga de un bancal a otro hasta las zonas boscosas al pie de la lejana serranía de Castellví de la Marca, más allá de las tierras de barbecho, los extensos viñedos y las suaves lomas de almendros y algarrobos. A veces, al atardecer, de regreso al pueblo, una efusión rosada que llega de poniente cabalga pausadamente sobre las ondas de los trigales en dirección a un sombrío horizonte. Bajo un cielo estriado de nubes, escucha el silbido del viento en los cables del tendido eléctrico y también el silencio sobre los campos labrados, observa la simétrica languidez y continuidad de los surcos umbríos, el levísimo polvo rojo que flota inmóvil sobre los caballones, y entonces cree captar la fugacidad del tiempo y piensa en el misterio y la certeza de la muerte.
Cumplido el encargo y de vuelta al pueblo, en las cercanías del bosque de Sant Pau se reencuentra con Winnetou y Old Shatterhand y juntos deciden otra ruta en la pradera sin límites, barrida también por el viento, hasta llegar a casa donde la abuela, muy seria, le espera para comer en un santiamén y llevarlo a la escuela en busca del señor Benito, el maestro. Se acabó eso de andar por ahí todo el santo día sin hacer nada de provecho, dice la abuela, se acabaron las escapadas con la pandilla de tu amigo Ramón Bartra para ir a nadar desnudos en las albercas, robar melocotones y sandías y esconderse en los trigales con pinturas en la cara y plumas en la cabeza, se acabó.
—Mientras estés aquí conmigo, irás a la escuela. Te guste o no. Me quedaré más tranquila.

Juan Marsé
Caligrafía de los sueños

A mediados de los cuarenta, Ringo es un chiquillo de quince años que pasa las horas muertas en el bar de la señora Paquita, moviendo los dedos sobre la mesa, como si repasara las lecciones de piano que su familia ya no puede pagarle.
En esa taberna del barrio de Gracia, el chaval es testigo de la historia de amor de Vicky Mir y el señor Alonso: ella, una mujer entrada en años y en carnes, masajista de profesión, ingenua y enamoradiza; él, un cincuentón apuesto que ha acabado instalándose en su casa. Allí viven junto a Violeta, la hija de la señora Mir, hasta que sucede algo inesperado: un domingo por la tarde, Vicky se echa a las vías muertas de un tranvía intentando un suicidio imposible y patético, y el señor Alonso desaparece para no volver. Lo único que queda de él es una carta que prometió escribir y que Vicky estará esperando y deseando hasta la locura, mientras Violeta mueve sus espléndidas caderas por el barrio, hosca e indiferente a los halagos.
Espléndido relato de iniciación al deseo y a la escritura, Caligrafía de los sueños es la primera novela que Juan Marsé publica tras la concesión del Premio Cervantes en 2009.

Algarrobo (8) - Fue su vida una continua batalla con la sequía, un incesante mirar al cielo, temblando de emoción cada vez que una nubecilla negra asomaba en el horizonte.

