La Inquisición
Luis de Páramo, Llórente, Puigblanch, Adolfo de Castro en su Historia de los judíos en España, han contado, detalle por detalle, el origen y vicisitudes del Santo Oficio. ¿Quién no los conoce?
Se crea en 1478 y lo crean los Reyes Católicos a instancia de los frailes dominicos de Sevilla. El Expurgo comienza en este arzobispado; en 1481 los sanitarios de la Fe bajan a la hermosa ciudad andaluza. El espanto se apodera de sus moradores; la naturaleza misma se estremece: desbórdase el Guadalquivir y arrasa aldeas y lugares de la vega; propágase asoladora peste y fenecen quince mil personas…
El quemadero es construido en Tablada; seis personas son reducidas a pavesas. Las gentes huyen aterrorizadas de Sevilla; los inquisidores ponen pena de muerte al que huya. El tribunal ha inaugurado sus tareas…
Más tarde, Felipe II reorganiza el Santo Oficio. Dispone que ejerzan cincuenta familiares en Sevilla, Toledo, Granada; cuarenta en Valladolid, Cuenca, Córdoba; veinticinco en Llerena y Calahorra; diez en los pueblos de 3000 vecinos; seis en los de 1000; dos en los de 500. Se crea un inquisidor general y un Consejo en Madrid; tribunales locales en provincias.
La leña santa crepita; las víctimas, entre el humazo, aullan amarradas al poste: el terror cunde por toda España. En las negras mazmorras se trituran y desgarran las carnes; se distienden los músculos; se dislocan los miembros; crujen los huesos; chirrían la carruchas; borbolla el agua hirviente; retumban los martillazos; carlean de fatiga los verdugos… No bastan los tormentos conocidos; invéntanse otros nuevos y refinados; impértanse del extranjero los últimos adelantos. Existe un tormento español llamado del sueño; pero existe una variante italiana, y esa variante, dice Suárez de Paz en su Fraxis eclesiástica et saecularis, «es muy mejor y por muy mejor estilo que el español».
Suárez de Paz la describe:
«Tiene hecha la Justicia cierto ingenio a manera de reloj de arena, de estatura de un hombre poco más, que tiene nueve o diez vergicas, todo redondo, y por todo él sembrados muchos clavos, las puntas para dentro, del largo de un geme, y las puntas muy agudas; y al que han de atormentar le desnudan en carnes, salvo unos paños menores, y le meten dentro del dicho tormento, el cual es tan angosto, que no cabe más de solo el atormentado, y viene tan justo con las puntas de los clavos, que tocan con las carnes algún tanto, y tiene atadas las manos atrás; y son tantos los clavos que el artificio tiene, que puede haber de uno a otro cuatro a cinco dedos; y de esta manera le tienen metido allí el tiempo que al juez le parece; y como está en pie, que no se puede sentar ni arrimar de una parte a otra sin meterse los clavos en el cuerpo, el juez le está preguntando de rato en rato si quiere decir verdad, y en ninguna manera no puede dormir; sino antes da voces y gritos, porque es tormento bravo y muy cruel».
Declarados los crímenes, azotan a los reos públicamente, los destierran, los queman. En las plazas públicas la hoguera arde. En 1691 quemaron tres personas en Mallorca; un testigo presencial, citado por Castro, da cuenta del espectáculo. Eran las víctimas dos hombres y una mujer. «Al ver estos de cerca la llama comenzaron a mostrar furor forcejeando a toda rabia por desprenderse de la argolla, lo que al fin consiguió el Terongí, aunque ya sin poderse tener, y cayó de lado sobre el fuego. La Catalina al lamerla las llamas, gritó repetidas veces que la sacaran de allí, aunque siempre pertinaz en no invocar a Jesús. Valls al llegarle la llama se defendió, se cubrió y forcejó como pudo hasta que no pudo más. Estaba gordo, y encendióse en lo interior, de manera que, aun cuando no llegaban las llamas, ardían sus carnes como un tizón, y, rebentando por medio, se le cayeron las entrañas».
Otras veces el espectáculo es menos repugnante, más artístico.
