Hermanos
Mamá está cada día más insoportable —dijo Adela—. Cada día más disminuida intelectualmente. Ah, pero de carácter no, de carácter sigue siendo la de siempre, autoritaria, implacable. El carácter es lo último que envejece…
Entonces intervino Juan y proclamó pausadamente las virtudes de mamá.
—Mamá ha envejecido de repente, es cierto. Pero continúa siendo aguda y brillante y cargada de sentido común en todos sus comentarios.
Adela frunció el ceño y se encogió de hombros sin atreverse a rebatir los argumentos de Juan.
Yo miraba al jardín. Por la ventana abierta entraba el aire perfumado de mayo. Los pensamientos morados y amarillos se apiñaban en la copa de piedra, sobre la baranda. Las minutisas del macizo extendían su tapiz jaspeado de rosa y blanco. En el centro de la pradera se erguía el haya que planté hace treinta años. Sus hojas verdes claro brillaban al sol… Sus ramas se apiñaban en plataformas entretejidas unas con otras. El día que planté el haya lloviznaba. El verano se acababa por momentos. Cada gota de agua añadía un escalofrío a la piel tostada. Mamá dijo: «Hay que sacar los jerséis y las botas. Esto se acaba». Y para entretenernos añadió: «Plantaremos los árboles de las niñas. Un haya y un abedul. El haya para Julia. Crecerá fuerte y frondosa como ella. Para ti, Adela, que eres ligera y ágil, el abedul…».
Los árboles crecieron como mamá había previsto. Con vigor el haya, convertida en un árbol grande y ancho. Y esbelto el abedul. Su tronco blanco se elevaba flexible y las hojas que brotaban de las ramas delgadas dejaban ver el paisaje de fondo, el molino y su huerta y la hilera de chopos, más lejos, a la orilla del río.
—Lo que tenemos que decidir es qué hacemos con mamá —se impacientó Adela—. María ha dicho bien claro que no sigue; que ella sola, sin ninguno de nosotros, no se hace responsable…
Juan apoyaba la cabeza en una mano. Se acariciaba la frente con la palma y los dedos se le hundían en el pelo.
—Luego está el problema de esta casa tan grande, tan difícil de limpiar y calentar —continuó Adela.
Hace treinta años, la casa había sido el reino de la alegría. Estaban papá y mamá. Estábamos nosotros tres y siempre había invitados, primos y amigos y visitantes de unos días. La madre de María cocinaba y se ocupaba de la casa y María la ayudaba. Una vez a la semana venían dos mujeres del pueblo y entre las cuatro hacían una limpieza a fondo.
—Todos tenemos que volver a Madrid. Todos tenemos trabajo y obligaciones… —decía Adela.
Los niños hacíamos excursiones al río. Volvíamos cansados, con la cesta de mimbre llena de cangrejos. Mamá los cocía y los comíamos entre risas y bromas en la mesa de piedra que hay debajo del castaño de Indias. Todavía está allí; ahora tiene una capa de musgo verde-amarillento.
—Teníamos que haber vendido la casa cuando murió papá —estaba diciendo Adela. Y Juan no contestaba. Seguía sumido en su tristeza o en sus recuerdos o en su incapacidad para afrontar situaciones críticas.
El verano del año que murió papá decidimos no venir. Nos fuimos todos al Mediterráneo y fue maravilloso. Yo me pasaba el día en el agua; Juan paseaba con mamá por el espigón del muelle. Adela entraba y salía con un grupo de amigos. Allí conoció al que luego iba a ser su marido.
Pero al año siguiente, mamá dijo que ella quería volver aquí. El calor no le sentaba bien y además la casa necesitaba abrirse.
—La casa nos vino muy bien durante muchos veranos. Pero fue un error dejar que mamá se encerrase a vivir aquí. Ha estado mucho tiempo sola y ahí tienes las consecuencias…
Adela insistía en dirigirse a Juan, me ignoraba por completo. Desde la infancia, siempre me dejaban fuera, al margen de los juegos y sus peleas.
—Nunca debimos dejar a mamá aquí, sola —insistió Adela.
Al principio todo había ido muy bien. Mamá decía que los inviernos del norte eran más suaves que los de Madrid. Y que nosotros, de todos modos, ya no la necesitábamos y la veríamos poco aunque ella se sacrificase y decidiera quedarse en la ciudad. En el fondo, a todos nos pareció bien su decisión. La llamábamos con frecuencia: ¿Qué tal estás, mamá? ¿Se porta bien María? ¿Cómo está el jardín? Y luego estaban los veranos. Los veranos seguían siendo alegres. Mamá lo organizaba todo para que nosotros descansáramos. La madre de María ya no trabajaba pero estaba su hija. Rosa cuidaba a los hijos de Adela y a los de Juan mientras mamá ayudaba a María en la cocina. Yo me refugiaba en la torre y escribía o leía.