Batiste, al inspeccionar las incultas tierras, se dijo que había allí trabajo para largo rato.
Mas no por esto sintió desaliento. Era un varón enérgico, emprendedor, avezado a la lucha para conquistar el pan. Allí lo había «muy largo», como decía él, y además se consolaba recordando que en peores trances se había visto.
Su vida pasada era un continuo cambio de profesión, siempre dentro del círculo de la miseria rural, mudando cada año de oficio, sin encontrar para su familia el bienestar mezquino que constituía toda su aspiración.
Cuando conoció a su mujer, era mozo de molino en las inmediaciones de Sagunto. Trabajaba entonces «como un lobo» —así lo decía él— para que en su vivienda no faltase nada; y Dios premió su laboriosidad enviándole cada año un hijo, hermosas criaturas que parecían nacer con dientes, según la prisa que se daban en abandonar el pecho maternal para pedir pan a todas horas.
Resultado: que hubo de abandonar el molino y dedicarse a carretero, en busca de mayores ganancias.
La mala suerte le perseguía. Nadie como él cuidaba el ganado y vigilaba la marcha. Muerto de sueño, jamás se atrevía, como los compañeros, a dormir en el carro, dejando que las bestias marchasen guiadas por su instinto. Vigilaba a todas horas, permanecía siempre junto al rocín delantero, evitando los baches profundos y los malos pasos; y sin embargo, si algún carro volcaba era el suyo; si algún animal caía enfermo a causa de las lluvias era seguramente de Batiste, a pesar del cuidado paternal con que se apresuraba a cubrir los flancos de sus bestias con gualdrapas de arpillera apenas caían cuatro gotas.
En unos cuantos años de fatigosa peregrinación por las carreteras de la provincia, comiendo mal, durmiendo al raso y sufriendo el tormento de pasar meses enteros lejos de la familia, a la que adoraba con el afecto reconcentrado de hombre rudo y silencioso, Batiste sólo experimentó pérdidas y vio su situación cada vez más comprometida.
Se le murieron los rocines y tuvo que entramparse para comprar otros. Lo que le valía el continuo acarreo de pellejos hinchados de vino o de aceite perdíase en manos de chalanes y constructores de carros, hasta que llegó el momento en que, viendo próxima su ruina, abandonó el oficio.
Tomó entonces unas tierras cerca de Sagunto: campos de secano, rojos y eternamente sedientos, en los cuales retorcían sus troncos huecos algarrobos centenarios o alzaban los olivos sus redondas y empolvadas cabezas.
Fue su vida una continua batalla con la sequía, un incesante mirar al cielo, temblando de emoción cada vez que una nubecilla negra asomaba en el horizonte.
Llovió poco, las cosechas fueron malas durante cuatro años, y Batiste no sabía ya qué hacer ni adónde dirigirse, cuando en un viaje a Valencia conoció a los hijos de don Salvador, unos excelentes señores (Dios les bendiga), que le dieron aquella hermosura de campos, libres de arrendamiento por dos años, hasta que recobrasen por completo su estado de otros tiempos.
Algo oyó él de lo que había sucedido en la barraca, de las causas que obligaban a los dueños a conservar improductivas tan hermosas tierras; pero ¡había transcurrido tanto tiempo!… Además, la miseria no tiene oídos; a él le convenían los campos, y en ellos se quedaba. ¿Qué le importaban las historias viejas de don Salvador y el tío Barret?…
Todo lo despreciaba y olvidaba contemplando sus tierras. Y Batiste sentíase poseído de un dulce éxtasis al verse cultivador en la huerta feraz que tantas veces había envidiado cuando pasaba por la carretera de Valencia a Sagunto.
Aquello eran tierras: siempre verdes, con las entrañas incansables engendrando una cosecha tras otra, circulando el agua roja a todas horas como vivificante sangre por las innumerables acequias y regadoras que surcaban su superficie como una complicada red de venas y arterias; fecundas hasta alimentar familias enteras con cuadros que, por lo pequeños, parecían pañuelos de follaje. Los campos secos de Sagunto recordábalos como un infierno de sed, del que afortunadamente se había librado.
Ahora se veía de veras en el buen camino. ¡A trabajar! Los campos estaban perdidos; había allí mucho que hacer; pero ¡cuando se tiene buena voluntad!… Y desperezándose, este hombretón recio, musculoso, de espaldas de gigante, redonda cabeza trasquilada y rostro bondadoso sostenido por un grueso cuello de fraile, extendía sus poderosos brazos, habituados a levantar en vilo los sacos de harina y los pesados pellejos de la carretería.
Tan preocupado estaba con sus tierras, que apenas si se fijó en la curiosidad de los vecinos.
Asomando las inquietas cabezas por entre los cañares o tendidos sobre el vientre en los ribazos, le contemplaban hombres, chicuelos y hasta mujeres de las inmediatas barracas.
Batiste no hacía caso de ellos. Era la curiosidad, la expectación hostil que inspiran siempre los recién llegados. Bien sabía él lo que era aquello; ya se irían acostumbrando. Además, tal vez les interesaba ver cómo ardía la miseria que diez años de abandono habían amontonado sobre los campos de Barret.
Y ayudado por su mujer y los chicos, empezó a quemar al día siguiente de su llegada toda la vegetación parásita.
Los arbustos, después de retorcerse entre las llamas, caían hechos brasas, escapando de sus cenizas asquerosos bichos chamuscados. La barraca aparecía como esfumada entre las nubes de humo de estas luminarias, que despertaban sorda cólera en toda la huerta.
Una vez limpias las tierras, Batiste, sin perder tiempo, procedió a su cultivo. Muy duras estaban; pero él, como labriego experto, quería trabajarlas poco a poco, por secciones; y marcando un cuadro cerca de su barraca, empezó a remover la tierra ayudado por su familia.
Los vecinos burlábanse de todos ellos con una ironía que delataba su sorda irritación. ¡Vaya una familia! Eran gitanos como los que duermen debajo de los puentes. Vivían en la vieja barraca lo mismo que los náufragos que se aguantan sobre un buque destrozado: tapando un agujero aquí, apuntalando allá, haciendo verdaderos prodigios para que se sostuviera la techumbre de paja, distribuyendo sus pobres muebles, cuidadosamente fregoteados, en todos los cuartos, que eran antes madriguera de ratones y sabandijas.