Un día el rey —Carlos II, si os place— se levanta con deseos de contemplar una piadosa quemazón. El rey comunica su inefable ansia al Excmo. Sr. D. Diego Sarmiento de Valladares, obispo de Oviedo y de Plasencia, presidente del Consejo de Castilla, inquisidor general de la monarquía católica. El señor Sarmiento besa la mano al rey por tanto honor; besa la mano a la reina consorte; besa la mano a la reina madre.
El señor Sarmiento nombra del seno del Consejo de la Inquisición las inevitables comisiones: comisión para la construcción del «teatro» en que se ha de celebrar la fiesta; comisión de los estandartes y las arquillas de las sentencias; comisión de los familiares que han de acompañar al Consejo, y del dosel, sillas y bufetes; comisión de la publicación del auto, colgaduras, adornos y asientos del teatro, procesión de las cruces blanca y verde, nombramiento de los ministros para el gobierno de las procesiones, repartimiento de bastones y velas, guarda del teatro y dirección de la soldadesca, cuestiones de precedencia; comisión que determine lo que toca hacer a las congregaciones de San Pedro Mártir; comisión para ayudar al despacho de las causas y disponer los alojamientos y vestuario de los reos, hábitos penitenciales y estatuas, velas y varillas para la absolución; comisión del ritual para las abjuraciones de los reos y fórmula del juramento de S. M.; comisión, en fin, del refresco para ministros y servidores.
El señor Sarmiento, ayudado del secretario del Consejo, trabaja incansablemente, infatigablemente; invita al marqués de Malpica, para que, «según estilo y blasón de su casa», vaya acompañando al tribunal el día del auto; despacha órdenes a distintos tribunales, a fin de que remitan los reos a la corte; manda venir a la fiesta a los inquisidores de Toledo, Valencia, Valladolid, Avila, Segovia…
Preparado todo, dispónese la publicación del auto. El día de la Ascensión, a las tres de la tarde, se coloca solemnemente en el balcón principal del Inquisidor general el rico estandarte del Santo Oficio. La fachada está lujosamente vestida con soberbias colgaduras de damasco carmesí; suenan clarines en los balcones inmediatos; redoblan timbales en la calle. Van llegando poco a poco los invitados. A las cinco sale la cabalgata. Marchan delante el alguacil mayor y un familiar con las varas levantadas; rodean el estandarte ministros a caballo, notarios, comisarios, secretarios de Corte, regidores, recetores, contadores de resultas, secretarios de S. M., ilustres caballeros… La comitiva detiénese un momento en la plazuela de Doña María de Aragón. Inmensa muchedumbre llena la plaza, se apiña en los portales, se extiende por las calles inmediatas; y en el centro, cercada por el marco parduzco de las plebeyas ropas, destácase, fuerte y poderosa, la severa mancha del cortejo. Ondulan los airones de los sombreros; refulgen sobre el negro terciopelo de las ropillas las gruesas cadenas de oro; brillan las veneras de diamantes. El concurso enmudece; el pregonero clama:
Sepan todos los vecinos y moradores de esta villa de Madrid, corte de S. M., estantes y habitantes en ella, como el Santo Oficio de la Inquisición de la ciudad y reino de Toledo celebra auto público de fe, en la Plaza Mayor de esta corte, el domingo treinta de Junio de este presente año, y que se les conceden las gracias e indulgencias por los Sumos Pontífices dadas a todos los que acompañaren y ayudaren a dicho auto. Mándase publicar, para que venga a noticia de todos.
La multitud grita fervorosamente: ¡Viva la fe de Cristo!, y la comitiva se pone en marcha. Pasa por delante de Palacio, donde los reyes, detrás de las vidrieras, contemplan el espectáculo; y dase en este lugar el segundo pregón. Pasa por delante de la residencia de la reina madre, en la plazuela de Santa María, y se clama el tercer pregón. Recorre luego una larga vuelta; llega a Antón Martín por la calle Mayor, Puerta del Sol, Carrera de San Jerónimo, Cuatro Calles, Príncipe, Prado, León; vuelve a casa del inquisidor general por Atocha, Santa Cruz, Plaza Mayor, Amargura, Bordadores, San Ginés, Descalzas, Ángeles, Santo Domingo, Ancha, Convento del Rosario y Casas del Almirante. Torna a reposar el estandarte; márchanse a descansar los caballeros.