No sé en qué momento de uno de aquellos veranos borrosos, deliciosamente confusos, empecé a advertir señales de alteración en la conducta de mamá. Yo creo que el primer síntoma apareció el año que Juan se fue a Inglaterra con sus hijos. Mamá se pasó el verano protestando: «No entiendo que se alquile una casa en Inglaterra teniendo aquí el mismo clima», refunfuñaba. «Van a aprender inglés, mamá», decía yo. Y ella movía la cabeza a un lado y otro, sin dejarse convencer. Aquel verano estuvo rara, malhumorada. El día del cumpleaños de Adela, que es en agosto, se olvidó por completo de la fecha y cuando se dio cuenta se encerró en su cuarto y estuvo llorando mucho rato.
—Lo peor de mamá es su memoria —dijo de pronto Juan, saliendo de su ensimismamiento.
Adela le miró sorprendida y se animó al ver que, por fin, Juan se decidía a hablar.
—La memoria es un problema —dijo—, pero lo malo es el carácter, Juan. Te digo que no encontraremos quien la aguante…
El carácter de mamá había sido admirado por todo el mundo. «Una mujer de carácter, vuestra madre», decían los amigos. «Independiente y enérgica, y capaz de resolver por sí misma las situaciones difíciles». Pero ahora el carácter se había convertido en un obstáculo.
—No razona, Juan; tú sabes que no razona. Pretende que los demás sigan sus caprichos, sus exigencias. Y luego esas crisis de llanto, sin saber por qué. Y ese afán de quedarse todo el día en la cama. Está empezando a enloquecer…
Por la ventana abierta cruzó un pájaro negro, de pico rojo y afilado. Se posó un instante en el alféizar y retornó a volar.
—¿Quién quiere café? —dije levantándome.
—Yo prefiero una copa —dijo Juan. Pero no se movió. Mamá le había acostumbrado a pedir lo que quería y a tenerlo todo al instante. «Es un niño mimado, un vago y un déspota», nos dijo su mujer el día que decidió abandonarle. Con nosotras seguía imponiendo las normas que mamá había respetado años y años. Ahora me miraba, esperaba que yo le sirviera o quizá pensaba en otra cosa, olvidado ya de lo que deseaba. Las ramas del rododendro tapaban la ventana de la cocina. El arbusto había crecido demasiado y las hermosas flores rojas cubrían los cristales. Abrí la puerta que da al jardín y aspiré el aire dulce de la tarde. El cerezo estaba cuajado de flores. Un círculo de pétalos rosados abrazaba el tronco. Como todos los mayos. La cafetera silbó y el olor a café se extendió por la cocina. Cuando entré en el salón, Adela y Juan bebían de sus copas sin hielo.
—Allá vosotros —dije. Y me serví una taza de líquido oscuro y humeante. En la escalera sonaron pasos y la figura de María ocupó el umbral de la puerta del salón.
—Duerme todavía —anunció. Y se dio media vuelta. Pero Juan la detuvo con una llamada urgente que sonó en mis oídos como un grito de auxilio.
—¡María!…
La mujer se detuvo y giró sobre sí misma.
—¿Qué queréis? —preguntó desconfiada. Y su tuteo me hizo regresar a la infancia.
—Tú que vives con ella —empezó Juan— y la conoces tan bien. ¿Qué te parece que podemos hacer… para que viva lo mejor posible?
María se nos quedó mirando a todos a la vez, al pequeño grupo de niños que habíamos sido y que quizá éramos para ella todavía.
—Juanito —dijo—, tú eres el hombre y el mayor, escucha lo que te digo. Tu madre necesita cariño y compañía. La vejez es una enfermedad que no admite otra medicina…
Se dio media vuelta sin esperar respuesta. Enseguida se la oyó trastear en la cocina, mover cacharros, abrir el grifo. Adela se levantó furiosa y cerró la puerta que la mujer dejara abierta.