En punto a laboriosos, eran como un tropel de ardillas, no pudiendo permanecer quietos mientras el padre trabajaba. Teresa la mujer y Roseta la hija mayor, con las faldas recogidas entre las piernas y azadón en mano, cavaban con más ardor que un jornalero, descansando solamente para echarse atrás las greñas caídas sobre la sudorosa y roja frente. El hijo mayor hacía continuos viajes a Valencia con la espuerta al hombro, trayendo estiércol y escombros, que colocaba en dos montones, como columnas de honor, a la entrada de la barraca. Los tres pequeñuelos, graves y laboriosos, como si comprendiesen la grave situación de la familia, iban a gatas tras los cavadores, arrancando de los terrones las duras raíces de los arbustos quemados.
Duró esta faena preparatoria más de una semana, sudando y jadeando la familia desde el alba a la noche.
La mitad de las tierras estaban removidas. Batiste las entabló y labró con ayuda del viejo y animoso rocín, que parecía de la familia.
Había que proceder a su cultivo; estaban en San Martín, la época de la siembra, y el labrador dividió la tierra roturada en tres partes. La mayor para el trigo, un cuadro más pequeño para plantar habas y otro para el forraje, pues no era cosa de olvidar al Morrut, el viejo y querido rocín. Bien se lo había ganado.
Y con la alegría del que después de una penosa navegación descubre el puerto, la familia procedió a la siembra. Era el porvenir asegurado. Las tierras de la huerta no engañaban; de allí saldría el pan para todo el año.
La tarde en que se terminó la siembra vieron avanzar por el inmediato camino unas cuantas ovejas de sucios vellones, que se detuvieron medrosas en el límite del campo.
Tras ellas apareció un viejo apergaminado, amarillento, con los ojos hundidos en las profundas órbitas y la boca circundada por una aureola de arrugas. Iba avanzando lentamente, con pasos firmes, pero con el cayado por delante tanteando el terreno.
La familia le miró con atención. Era el único que en las dos semanas que allí estaban se atrevía a aproximarse a las tierras. Al notar la vacilación de sus ovejas, gritó para que pasasen delante.
Batiste salió al encuentro del viejo pastor. No se podía pasar: las tierras estaban ahora cultivadas. ¿No lo sabía?…
Algo de ello había oído el tío Tomba; pero en las dos semanas anteriores había llevado su rebaño a pastar los hierbajos del barranco de Carcaixet, sin preocuparse de estos campos… ¿De veras que ahora estaban cultivados?
Y el anciano pastor avanzaba la cabeza haciendo esfuerzos para ver con sus ojos casi muertos al hombre audaz que osaba realizar lo que toda la huerta tenía por imposible.
Calló un buen rato, y al fin comenzó a murmurar tristemente:
«Muy mal; él también, en su juventud, había sido atrevido: le gustaba llevar a todos la contraria. ¡Pero cuando son muchos los enemigos!… Muy mal; se había metido en un paso difícil. Aquellas tierras, después de lo del pobre Barret, estaban malditas. Podía creerle a él, que era viejo y experimentado: le traerían desgracia».
Y el pastor llamó a su rebaño, le hizo emprender la marcha por el camino, y antes de alejarse se echó la manta atrás, alzando sus descamados brazos, y con cierta entonación de hechicero que augura el porvenir o de profeta que husmea la ruina, le gritó a Batiste:
—Creume, fill meu: ¡te portarán desgrasia![4]…
De este encuentro surgió un motivo más de cólera para toda la huerta.
El tío Tomba ya no podía meter sus ovejas en aquellas tierras, después de diez años de pacífico disfrute de sus pastos.
Nadie decía una palabra sobre la legitimidad de la negativa de su ocupante al estar el terreno cultivado. Todos hablaban únicamente de los respetos que merecía el anciano pastor, un hombre que en sus mocedades se comía los franceses crudos, que había visto mucho mundo, y cuya sabiduría, demostrada con medias palabras y consejos incoherentes, inspiraba un respeto supersticioso a la gente de las barracas.
Cuando Batiste y su familia vieron henchidas de fecunda simiente las entrañas de sus tierras, pensaron en la vivienda, a falta de trabajo más urgente.
El campo haría su deber. Ya era hora de pensar en ellos mismos.
Y por primera vez desde su llegada a la huerta, salió Batiste de las tierras para ir a Valencia a cargar en su carro todos los desperdicios de la ciudad que pudieran serle útiles.
Aquel hombre era una hormiga infatigable para la rebusca. Los montones formados por Batistet se agrandaron considerablemente con las expediciones del padre. La giba de estiércol, que formaba una cortina defensiva ante la barraca, creció rápidamente, y más allá amontonáronse centenares de ladrillos rotos, maderos carcomidos, puertas destrozadas, ventanas hechas astillas, todos los desperdicios de los derribos de la ciudad.
Contempló con asombro la gente de la huerta la prontitud y buena maña de los laboriosos intrusos para arreglarse su vivienda.
La cubierta de paja de la barraca apareció de pronto enderezada; las costillas de la techumbre, carcomidas por las lluvias, fueron reforzadas unas y sustituidas otras; una capa de paja nueva cubrió los dos planos pendientes del exterior. Hasta las crucecitas de sus extremos fueron sustituidas por otras que la navaja de Batiste trabajó cucamente, adornando sus aristas con dentelladas muescas; y no hubo en todo el contorno techumbre que se irguiera más gallarda.
Los vecinos, al ver cómo se reformaba la barraca de Barret, colocándose recta la montera, veían en esto algo de burla y de reto.