El día 28, antevíspera del auto, una compañía de 250 soldados llégase hasta la Puerta de Alcalá. El alcalde había prevenido allí gran cantidad de haces de leña. Toma un haz el capitán y lo coloca en la rodela; toma cada soldado un haz y lo pone en la pica. Luego marchan a Palacio. El capitán entrega su gavilla al duque de Pastrana; el duque de Pastrana se lo entrega al rey; el rey, «por su propia mano», se lo entrega a su esposa. Después torna el haz a manos del duque, y el duque se lo entrega al capitán, diciéndole cómo le ha encargado S. M. «que lo llevase en su nombre y fuese el primero que se echase en el fuego». Cumple el regio encargo el capitán, y el haz es depositado en el «brasero».
Al día siguiente se celebra la famosa procesión de las cruces verde y blanca. Sale de la Iglesia del Colegio de doña María de Aragón. Van delante familiares con sus bastones de ébano y plata; vienen después soldados, niños de la doctrina, el estandarte, llevado por el duque de Medinaceli, el rico estandarte con encajes y grandes borlones de plata, bordada la cruz verde en campo negro, a la derecha el ramo de oliva, a la izquierda la espada, armas y blasón del temido tribunal… Pasan inquisidores, notarios, grandes de España, frailes de todas las Ordenes; capuchinos, recoletos, mercenarios, agustinos, trinitarios, carmelitas, franciscanos, dominicos; un turbión enorme de clérigos, con sus pintorescas estameñas pardas, blancas, negras, que rodea las cruces y avanza, mientras la arcabucería hace salvas, cantando el Miserere, seguido de gentiles caballeros, escoltado por cincuenta alabarderos vestidos de raso negro con cabos de plata, plumas blancas y negras en los sombreros, lucientes alabardas en las manos; avanza lentamente por las calles de la corte, entre los resplandores últimos del sol que muere y los resplandores inciertos de los hachones, hasta depositar la verde cruz en el teatro del auto, la cruz blanca en el brasero de la quema.
El momento ha llegado. La sentencia va a ser leída a los reos. A las diez de esta misma noche, grave inquisidor y adyacente secretario se personan en la morada de los reos y léenles el siguiente confortativo documento:
Hermanos, vuestra causa se ha visto y comunicado con personas muy doctas y de grandes letras y ciencia, y vuestros delitos son tan graves y de tan mala calidad, que para castigo y ejemplo de ellos se ha hallado y juzgado que mañana habéis de morir. Prevenios y apercibios; y para que lo podáis hacer como conviene, quedan ahí dos religiosos.
Leído lo cual, y habiéndoles «explicado» (sic) a cada uno dichas palabras, se retiran majestuosamente los señores y comienzan los clérigos sus tareas.
A las tres de la madrugada principia el fúnebre habillamiento. Pénenles a unos corozas y capotillos de llamas; a otros hopalandas con dragones. Dánles a todos de almorzar a las cinco. Ciento veinte reos han de ser justiciados; veintiuno solamente reducidos a pavesas. A las siete, la herética comitiva abandona la cárcel.