—No sé por qué le preguntas a María —dijo, irritada, dirigiéndose a Juan—. Ella no tiene nada que opinar sobre el asunto. Bastante ha opinado ya cuando nos avisó que se iba…
—Yo creo que María tiene razón —replicó Juan con tristeza—, pero eso es tanto como decir que la solución está en que mamá rejuvenezca. Yo no puedo tener a mamá conmigo y lo sabéis perfectamente. Vivo en un apartamento de setenta metros y encima siempre tengo algún chico conmigo. Cada vez que no tienen trabajo o dinero o las dos cosas…
Me pareció más derrotado que nunca. Hasta su cuerpo largo parecía disminuido, encogido en la butaca.
—Tampoco yo puedo, nadie puede —casi gritó Adela—. Tampoco Julia puede, siempre está en movimiento, congresos, conferencias, siempre fuera de casa. Y yo, que no me muevo, ¿dónde tengo un cuarto para mamá, dónde está la persona que la cuide cuando me voy a la oficina? Además yo no puedo imponerle a Luis la presencia de mamá. Él ha resuelto hace tiempo el problema de su madre. Entre todos los hermanos decidieron meterla en una residencia y allí está… Tú sabes que es cierto, ¿verdad, Julia?
Por primera vez contaba conmigo, me miraba solicitando mi apoyo de hermana pequeña, como había hecho siempre cuando necesitaba ayuda en las discusiones de la infancia.
Juan se levantó de golpe, violentamente, y su cuerpo volvió a adquirir la estatura habitual; volvió a ser el Juan grácil, elástico, que mantenía su delgadez juvenil a pesar de los años. Los ojos le brillaban cuando dijo:
—Siempre has sido un ser sin sentimientos, Adela. Sólo te ocupas de ti y de tu familia. Eres una egoísta insensible y brutal.
El ataque había dejado a Adela inmóvil. Cuando reaccionó se echó a llorar y tardó un poco en poder articular su respuesta.
—Tú nunca me has querido, ni cuando éramos niños ni ahora. Pero no me llames egoísta porque nadie en el mundo es más egoísta que tú, ni más cobarde, ni más duro…
Una vez, muchos años atrás, también habían discutido rabiosamente los dos. La hermana mayor de papá, que vivía en París desde la guerra, había invitado a su casa a uno de nosotros, el que nuestros padres decidieran. Mamá había dicho que Juan y papá que Adela. Yo era aún muy pequeña. Finalmente venció mamá y Juan fue elegido para el viaje. Por la noche, en el cuarto de jugar, Adela y Juan se pelearon y se insultaron, como ahora. Entonces Adela había pronunciado palabras terribles.
—Te odio, niñito de mamá.
Y Juan había contestado:
—También yo te odio a ti.
Yo les miraba aterrada y me pareció que el mundo se iba a hundir allí mismo.
—Por favor, no os peleéis. Por favor, quereos… —repetí varias veces.
Impulsada por el recuerdo de aquel día me dirigí a los dos.
—Dejaos de discusiones agresivas, por favor.
La tarde resbalaba suavemente. Los pájaros trinaban en el tejo, cerca del porche. Como todos los mayos.
—Tenemos que pensar una solución para mamá —dije.
Adela y Juan guardaron silencio, un silencio tenso cargado de agravios antiguos.
De pronto, en el primer piso se oyó el golpe de una ventana que se cerraba, justo sobre nuestras cabezas, y el grito de mamá resonó escaleras abajo reclamando: «María, sube inmediatamente, ahora mismo…».
María demoraba su respuesta. No llegaba el ruido de sus pasos en la escalera de madera. Nos miramos los tres, pero nadie se movió.
«Esto es sólo el principio —pensé—. Al final terminaremos todos odiando a mamá».
Josefina Aldecoa
Madrid, otoño, sábado
«Madrid, otoño, sábado» recoge por primera vez todos los cuentos de Josefina Aldecoa. Se trata de un compendio de relatos cargados de intimidad, de belleza y, en ocasiones, de un brutal realismo no exento de dulzura y del que la autora se nutre para regalarnos pasajes luminosos, evocadores, propios de una de las voces femeninas más inteligentes y relevantes de las letras españolas.
Con una prosa que destila femineidad y genio narrativo, Aldecoa traza la silueta de temas universales —la niñez, la esperanza, las ilusiones rotas, el amor, las relaciones familiares, la muerte— pero que son presentados a través de un prisma único, irrepetible, el de la mirada de una autora imprescindible para entender la literatura española del último siglo.
Incluye los libros «A ninguna parte» (1961) y «Fiebre» (2001), y los cuentos sueltos «Cuento para Susana» (1988) y «El mejor» (1998).