Después empezó la obra de abajo. ¡Qué modo de utilizar los escombros de Valencia!… Las grietas desaparecieron, y terminado el enlucido de las paredes, la mujer y la hija las enjalbegaron de un blanco deslumbrante. La puerta nueva y pintada de azul, parecía madre de todas las ventanillas, que asomaban por los huecos de las paredes sus cuadradas caras del mismo color. Bajo la parra hizo Batiste una plazoleta, pavimentada con ladrillos rojos, para que las mujeres cosieran allí en las horas de la tarde. El pozo, después de una semana de descensos y penosos acarreos, quedó limpio de todas las piedras y la basura con que la pillería huertana lo había atiborrado durante diez años, y otra vez su agua limpia y fresca volvió a subir en musgoso pozal, con alegres chirridos de la garrucha, que parecía reírse de las gentes del contorno con una estridente carcajada de vieja maliciosa.
Devoraban los vecinos su rabia en silencio. ¡Ladrón, más que ladrón! ¡Vaya un modo de trabajar!… Aquel hombre parecía poseer con sus membrudos brazos dos varitas mágicas que lo transformaban todo al tocarlo.
Diez semanas después de su llegada, aún no había salido de sus tierras media docena de veces. Siempre en ellas, la cabeza metida entre los hombros y el espinazo doblegado, embriagándose en su labor; y la barraca de Barret presentaba un aspecto coquetón y risueño, como jamás lo había tenido en poder de su antiguo ocupante.
El corral, cercado antes con podridos cañizos, tenía ahora paredes de estacas y barro, pintadas de blanco, sobre cuyos bordes correteaban las rubias gallinas y se inflamaba el gallo, irguiendo su cabeza purpúrea… En la plazoleta, frente a la barraca, florecían macizos de dompedros y plantas trepadoras. Una fila de pucheros desportillados pintados de azul servían de macetas sobre el banco de rojos ladrillos, y por la puerta entreabierta —ah, fanfarrón— veíase la cantarera nueva, con sus chapas de blancos azulejos y sus cántaros verdes de charolada panza: un conjunto de reflejos insolentes que quitaban la vista al que pasaba por el inmediato camino.
Todos, en su furia creciente, acudían a Pimentó. ¿Podía esto consentirse? ¿Qué pensaba hacer el temible marido de Pepeta?
Y Pimentó se rascaba la frente oyéndoles, con cierta confusión.
¿Qué iba a hacer?… Su propósito era decirle dos palabritas a aquel advenedizo que se metía a cultivar lo que no era suyo; una indicación muy seria para que no «fuese tonto» y se volviera a su tierra, pues allí nada tenía que hacer. Pero el tal sujeto no salía de sus campos, y no era cosa de ir a amenazarle en su propia casa. Esto sería «dar el cuerpo» demasiado, teniendo en cuenta lo que podría ocurrir luego. Había que ser cauto y guardar la salida. En fin… un poco de paciencia. Él, lo único que podía asegurar es que el tal sujeto no cosecharía el trigo, ni las habas, ni todo lo que había plantado en los campos de Barret. Aquello sería para el demonio.
Las palabras de Pimentó tranquilizaban a los vecinos, y éstos seguían con mirada atenta los progresos de la maldita familia, deseando en silencio que llegase pronto la hora de su ruina.
Una tarde volvió Batiste de Valencia, muy contento del resultado de su viaje. No quería en su casa brazos inútiles. Batistet, cuando no había labor en el campo, buscaba ocupación yendo a la ciudad a recoger estiércol. Quedaba la chica, una mocetona que, terminado el arreglo de la barraca, no servía para gran cosa, y gracias a la protección de los hijos de don Salvador, que se mostraban contentísimos con el nuevo arrendatario, acababa de conseguir que la admitiesen en una fábrica de sedas.
Desde el día siguiente, Roseta formaría parte del rosario de muchachas que, despertando con la aurora, iban por todas las sendas con la falda ondeante y la cestita al brazo camino de la ciudad, para hilar el sedoso capullo entre sus gruesos dedos de hijas de la huerta.
Al llegar Batiste a las inmediaciones de la taberna de Copa, un hombre apareció en el camino saliendo de una senda inmediata y marchó hacia él lentamente, dando a entender su deseo de hablarle.
Batiste se detuvo, lamentando en su interior no llevar consigo ni una mala navaja, ni una hoz, pero sereno, tranquilo, irguiendo su cabeza redonda con la expresión imperiosa tan temida por su familia y cruzando sobre el pecho los forzudos brazos de antiguo mozo de molino.
Conocía a aquel hombre, aunque jamás había hablado con él. Era Pimentó.
Al fin ocurría el encuentro que tanto había temido.
El valentón midió con una mirada al odiado intruso, y le habló con voz melosa, esforzándose por dar a su ferocidad y mala intención un acento de bondadoso consejo.
Quería decirle dos razones: hacía tiempo que lo deseaba; pero ¿cómo hacerlo, si nunca salía de sus tierras?
—Dos rahonetes no més…[5]
Y soltó el par de razones, aconsejándole que dejase cuanto antes las tierras del tío Barret. Debía creer a los hombres que le querían bien, a los conocedores de las costumbres de la huerta. Su presencia allí era una ofensa, y la barraca casi nueva un insulto a la pobre gente. Había que seguir su consejo, e irse a otra parte con su familia.
Batiste sonreía irónicamente mientras hablaba Pimentó, y éste, al fin, pareció confundido por la serenidad del intruso, anonadado al encontrar un hombre que no sentía miedo en su presencia.
«¿Marcharse él?… No había guapo que le hiciera abandonar lo que era suyo, lo que estaba regado con su sudor y había de dar el pan a su familia. Él era un hombre pacífico, ¿estamos?, pero si le buscaban las cosquillas, era valiente como el que más. Cada cual que se meta en su negocio, y él haría bastante cumpliendo con el suyo sin faltar a nadie».
Luego, pasando ante el matón, continuó su camino, volviéndole la espalda con una confianza despectiva.
Pimentó, acostumbrado a que le temblase toda la huerta, se mostraba cada vez más desconcertado por la serenidad de Batiste.
—¿Es la darrera paraula?[6] —le gritó cuando estaba ya a cierta distancia.
—Sí; la darrera —contestó Batiste sin volverse.
Y siguió adelante, desapareciendo en una revuelta del camino. A lo lejos, en la antigua barraca de Barret, ladraba el perro olfateando la proximidad de su amo.
Al quedar solo, Pimentó recobró su soberbia. «¡Cristo! ¡Y cómo se había burlado de él aquel tío!». Masculló algunas maldiciones, y cerrando el puño señaló amenazante la curva del camino por donde había desaparecido Batiste.
—Tú me les pagarás… ¡Me les pagarás, morral!
En su voz, trémula de rabia, vibraban condensados todos los odios de la huerta.

