De nuevo en Inglaterra, se topó con Grant Allen: novelista como Arthur y tísico como Touie. Allen le aseguró que la enfermedad podía combatirse sin recurrir al exilio, y se ofreció como prueba viviente. El remedio estaba en su dirección postal: Hindhead, en Surrey. Era un pueblo a la orilla de la carretera de Portsmouth, casi a mitad de camino, por casualidad, entre Southsea y Londres. Más concretamente, el pueblo disfrutaba de un clima particular. Situado en una altura, a resguardo de los vientos, era un paraje seco, lleno de abetos y con un suelo arenoso. Lo llamaban la pequeña Suiza de Surrey.
Convenció a Arthur de inmediato. Le revivía la acción, tener un plan urgente que llevar a cabo; aborrecía aguardar y temía la pasividad del exilio. Hindhead era la solución. Había que buscar una parcela y proyectar una casa. Encontró una hectárea y media, boscosa y aislada, cuyo terreno en pendiente desembocaba en un pequeño valle. Gibbet Hill y el Devil’s Punchbowl estaban muy cerca, y el campo de golf de Hankley a ocho kilómetros. Le asaltó un tropel de ideas. Debía tener una sala de billar, una pista de tenis y establos; un alojamiento para Lottie y quizá para su suegra, la señora Hawkins, y por supuesto para Woodie, que había firmado un contrato por tiempo indefinido. La casa debía ser imponente pero al mismo tiempo acogedora: la vivienda de un escritor famoso, pero asimismo la de una familia y la de una inválida. Tenía que estar inundada de luz, y la habitación de Touie tendría la mejor vista. En cada puerta debería haber un pomo de push-pull, pues Arthur había intentado calcular una vez el tiempo que perdía la especie humana con el sistema convencional. Sería totalmente factible que la casa tuviera su propio generador eléctrico, y ya que él había alcanzado una determinada eminencia, tampoco estaría de más exhibir las armas de la familia en una vidriera.
Arthur bosquejó un plano de planta y encargó la obra a un arquitecto. No a cualquier arquitecto, sino a Stanley Ball, su viejo amigo telepático de Southsea. Aquellos experimentos tempranos le parecieron ahora un adiestramiento oportuno. Llevaría otra vez a Touie a Davos y se comunicaría con Ball por carta y, si era necesario, por telegrama. Pero ¿quién sabía qué formas arquitectónicas no entablarían una comunicación fluida entre ambos cerebros cuando centenares de kilómetros separaban sus cuerpos?
Julian Barnes
Arthur & George
En Great Wyrley, un pequeño pueblo de Inglaterra, alguien mata caballos y ganado, y escribe anónimos en los que anuncia el sacrificio de veinte doncellas. Hay que encontrar un culpable, y George, abogado, hijo del párroco del pueblo, es el principal sospechoso. ¿Quizá porque él y su familia son los «negros» del pueblo? El padre de George es parsi, una minoría hindú, convertido al anglicanismo.
George es condenado, pero la campaña que proclama su inocencia llega a oídos de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, quien emprende su propia investigación sobre el caso. Arthur es, además, el reverso del opaco George Edalji, quien sólo quiere ser muy inglés y cree en las leyes. Arthur ya es un escritor famoso, deportista y tiene una mente abierta, incluso al espiritismo. Es un feliz moderno de su época.
El caso de Edalji y la intervención de Arthur Conan Doyle, ambos verdaderos, han inspirado esta novela, sostenida por una exhaustiva investigación y por una imaginación vívida.
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