Mamá está cada día más insoportable —dijo Adela—. Cada día más disminuida intelectualmente. Ah, pero de carácter no, de carácter sigue siendo la de siempre, autoritaria, implacable. El carácter es lo último que envejece…
Entonces intervino Juan y proclamó pausadamente las virtudes de mamá.
—Mamá ha envejecido de repente, es cierto. Pero continúa siendo aguda y brillante y cargada de sentido común en todos sus comentarios.
Adela frunció el ceño y se encogió de hombros sin atreverse a rebatir los argumentos de Juan.
Yo miraba al jardín. Por la ventana abierta entraba el aire perfumado de mayo. Los pensamientos morados y amarillos se apiñaban en la copa de piedra, sobre la baranda. Las minutisas del macizo extendían su tapiz jaspeado de rosa y blanco. En el centro de la pradera se erguía el haya que planté hace treinta años. Sus hojas verdes claro brillaban al sol… Sus ramas se apiñaban en plataformas entretejidas unas con otras. El día que planté el haya lloviznaba. El verano se acababa por momentos. Cada gota de agua añadía un escalofrío a la piel tostada. Mamá dijo: «Hay que sacar los jerséis y las botas. Esto se acaba». Y para entretenernos añadió: «Plantaremos los árboles de las niñas. Un haya y un abedul. El haya para Julia. Crecerá fuerte y frondosa como ella. Para ti, Adela, que eres ligera y ágil, el abedul…».
Los árboles crecieron como mamá había previsto. Con vigor el haya, convertida en un árbol grande y ancho. Y esbelto el abedul. Su tronco blanco se elevaba flexible y las hojas que brotaban de las ramas delgadas dejaban ver el paisaje de fondo, el molino y su huerta y la hilera de chopos, más lejos, a la orilla del río.
—Lo que tenemos que decidir es qué hacemos con mamá —se impacientó Adela—. María ha dicho bien claro que no sigue; que ella sola, sin ninguno de nosotros, no se hace responsable…
Juan apoyaba la cabeza en una mano. Se acariciaba la frente con la palma y los dedos se le hundían en el pelo.
—Luego está el problema de esta casa tan grande, tan difícil de limpiar y calentar —continuó Adela.
Hace treinta años, la casa había sido el reino de la alegría. Estaban papá y mamá. Estábamos nosotros tres y siempre había invitados, primos y amigos y visitantes de unos días. La madre de María cocinaba y se ocupaba de la casa y María la ayudaba. Una vez a la semana venían dos mujeres del pueblo y entre las cuatro hacían una limpieza a fondo.
—Todos tenemos que volver a Madrid. Todos tenemos trabajo y obligaciones… —decía Adela.
Los niños hacíamos excursiones al río. Volvíamos cansados, con la cesta de mimbre llena de cangrejos. Mamá los cocía y los comíamos entre risas y bromas en la mesa de piedra que hay debajo del castaño de Indias. Todavía está allí; ahora tiene una capa de musgo verde-amarillento.
—Teníamos que haber vendido la casa cuando murió papá —estaba diciendo Adela. Y Juan no contestaba. Seguía sumido en su tristeza o en sus recuerdos o en su incapacidad para afrontar situaciones críticas.
El verano del año que murió papá decidimos no venir. Nos fuimos todos al Mediterráneo y fue maravilloso. Yo me pasaba el día en el agua; Juan paseaba con mamá por el espigón del muelle. Adela entraba y salía con un grupo de amigos. Allí conoció al que luego iba a ser su marido.
Pero al año siguiente, mamá dijo que ella quería volver aquí. El calor no le sentaba bien y además la casa necesitaba abrirse.
—La casa nos vino muy bien durante muchos veranos. Pero fue un error dejar que mamá se encerrase a vivir aquí. Ha estado mucho tiempo sola y ahí tienes las consecuencias…
Adela insistía en dirigirse a Juan, me ignoraba por completo. Desde la infancia, siempre me dejaban fuera, al margen de los juegos y sus peleas.
—Nunca debimos dejar a mamá aquí, sola —insistió Adela.
Al principio todo había ido muy bien. Mamá decía que los inviernos del norte eran más suaves que los de Madrid. Y que nosotros, de todos modos, ya no la necesitábamos y la veríamos poco aunque ella se sacrificase y decidiera quedarse en la ciudad. En el fondo, a todos nos pareció bien su decisión. La llamábamos con frecuencia: ¿Qué tal estás, mamá? ¿Se porta bien María? ¿Cómo está el jardín? Y luego estaban los veranos. Los veranos seguían siendo alegres. Mamá lo organizaba todo para que nosotros descansáramos. La madre de María ya no trabajaba pero estaba su hija. Rosa cuidaba a los hijos de Adela y a los de Juan mientras mamá ayudaba a María en la cocina. Yo me refugiaba en la torre y escribía o leía.