Vicente Blasco Ibáñez
La barraca

Sobre las tierras del tío Barret, que se atrevió a romper las cadenas y a cortar la cabeza del amo, don Salvador, con la consiguiente ruina de su familia, pesa una maldición. Convertidas en símbolo de la lucha contra los terratenientes, nadie debe cultivarlas. La hostilidad se desata contra un forastero, Batiste Borrull, que, con el sueño de sacar a su familia adelante, decide arrendarlas, desatando así una tempestad de odio y resentimiento que culmina trágicamente. En la mejor tradición de la novela naturalista, Vicente Blasco Ibáñez (1867–1928) se demora en LA BARRACA (1898) en el análisis de la psicología colectiva y achaca la crueldad de los personajes a los bajos instintos y a la brutalidad del medio en que viven. En estas circunstancias adversas, la lucha del maestro, don Joaquín, para educar a sus alumnos, resulta infructuosa.

Algarrobo (7) - Allí, entre el follaje, se oyó un aleteo, y alzó el vuelo un mirlo.

Por la avenida pasó el abate Fauchelafleur con el breviario abierto. Cósimo cogió algo desde la rama y se lo dejó caer a la cabeza; no distinguí qué era, quizá una pequeña araña, o un trozo de corteza; no lo recogió. Con el espadín Cósimo se puso a hurgar en un agujero del tronco. Salió una avispa irritada, la echó agitando el tricornio y siguió su vuelo con la mirada hasta una calabacera, donde se escondió. Veloz como siempre, el caballero abogado salió de la casa, tomó las escalerillas del jardín y se perdió entre las hileras de la viña; Cósimo, para ver adónde iba, trepó a otra rama. Allí, entre el follaje, se oyó un aleteo, y alzó el vuelo un mirlo. Cósimo se enojó porque había estado allá arriba todo aquel tiempo y no se había dado cuenta de su presencia. Estuvo mirando a contraluz si había otros. No, no había ninguno.
La encina estaba cerca de un olmo; las dos copas casi se tocaban. Una rama del olmo pasaba a medio metro por encima de una rama del otro árbol; le fue fácil a mi hermano dar el paso y conquistar así la cima del olmo, que no habíamos explorado nunca, pues era de horcadura alta y difícil de alcanzar desde el suelo. Ya en el olmo, buscando siempre una rama que pasara muy cerca de las ramas de otro árbol, se pasaba a un algarrobo, y luego a una morera. Así era como veía avanzar a Cósimo de una rama a otra, caminando suspendido sobre el jardín.
Algunas ramas de la gran morera llegaban hasta la tapia de nuestra villa y la sobrepasaban; del otro lado estaba el jardín de los de Ondariva. Aunque éramos vecinos, no sabíamos nada de los marqueses de Ondariva y nobles de Ombrosa, porque al disfrutar ellos de ciertos derechos feudales sobre los que nuestro padre se jactaba de tener pretensiones, un odio recíproco dividía a las dos familias, así como una tapia alta que parecía el muro de un castillo dividía nuestras villas, no sé si mandado erigir por nuestro padre o por el marqués. Añádase a esto el celo con que los Ondariva rodeaban su jardín, poblado, por lo que se decía, de especies de plantas nunca vistas. Y en efecto, el abuelo de los actuales marqueses, discípulo de Linneo, había removido toda la extensa parentela que la familia tenía en las cortes de Francia e Inglaterra, para hacerse enviar las más preciadas rarezas botánicas de las colonias, y durante años los navíos habían desembarcado en Ombrosa sacos de semillas, haces de esquejes, arbustos en macetas, e incluso árboles enteros, con enormes envoltorios de panes de tierra en torno a las raíces; hasta que en aquel jardín crecieron —decían— una mezcla de selvas de la India y de América, si no de Nueva Holanda.
Todo lo que podíamos ver nosotros eran las hojas oscuras de una planta recién importada de las colonias americanas, la magnolia, que asomaban por el borde de la tapia, y de cuyas ramas negras brotaban unas carnosas flores blancas. Desde nuestra morera Cósimo saltó a lo alto de la tapia, dio algunos pasos manteniendo el equilibrio y luego, sosteniéndose con las manos se descolgó al otro lado, donde estaban las hojas y las flores de la magnolia. Desapareció de mi vista; y lo que ahora diré, como muchas de las cosas de este relato de su vida, me las refirió él mismo después, o bien las obtuve de testimonios dispersos y conjeturas.
Cósimo estaba en la magnolia. Aunque de ramas compactas, este árbol era practicable para un muchacho experto en toda clase de árboles como mi hermano; y las ramas resistían su peso, aun cuando eran no muy gruesas y de una madera tan blanda que Cósimo las pelaba con la punta de sus zapatos, abriendo blancas heridas en el negro de la corteza; y envolvía al muchacho en un fresco perfume de hojas, cuando el viento las movía, y el verdear de sus caras ora era opaco, ora brillante.
Pero era todo el jardín lo que olía, y si Cósimo todavía no lograba recorrerlo con la vista, tan irregularmente denso era, ya lo exploraba con el olfato, y trataba de distinguir los distintos aromas, que ya conocía de cuando, traídos por el viento, llegaban hasta nuestro jardín y nos parecían una sola cosa junto con el secreto de aquella villa. Luego miraba la fronda y veía hojas nuevas, algunas grandes y brillantes como si corriese por ellas un velo de agua, otras minúsculas y pinadas, y troncos lisos o con escamas.
Había un gran silencio. Sólo se elevó un vuelo de pequeñísimos mosquiteros, gritando. Y se oyó una vocecita que cantaba: «Oh, la la la! La ba-lan-çoire…». Cósimo miró abajo. Colgado de la rama de un gran árbol cercano se balanceaba un columpio, con una niña sentada de unos diez años.

