3 marzo 1988. Murió Beatriz Guido. Una de las personas más auténticamente encantadoras que conocí, inteligente, viva, buena, mentirosa impenitente y desorbitada, graciosa, cariñosa. Dijo que si escribía una nota sobre una de sus novelas, se acostaría conmigo. La escribí y nos acostamos, riendo de la situación.
3 marzo 1988. Murió Luisa Mercedes Levinson, conocida en una época como Lisa Lenson. Fue bastante linda, pero, desde hace un tiempo, se convirtió en un personaje cómico, de sombreros de alas anchas, cara pintarrajeada y vestimentas flotantes. Era muy buena. El progreso en su carrera literaria le importaba. Me aseguró Di Giovanni que últimamente estaba en campaña para alcanzar el Premio Nobel.
Un sobrino de Ulyses Petit de Murat me contó: Mientras manejaba el automóvil, se sintió mal; con cuidado arrimó el coche a la vereda, lo detuvo, paró el motor, se reclinó sobre el volante y murió. El sobrino, Garreton Petit de Murat, ponderó esa manera civilizada de morir. Convine con él.
Yo siempre creí que el plagio es como los fantasmas: algo de lo que se habla pero que no existe. Un colega y amigote me señaló como testigo para un juicio que le hacían por plagio. Yo fui al juzgado y declaré que no había plagio; entonces me preguntaron si yo tenía conocimiento de que éste era el sexto pleito por plagio que a lo largo del tiempo le habían hecho a mi amigo.
En el velorio de Mercedes Levinson, en la SADE, se tocó una pieza para flauta de Eric Satie. El día antes estuvieron buscando por todo Buenos Aires un flautista. Drago me dijo: «Todo lo concerniente a su entierro parecía organizado por la muerta».
Cuando iban a entrar el cajón en el sepulcro, los sepultureros le quitaron una tapa metálica que hay sobre un vidrio, a la altura de la cara del cadáver. Lo hacen porque la tapa sobresale un poco y les molesta para sus maniobras. Después vuelven a colocarla. Cuando descubrieron esa ventanita, Drago (hombre de La Nación) miró y, en lugar de ver la cara de Mercedes, vio La Prensa. Comentó:
—Qué raro. Está La Prensa adentro del cajón.
La hija de Mercedes le explicó:
—Pusimos adentro del cajón ejemplares de La Nación, La Prensa y Clarín por si en un día lejano lo abren sepan por las necrológicas quién está aquí.
También parecería que la querida Beatriz se ocupó de sus últimas honras. Hay un largo aviso fúnebre en que los amigos participamos del hecho e invitamos al entierro. Entre esos amigos hay algunos que tal vez nunca se enteren de que hicieron esa invitación: por ejemplo Alberto Moravia y Susan Sontag. Además, entre nosotros no tomamos en serio a la Sontag, Beatriz no era amiga de ella.
En la noche entre el 7 y el 8 de marzo de 1988 fui feliz porque me acosté, siquiera en sueños, con una muchacha que me gustaba mucho. Observación fisiológica: si a los dieciocho o veinte años tenía un sueño así (y sin tenerlo, a veces) me encontraba mojado, al despertar.
Ahora, aunque en mi sueño hubo cópula y toda la revelación del goce, desperté limpio. En la noche del 8 al 9 volví a los juegos con muchachas desnudas. Dos noches de consuelo después de un largo período sin mujeres en la vigilia y en el sueño.
Idiomáticas. Hacerse el sota. Hacerse el desentendido. No reaccionar ni intervenir. Sinónimo: Quedarse en la horma.
Adolfo Bioy Casares
Descanso de caminantes
Cualquier imagen de Adolfo Bioy Casares sería incompleta si, además del forjador de tramas perfectas y del irónico narrador de desencuentros amorosos, no incluyera al testigo atento e implacable que, en silencio y durante más de cincuenta años registró cuidadosamente su vida y sus opiniones en un imponente Diario de casi 20.000 páginas.
La obra, en la que se echan en falta los pasajes sobre sus conversaciones con Borges y cuya publicación está en manos del albacea literario Daniel Martino, descubre la visión de Bioy sobre temas como la Dictadura («era consciente de lo que pasaba pero no le importaba demasiado»), las torturas («referidas a la etapa peronista y no a la Dictadura») o la muerte, (asunto este último que aborda «con su característica elegancia»).
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