No sé en qué momento de uno de aquellos veranos borrosos, deliciosamente confusos, empecé a advertir señales de alteración en la conducta de mamá. Yo creo que el primer síntoma apareció el año que Juan se fue a Inglaterra con sus hijos. Mamá se pasó el verano protestando: «No entiendo que se alquile una casa en Inglaterra teniendo aquí el mismo clima», refunfuñaba. «Van a aprender inglés, mamá», decía yo. Y ella movía la cabeza a un lado y otro, sin dejarse convencer. Aquel verano estuvo rara, malhumorada. El día del cumpleaños de Adela, que es en agosto, se olvidó por completo de la fecha y cuando se dio cuenta se encerró en su cuarto y estuvo llorando mucho rato.
—Lo peor de mamá es su memoria —dijo de pronto Juan, saliendo de su ensimismamiento.
Adela le miró sorprendida y se animó al ver que, por fin, Juan se decidía a hablar.
—La memoria es un problema —dijo—, pero lo malo es el carácter, Juan. Te digo que no encontraremos quien la aguante…
El carácter de mamá había sido admirado por todo el mundo. «Una mujer de carácter, vuestra madre», decían los amigos. «Independiente y enérgica, y capaz de resolver por sí misma las situaciones difíciles». Pero ahora el carácter se había convertido en un obstáculo.
—No razona, Juan; tú sabes que no razona. Pretende que los demás sigan sus caprichos, sus exigencias. Y luego esas crisis de llanto, sin saber por qué. Y ese afán de quedarse todo el día en la cama. Está empezando a enloquecer…
Por la ventana abierta cruzó un pájaro negro, de pico rojo y afilado. Se posó un instante en el alféizar y retornó a volar.
—¿Quién quiere café? —dije levantándome.
—Yo prefiero una copa —dijo Juan. Pero no se movió. Mamá le había acostumbrado a pedir lo que quería y a tenerlo todo al instante. «Es un niño mimado, un vago y un déspota», nos dijo su mujer el día que decidió abandonarle. Con nosotras seguía imponiendo las normas que mamá había respetado años y años. Ahora me miraba, esperaba que yo le sirviera o quizá pensaba en otra cosa, olvidado ya de lo que deseaba. Las ramas del rododendro tapaban la ventana de la cocina. El arbusto había crecido demasiado y las hermosas flores rojas cubrían los cristales. Abrí la puerta que da al jardín y aspiré el aire dulce de la tarde. El cerezo estaba cuajado de flores. Un círculo de pétalos rosados abrazaba el tronco. Como todos los mayos. La cafetera silbó y el olor a café se extendió por la cocina. Cuando entré en el salón, Adela y Juan bebían de sus copas sin hielo.
—Allá vosotros —dije. Y me serví una taza de líquido oscuro y humeante. En la escalera sonaron pasos y la figura de María ocupó el umbral de la puerta del salón.
—Duerme todavía —anunció. Y se dio media vuelta. Pero Juan la detuvo con una llamada urgente que sonó en mis oídos como un grito de auxilio.
—¡María!…
La mujer se detuvo y giró sobre sí misma.
—¿Qué queréis? —preguntó desconfiada. Y su tuteo me hizo regresar a la infancia.
—Tú que vives con ella —empezó Juan— y la conoces tan bien. ¿Qué te parece que podemos hacer… para que viva lo mejor posible?
María se nos quedó mirando a todos a la vez, al pequeño grupo de niños que habíamos sido y que quizá éramos para ella todavía.
—Juanito —dijo—, tú eres el hombre y el mayor, escucha lo que te digo. Tu madre necesita cariño y compañía. La vejez es una enfermedad que no admite otra medicina…
Se dio media vuelta sin esperar respuesta. Enseguida se la oyó trastear en la cocina, mover cacharros, abrir el grifo. Adela se levantó furiosa y cerró la puerta que la mujer dejara abierta.