Italo Calvino
El barón rampante
Nuestros antepasados 

Cuando tenía 12 años, Cósimo Piovasco, barón de Rondò, en un gesto de rebelión contra la tiranía familiar, se encaramó a una encina del jardín de la casa paterna. Ese mismo día, el 15 de junio de 1767, encontró a la hija de los marqueses de Ondariva y le anunció su propósito de no bajar nunca de los árboles. Desde entonces y hasta el final de su vida, Cósimo permanece fiel a una disciplina que él mismo se ha impuesto. La acción fantástica transcurre en las postrimerías del siglo XVIII y en los albores del XIX. Cósimo participa tanto en la Revolución francesa como en las invasiones napoleónicas, pero sin abandonar nunca esa distancia necesaria que le permite estar dentro y fuera de las cosas al mismo tiempo.

Algarrobo (6) - —Los triglicéridos, un desastre. Desastre relacionado con la subida del azúcar; estar al otro lado de la frontera del colesterol malo, y a este lado del colesterol bueno. No hablemos de los lípidos. Si no se enmienda, es usted una bomba suicida de relojería.

—Los triglicéridos, un desastre. Desastre relacionado con la subida del azúcar; estar al otro lado de la frontera del colesterol malo, y a este lado del colesterol bueno. No hablemos de los lípidos. Si no se enmienda, es usted una bomba suicida de relojería.
—Sólo he venido a purificarme durante algunos días. Dos semanas de purificación me permitirán otros diez años de pecado.
—Que se cree usted eso. Cuando esté a punto de salir le haremos otro análisis de sangre y todos los índices peligrosos habrán bajado. Pero si vuelve a la mala vida, en tres meses va a estar otra vez al borde del abismo.
—Tenemos conceptos diferentes sobre la vida. ¿Qué opina usted del bacalao al pil-pil?
—¿Qué es eso?
—Un plato español. Vasco.
—El bacalao será fresco.
—No. Bacalao salado puesto en remojo, guisado con aceite, ajos, removiéndolo para que con la gelatina que desprende la piel se produzca una emulsión.
—Poco aceite.
—Mucho aceite.
—¡Qué horror!
El doctor Gastein aparta con las manos la tentación del plato imaginario. Parece un modelo masculino de delgada pulcritud consecuencia de la medicina vegetariana, enmarcado por la ventana abierta de par en par a la paz silente del jardín subtropical del valle del Sangre. Un microclima, se repite una y otra vez Carvalho cuando quiere explicarse el milagro de las jacarandas, los altos ficus e hibiscus, las plataneras, y sin embargo también está ahí el Mediterráneo, en los pinares, algarrobos y naranjos, en los laureles altos como torreones y los adelfos, a veces setos poderosos, otras esbeltos árboles con la coronilla floreada. Desde el ventanal del consultorio central se perciben las racionalidades sucesivas de las vegetaciones. El bosque antiguo que domina en la periferia de la finca y el jardín domesticado que rodea el edificio central y el arabizante pabellón de los barros. Y lo que desde aquí parecen señalizaciones para no perderse por el laberinto vegetal, en realidad son consignas sanitarias que los pobladores de El Balneario encuentran en cada cruce de senderos o al acecho sobre una fuentecilla de agua sulfurosa o a la entrada del gimnasio o de cualquier otra dependencia de la gran maquinaria de la salud.
Tu cuerpo te lo agradecerá.
No te aborrezcas a ti mismo. Cuida tu imagen.
Dios pone la vida. Tú has de aportar la salud.
Come para vivir, no vivas para comer.
Mastica incluso el agua.
Cada bocado debes masticarlo treinta y tres veces.
Tu cuerpo es tu mejor amigo.
La dieta: una moda para alargar la vida.
Lo que para otros puede ser una comida sana, para ti puede ser un veneno.
No hay dietas mágicas, pero tampoco hay píldoras mágicas.
Piensa como si estuvieras delgado y actúa como tal.
Dentro del frigorífico está tu peor enemigo.
Cuando comer es un vicio, deja de ser un placer.
La comida excesiva es una droga dura.
—¿Los rótulos? Es cierto, a algunos clientes les parecen un poco pueriles, sobre todo a los españoles. A los españoles siempre les da miedo parecer pueriles o que les traten como a niños. A nosotros los centroeuropeos nos importa menos, tal vez porque no tenemos complejo de inmaduros. Los españoles sí. No quisiera molestarle, pero los españoles tienen complejo de inmaduros, aunque no lo sean.
—¿Los rótulos son de usted?
—No. Están presentes en todas las sucursales de Faber and Faber y su adaptación aquí fue cosa de madame Fedorovna. Madame Fedorovna es muy apostólica. Yo creo que habría podido ser una gran monja, algo así como la madre Teresa de Calcuta.
—Una madre Teresa de Calcuta invertida. Para ricos gordos.
—En cierto sentido. Pero no todos los que vienen aquí son gordos, ni tampoco ricos. Usted no es gordo, pero acaso sea rico.
—Quizá.
—La gente se preocupa por su cuerpo. Cada vez más. Porque cada vez somos más sabios y más dueños de nuestro propio cuerpo.
—Excelente consigna. No la he visto en los rótulos.
—Hay que dejar algo para las consultas.
Y ríe Gastein tendiendo un puente de plata por el que pueda marcharse el penúltimo recelo de Carvalho.
—Me parece que está usted tenso.
—Alerta, simplemente.
—¿Por qué?
—No es normal, ni natural, que me encierre tres semanas en un balneario a pasar hambre.
—No pasará hambre.
—Con el cerebro sí.
—¡Ah, el cerebro!
Y se lleva el médico la mano a la cabeza, como si quisiera comprobar que sigue en su sitio. Gastein tiene la cabeza cana y el cráneo como dibujado para que destaque la melosidad del cabello sobre los parietales abultados. Moreno de sol y atlético pese a su avanzada sesentena, el médico tiene los movimientos jóvenes pero una mirada vieja, detrás de cristales oscurecidos en contacto con la luz. Cuando habla castellano sólo el arrastre de las erres y la mal ocultada impresión de que está hablando para niños en un idioma de niños denuncia su extranjería. Por la manera como repite las consignas que figuran en los carteles que jalonan la entrada en el valle del Sangre, diríase que son suyas o que las ha asumido como si fueran suyas, aunque en la retaguardia Carvalho presiente una segunda mirada, una segunda voz que Gastein tal vez emplee para las cosas que le son más imprescindibles que ser médico al servicio de ciudadanos económica y socialmente de primera, pero pobre y débil gente incapaz de luchar cotidianamente contra las tentaciones o dotados de un código genético desconectado de la moderna cultura del aspecto, posterior a los años de la reconstrucción mundial en la que también jugó su papel la recuperación desmedida de grasas, proteínas y vitaminas.
—¿Se ha sentido deprimido?
—Algo.
—Procure relacionarse con sus compañeros. La conversación ayuda a soportar el ayuno y además crea un estímulo, una relación de competencia para no violarlo.
—¿Violar el ayuno?
De pronto a Gastein le sale una risa incontrolada, como si estuviera revelando una de esas cosas que Carvalho adivina en su retaguardia.
—Se sorprendería usted del infantilismo de algunos de los clientes de la clínica. Vienen voluntariamente. Pagan cuantiosas facturas. Todo cuanto les proponemos es por su bien. Y en cambio aprovechan cualquier oportunidad para salir de aquí, acercarse a los pueblos más cercanos y comer lo que no deben. Además es peligroso. Puede sobrevenirles un colapso hepático, y comer en pleno ayuno es como poner una carga de goma dos en el estómago. El día de purga limpia el estómago de jugos gástricos y por eso no tienen ustedes tanta sensación de hambre; la tienen, pero es imaginativa, cultural, no dictada por los movimientos de los jugos del estómago. Pues bien, imagínese usted que a ese estómago desvalido, desprovisto de la función corrosiva de sus jugos, van a parar dos raciones de pescaíto frito o una tapita de jamón de Jabugo o de caña de lomo… Imagínese. Hay que ser muy insensato para hacerlo, pero el mundo está lleno de gente insensata. ¿No cree?
—Es una de las primeras conclusiones a las que se llega en mi profesión.
—¿A qué se dedica usted?
—Soy detective privado.
Gastein se enfunda una sonrisa irónica y silba impropiamente, piensa Carvalho. No tienes edad, ni aspecto de adulto silbador. Pero Gastein ha silbado.
—¿Algún trabajito por aquí cerca?