—No sé por qué le preguntas a María —dijo, irritada, dirigiéndose a Juan—. Ella no tiene nada que opinar sobre el asunto. Bastante ha opinado ya cuando nos avisó que se iba…
—Yo creo que María tiene razón —replicó Juan con tristeza—, pero eso es tanto como decir que la solución está en que mamá rejuvenezca. Yo no puedo tener a mamá conmigo y lo sabéis perfectamente. Vivo en un apartamento de setenta metros y encima siempre tengo algún chico conmigo. Cada vez que no tienen trabajo o dinero o las dos cosas…
Me pareció más derrotado que nunca. Hasta su cuerpo largo parecía disminuido, encogido en la butaca.
—Tampoco yo puedo, nadie puede —casi gritó Adela—. Tampoco Julia puede, siempre está en movimiento, congresos, conferencias, siempre fuera de casa. Y yo, que no me muevo, ¿dónde tengo un cuarto para mamá, dónde está la persona que la cuide cuando me voy a la oficina? Además yo no puedo imponerle a Luis la presencia de mamá. Él ha resuelto hace tiempo el problema de su madre. Entre todos los hermanos decidieron meterla en una residencia y allí está… Tú sabes que es cierto, ¿verdad, Julia?
Por primera vez contaba conmigo, me miraba solicitando mi apoyo de hermana pequeña, como había hecho siempre cuando necesitaba ayuda en las discusiones de la infancia.
Juan se levantó de golpe, violentamente, y su cuerpo volvió a adquirir la estatura habitual; volvió a ser el Juan grácil, elástico, que mantenía su delgadez juvenil a pesar de los años. Los ojos le brillaban cuando dijo:
—Siempre has sido un ser sin sentimientos, Adela. Sólo te ocupas de ti y de tu familia. Eres una egoísta insensible y brutal.
El ataque había dejado a Adela inmóvil. Cuando reaccionó se echó a llorar y tardó un poco en poder articular su respuesta.
—Tú nunca me has querido, ni cuando éramos niños ni ahora. Pero no me llames egoísta porque nadie en el mundo es más egoísta que tú, ni más cobarde, ni más duro…
Una vez, muchos años atrás, también habían discutido rabiosamente los dos. La hermana mayor de papá, que vivía en París desde la guerra, había invitado a su casa a uno de nosotros, el que nuestros padres decidieran. Mamá había dicho que Juan y papá que Adela. Yo era aún muy pequeña. Finalmente venció mamá y Juan fue elegido para el viaje. Por la noche, en el cuarto de jugar, Adela y Juan se pelearon y se insultaron, como ahora. Entonces Adela había pronunciado palabras terribles.
—Te odio, niñito de mamá.
Y Juan había contestado:
—También yo te odio a ti.
Yo les miraba aterrada y me pareció que el mundo se iba a hundir allí mismo.
—Por favor, no os peleéis. Por favor, quereos… —repetí varias veces.
Impulsada por el recuerdo de aquel día me dirigí a los dos.
—Dejaos de discusiones agresivas, por favor.
La tarde resbalaba suavemente. Los pájaros trinaban en el tejo, cerca del porche. Como todos los mayos.
—Tenemos que pensar una solución para mamá —dije.
Adela y Juan guardaron silencio, un silencio tenso cargado de agravios antiguos.
De pronto, en el primer piso se oyó el golpe de una ventana que se cerraba, justo sobre nuestras cabezas, y el grito de mamá resonó escaleras abajo reclamando: «María, sube inmediatamente, ahora mismo…».
María demoraba su respuesta. No llegaba el ruido de sus pasos en la escalera de madera. Nos miramos los tres, pero nadie se movió.
«Esto es sólo el principio —pensé—. Al final terminaremos todos odiando a mamá».
Josefina Aldecoa
Madrid, otoño, sábado
«Madrid, otoño, sábado» recoge por primera vez todos los cuentos de Josefina Aldecoa. Se trata de un compendio de relatos cargados de intimidad, de belleza y, en ocasiones, de un brutal realismo no exento de dulzura y del que la autora se nutre para regalarnos pasajes luminosos, evocadores, propios de una de las voces femeninas más inteligentes y relevantes de las letras españolas.
Con una prosa que destila femineidad y genio narrativo, Aldecoa traza la silueta de temas universales —la niñez, la esperanza, las ilusiones rotas, el amor, las relaciones familiares, la muerte— pero que son presentados a través de un prisma único, irrepetible, el de la mirada de una autora imprescindible para entender la literatura española del último siglo.
Incluye los libros «A ninguna parte» (1961) y «Fiebre» (2001), y los cuentos sueltos «Cuento para Susana» (1988) y «El mejor» (1998).
No hay comentarios:
Publicar un comentario