—No. Ya se lo he dicho, prescripción facultativa. Necesitaba dejar de beber, de comer, de fumar, a ver si consigo desengancharme de esas drogas.
—Su cuerpo se lo agradecerá. Su cuerpo es su mejor amigo.
Desvió la vista Carvalho hacia la ventana para contener la respuesta que le suscitaba la letanía moralizante. Allí estaba El Balneario. Un volumen colgado sobre la torrentera del río sangriento, encalada arquitectura herreriana, con los tejados de ocre sangre. Sobre los hombros del doctor Gastein cabalga la cúpula preárabe de lo que queda del viejo balneario que dio a Jara del Río un prestigio ya medieval, cuando los abderramanes, almanzores, almotamides y demás jomeinis se iban a curar los sarpullidos en sus aguas sulfurosas. Todavía está en uso el restaurado pabellón de cúpula lucernaria, asilo de viejos reumáticos lugareños con memoria, que acuden al menos un día cada año en peregrinación para tomar las aguas, los barros y perder las pupas del cuerpo y el alma en las bañeras de azulejos. Pero es ya un simple pretexto ético y estético rodeado por la rotundidad del nuevo balneario construido por Faber and Faber, hermanos, una pareja de vegetarianos suizos poseedores de una pequeña multinacional de la salud basada en el ayuno casi integral y la recuperación vegetariana del organismo. Pretexto para una memoria de la antigua salud, el viejo pabellón conserva clientela ritual, incluso precios rituales para estos viejos reumáticos locales que acuden a él como quien a una ceremonia expiatoria. Apenas se utiliza para los tratamientos de fango de la nueva clientela de ricos gordos o intoxicados por los malos hábitos de vida de la modernidad. Alemanes, suizos, franceses, belgas y también obesos españoles de la zona del dólar madrileño o del marco catalán. Recibimiento en un alegre comedor en olor a quesos frescos, hierbas aromáticas e infusiones de malta o hierbas medicinales. Días de fruta y arroz integral para empezar a soltar amarras, a continuación día de purga y congelación del culo obligado al duro banco de la taza sanitaria y los primeros asaltos del complejo de estupidez por la perspectiva de días y días sin otro alimento que una taza de caldo vegetal con perejil al mediodía y un vaso de zumo de frutas al anochecer. La obligación, desde luego moral, de beber al menos dos o tres litros de agua al día. Omnipresente el agua en formaciones de docenas de botellas presentes en todos los ámbitos del balneario, como si su simple presencia fuera el reclamo de su necesidad. Aguas para orinar mucho y que con los orines se vayan las grasas y otras toxinas que el cuerpo quema.
—Agua, mucha agua. Aproveche cualquier momento o pretexto para beber agua. Acostúmbrese a relacionar ansiedades con agua. Si tiene hambre, beba agua. Si se deprime, beba agua. Si tiene nostalgia, beba agua. Si se trata de deseos sexuales, beba agua.
—¿Se tienen deseos sexuales?
—Cada cliente es un caso, pero sí, hay pulsiones sexuales, aunque el predominio de clientes con exceso de peso tiende a crear una atmósfera asexuada. Siempre hay excepciones y entonces se dispara la imaginación erótica.
—¿Hay promiscuidad en este convento para gordos?
—Insisto en que no son gordos todos los que están.
Gastein le señala el hígado, a distancia, con un dedo educado en el arte de señalar. Un dedo largo, dibujado por un escultor genético expresionista, contundente, fuerte, ligero y a la vez inapelable.
—Usted está aquí por culpa de su hígado. Ha bebido mucho.
—He vivido mucho.
—¿Vivir es beber?
—¿Por qué no?
—Mal le irá entre nosotros si no parte de una filosofía menos autodestructiva. Es posible autoengañar al cuerpo mientras se es joven, en el sentido biológico de la palabra. Usted sigue siendo joven, pero en el sentido estadístico. Es joven porque aún le quedan veinticinco o treinta años de esperanza de vida, en el sentido estadístico de la esperanza. Pero ya no se puede permitir demasiadas alegrías. Pregúntese a sí mismo: ¿Por qué estoy aquí? Y contéstese la verdad: Porque tengo miedo de mi cuerpo. Porque tengo miedo de mí mismo.
Y del miedo al desprecio. La entrega de la voluntad a cualquier agente salvador que los brujos propongan. Quizá las experiencias más excitantes, tan máximas como agridulces, reservadas a los ingresados sean los enemas, eufemismo que oculta la vieja práctica de la lavativa y el pesaje cada mañana, nada más levantarse, en bragas las damas y en calzoncillo slip los hombres. El enema retrotrae a tiempos de viejas amenazas infantiles, del descubrimiento del dolor: inyecciones, vacunas, cataplasmas, parches anticatárricos, lavativas. Y algo de ritual infantil y moral tiene el día del enema, avisado desde el amanecer por las enfermeras que señalan con la punta del bolígrafo la fatal indicación y miran al paciente como si su cara ya empezara a ser un culo. Hoy le toca enema. Y allí está, en el lavabo, el depósito que contendrá el agua purificadora de las entrañas hécicas y la cánula que se abrirá paso implacable por la puerta estrecha que la naturaleza diseñó para ser exclusivamente de salida y que la medicina y la sexualidad han convertido en puerta batiente. Llegará la enfermera con una voz cantarína disuasoria de terrores, manipulará en el lavabo mientras el paciente empieza a ofrecer el culo a la otredad con el ano tan cerrado como la imaginación y la dignidad de cara a la pared. Y la suerte estará echada cuando la mujer se acerque a la cama y se cierna como amenaza vista desde la perspectiva del insecto que va a ser enculado. Y ya está. Una rasposidad olvidada se asoma al laberinto de las putrefacciones finales y empieza a mearse en la intimidad del cuerpo con el pretexto de limpiarle de adherencias envejecidas. El tiempo pesa como una bolsa llena de agua sucia y el cerebro lucha con los esfínteres para evitar que se abran y enseñen la vergüenza fuera de tiempo y lugar. Sabedora de esta tensión dialéctica entre cerebro y culo, la enfermera avisa que va a retirarse, para evitarse salpicaduras que, de producirse, asumiría con una estricta profesionalidad, que prefiere no malgastar. Ya está. Y el paciente cierra los ojos y cierra al tiempo todos los agujeros del cuerpo como si buscase la esencialidad misma del orificio en la representación simbólica del punto. Ya está. Se retira la voz cantarína de la enfermera y sobre el lecho queda la violación, las tripas llenas de aguas mareadas en busca de una salida y en el cerebro la confirmación de la sospecha de que no somos nada, ratificada cuando tres, cuatro, cinco minutos después, las aguas encuentran el camino de salida y el paciente ha de correr hacia la taza sanitaria y vaciar el sur de su cuerpo y de su alma a medias repartido el espíritu entre aproximaciones a dolores de parto y al gusto que da liberarse de lo peor de uno mismo. Y si ésta es la experiencia más cuestionadora de la propia imagen, la más excitante es el pesaje de la mañana. Algo así como esperar la buena nota por el estricto cumplimiento de las normas establecidas. Perder peso los gordos y ganarlo los flacos. Mantener la presión sanguínea en sus límites. Sobre la báscula o con el torniquete en el brazo, el paciente espera la puntuación de la enfermera, educada en repetir cuantos entusiasmos hagan falta para premiar pérdidas o ganancias positivas, aunque sean miserables y no estén a la altura de la inversión de dinero y libre albedrío que ha hecho cada paciente. Los hay que salen de la sala de pesaje con la corona de laurel sobre las sienes y los hay que van directamente en busca de una cuerda para ahorcarse o, en su defecto, de un espejo ante el cual abofetearse y renegar del propio metabolismo, cuando no de la misma madre que lo parió, expresión más abundante en las manifestaciones de desesperación de los clientes nacionales que en los extranjeros, desde tiempo ha educados en la disciplina de que las cosas son como son, efectos de causas que ya no se pueden borrar de los códigos secretos que hacen los cuerpos y las almas.
—El control médico es indispensable y es el que da seriedad a nuestro tratamiento. Todo el plan de cura lo hacen nuestros médicos. Hay dos comprobaciones médicas por semana y cuantas consultas el paciente exija. Es indispensable un análisis de sangre a la entrada y otro a la salida, para comprobar los efectos de la cura.
Gastein es el cabeza del equipo médico. Por su veteranía y por su extranjería, aseguran los clientes españoles, en la sospecha de que Faber and Faber se fía más del personal especializado alemán o suizo que de los españoles. La aportación hispánica a la clínica es el paisaje, una tercera parte de los clientes y el personal subalterno: algunas enfermeras, masajistas, el profesor de gimnasia y el servicio. Las muchachas que hacen la limpieza, arreglan las habitaciones, abastecen de infusiones según un horario de precisión, han sido reclutadas en la serranía, por razones de cercanía al balneario y para crear una dependencia económica en la zona que elimine los restos de resentimiento ante la extranjerización de un lugar sin el cual el valle del Sangre perdería su principal carácter. También son de la serranía los empleados masculinos que atienden las calderas, la depuración de la inmensa piscina de aguas climatizadas, los trabajos del jardín subtropical, la restauración constante del gran complejo moderno y la conservación, como si de un edificio de interés artístico se tratara, del pabellón cupular para los baños de fango, que la empresa conserva más como un monumento al pasado que como un útil de salud asumible por la moderna tecnología. Sobre el follaje del parque descendente hacia las riberas del Sangre, el pabellón arabizante cumple su función en el collage de la multinacional como una ráfaga de guitarra española en cualquier sinfonía impresionista francesa titulable África. Es una concesión al exotismo y a la obsolescencia.
—Es curioso que hayan conservado la sección de barros del antiguo balneario.
Gastein levanta los ojos de la receta que está escribiendo y tarda en comprender la pregunta de Carvalho.
—Hay un acuerdo municipal vigente desde hace doscientos años según el cual los habitantes del pueblo y su comarca, hasta Bolinches, tienen derecho a utilizar las aguas sulfurosas, sea quien sea el propietario de la concesión. El caudal de las aguas ha disminuido y no permite una explotación a la vieja usanza, pero parte se utiliza para los usos de la clínica y parte para ese compromiso. Pero yo le añadí un motivo a los señores Faber cuando les convencí de que transigieran con el antiguo acuerdo. Todos los balnearios tienen una historia mágica o religiosa, como usted quiera. Los puntos de referencia mágicos no deben tocarse. Son en cierto sentido sagrados. ¿No le parece a usted?
Difícil establecer la edad del doctor. No sólo ahora, ennoblecido por la bata blanca de su liturgia, sino incluso cuando se viste de tenista y se somete al duro peloteo de la doctora Hoffman, la analista, o al bombardeo atómico de la poderosa madame Fedorovna, la regente de El Balneario en ausencia de los hermanos Faber, que complementa las tareas de dirección del gerente, señor Molinas, más jefe de personal que otra cosa. Madame Fedorovna es una rusa alta y cúbica, con cara de muñeca envejecida y una mirada entre lo dulce y lo turbio que prestan los ayunos frecuentes. Su función en la clínica se basa en aparecerse al lado de los ayunantes en el momento en que están ingiriendo el brebaje vegetal o el zumo de frutas, poner los ojos en blanco y decir: «¡Qué maravilla los productos naturales! ¿Ha pensado alguna vez, señor Carvalho, en lo maravilloso de una creación que sin violencia nos da todo cuanto necesitamos para vivir? Piense en la maravilla pequeña, pero al mismo tiempo extraordinaria, de un zumo de zanahoria como el que usted está tomando…». Y madame Fedorovna pide a su vez un zumo de zanahoria, lo paladea, chasquea la lengua contra el paladar en busca del sabor oscuro y terroso de la zanahoria y en su expresión está la sabiduría de una gran catadora en condiciones de decir la marca y la añada de la raíz. Incita a Carvalho a que siga bebiendo y le pide con la mirada que sus ojos expresen la alegría interior que proporciona dar salud al cuerpo y nada más que salud. Su cuerpo se lo agradecerá. Es a la vez un slogan, una consigna y un recurso sintáctico para vacíos de significación. Su cuerpo se lo agradecerá.
—Lo dudo, madame Fedorovna. Lo dudo.
—Tiene usted que recuperar la confianza en su cuerpo.
—Es un borde, señora, un auténtico borde.
Se desconcierta un tanto madame Fedorovna, pero finalmente comprende, se ríe y cataloga automáticamente a Carvalho entre los clientes cínicos pero simpáticos, a la larga buenos clientes, porque en toda ironía hay una imposibilidad de enmienda y por lo tanto los clientes irónicos son los que vuelven, porque más tarde o más temprano regresan a los vicios del alcohol, la carne y la molicie. Abandona a Carvalho con una sonrisa cómplice y se va a ver a otro paciente, a repetir la consagración del zumo de zanahoria y el intento de lavado de cerebro sobre los malos usos alimentarios.
—Madame Fedorovna habla de los zumos, las hierbas, las plantas, las patatas, el queso sin grasa… como si fueran elementos mágicos en posesión de las claves de la salud.
Gastein ha terminado la receta y se recuesta en el respaldo de la silla giratoria.
—Madame Fedorovna es una mujer con mucha fe. En el pasado tuvo una dolencia muy grave de la que se salió gracias a nuestros regímenes y no lo ha olvidado.
—Es rusa, ¿no?
—En un sentido amplio, general, sí. Pero en realidad es bielorrusa. No es lo mismo.
—¿Fugitiva del terror soviético?
—No tiene edad de ser lo que antes se llamaba un ruso blanco. Se marchó de la URSS después de la segunda guerra mundial, según creo. Pero tampoco estoy demasiado enterado de la historia del personal de esta casa. ¿Le interesa a usted mucho la vida de madame Fedorovna?
—Usted es centroeuropeo, por lo que parece, y allí están más acostumbrados a conocer de pronto a una madame Fedorovna. Para nosotros, en cambio, es más difícil y fatalmente nos suena o a personaje de novela rusa o de película norteamericana antisoviética.
Gastein tiende a Carvalho el pasaporte de El Balneario, una doble cartulina en la que consta su pase de entrada, sus pesajes diarios, la medicación, la comprobación de la presión sanguínea, los enemas que debe tomar, el total de días de ayuno, los de recuperación plena de las funciones digestivas y la salida, así como los masajes manuales, subacuáticos.
—¿Y el fango?
—¿Quiere usted fango? No lo creo necesario. No es usted reumático.
—Le confesaré que uno de los motivos más sólidos por los que he venido a este balneario ha sido por los fangos.
—Es lo que menos necesita.
—Nunca he sabido exactamente lo que necesitaba.
—Allá usted. No me cuesta nada añadir en su pasaporte que debe tomar dos o tres baños de fango a la semana.
—¿El fango es de aquí?
—No. Los polvos son alemanes, pero se amasa con la poca agua sulfurosa que aún nos queda. Puede usted tomar los fangos en las instalaciones modernas que están junto a la sauna y la sala de masajes o bien en la antigua sala del viejo balneario.
—¿El mismo fango, las mismas aguas?
—Sí. Pero distintas manos. Allí queda un retén de los antiguos masajistas del viejo balneario; son masajistas que conservamos hasta que se jubilen. Ya les falta poco.
—Tomaré los fangos en el viejo edificio y los demás masajes aquí. ¿Los masajes los dan hombres o mujeres?
—Los masajistas no tienen sexo.

Manuel Vázquez Montalbán
El balneario
Pepe Carvalho 

En los balnearios nunca pasa nada… Hasta que pasa. Es entonces cuando se pierden las maneras, el decoro, la templanza, el bisoñé, la salud e incluso la vida.
Cada novela de la serie Carvalho responde a un nuevo desafío circunstancial, pero en este caso el detective creado por Manuel Vázquez Montalbán ni viaja ni come, y tiene que ingeniárselas para poder quemar un libro a hurtadillas. Sin embargo es una novela de gastronomía, de gastronomía caníbal, podría decirse. Fábula de la conducta individual y social de «viejos» y «nuevos» europeos, escrita en clave de humor y de terror suave. Un terror de balneario.

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