Y llegados a este punto, preciso es relatar la más portentosa hazaña, el más estupendo ejemplo que vieron pasados tiempos ni esperan ver los venideros. Aconteció que, como hiciese falta un cerrajero para franquear las prisiones, fué el propio Excmo. Sr. D. Gregorio de Silva, él, personalmente, a buscar un profesor de este arte… «La gloria de esta acción —escribe el benemérito y sesudísimo cronista— la gloria de esta acción es justo que quede en la memoria para admiración de los siglos, y que se pondere en todos tiempos que el Excmo. Sr. D. Gregorio de Silva Sandoval y Mendoza de la Cerda de la Vega y Luna, conde de Saldaña, heredero del Infantado, duque de Pastrana, príncipe de Mélito, señor de la villa de Estremera y la Zarza y las de Valdaracete, Albalate y Zurita de los Canes, Escamilla, y de la de Bárdense y su heredamiento, y del lugar de Sayatón; de las baronías de la Roca, Anguitola, Franchiza y Caridad, y de la tierra del Pozo, en el reino de Napóles, provincia de Calabria; ultra-señor de la casa de Silva, alcaide del castillo y fortaleza de Zurita de los Canes, y capitán de las Guardias Viejas de Castilla, comendador mayor de Castilla, Orden y Caballería de Santiago, gentilhombre de la Cámara de S. M. y su montero mayor, duque de Funcavila, marqués de Argecilla y de la Puebla de Almenara y embajador extraordinario al rey cristianísimo; añade a la grandeza de tantos títulos el blasón de heroico familiar del Santo Oficio y dignísimo ministro del más santo tribunal».
Llegan los reos al teatro. Y, ¿cómo pintar y ponderar el maravilloso aparato de su fábrica? Ciento noventa pies tiene de largo; ciento de ancho. Diecinueve mil pies ocupa en total su planta. Se han hecho amplias gradas, espaciosos corredores, elegantes palcos para la nobleza y ministros, apartamientos —que hoy llamaríamos restaurants— para reponer de cuando en cuando las fuerzas con refrescos y viandas. Grandes toldos resguardan del sol al público; soberbias alfombras ocultan el suelo. Cubren las barandillas rojos damascos, paños morados las cátedras, tapices los bancos del tribunal. Y en el centro, en el altar, cubierta de negros crespones, alumbrada por doce grandes candelabros de plata, levántase amenazadora y terrible la cruz verde…
Llega, montado en gallardo caballo bayo, el obispo-inquisidor; llega con morada muceta y mantelete, chaperonado con sombrero de grandes borlas y cordones… Ya el rey está en su dorado balcón; y el obispo, hecha oración ante la cruz, revestido de los arreos pontificales, seguido de numeroso cortejo que lleva solemnemente soberbia cruz de pórfido guarnecida de oro, se adelanta a tomar a S. M. juramento. Jura el rey; jura el pueblo de Madrid, por boca del alcalde, en largo y patético discurso; y el divino sacrificio de la misa comienza, y tras el divino sacrificio viene el sacrificio humano.
El presidente agita la campanilla; comienza la lectura de las sentencias; aparecen los reos, la tosca soga de esparto al cuello, las apagadas amarillas velas en las manos. ¡Desdichada gente! Ya es un platero que se juzga posesor del espíritu de un santo; ya un sastre señalador de tesoros; ya un alguacil dos veces matrimoniado (y véase la redundancia del castigo); ya un chusco que confesara sin ser clérigo… Hay también mujeres, y son en su mayoría lozanas. No son muchas las que pasan de los cuarenta; hay niñas de catorce, de quince, de dieciséis, de diecisiete, de dieciocho años…
El fiscal lee las sentencias: van unos a galeras perpetuas, reciben otros azotes, confiscan a casi todos sus bienes.
Las horas pasan, tristes, monótonas, desesperantes; llega el mediodía, llega la tarde, llega la noche. Y entre las sombras, terminada la fiesta, fatigados del aburrimiento de las causas, rendidos de la pesadez de las prácticas religiosas, se retira el rey, se retira el inquisidor, en su litera de felpa morada, rodeado de doce lacayos con blandones, convoyado por tres coches con pajes y capellanes; se retira, piadoso y satisfecho, el pueblo.
Al día siguiente, en el camino de Fuencarral, el brasero arde. Los veintiún reos son edificantemente socarrados. Los hubo que confesaron humildemente sus culpas; los hubo que se negaron a toda rectificación. Los primeros fueron antes ahorcados; los segundos fueron quemados vivos. Y fué tal su entereza, que ellos mismos se arrojaron a las llamas…
Las condiciones sociales cambian; las Cortes de Cádiz discuten la abolición del Santo Oficio. En volumen separado del Diario se ha publicado tan memorable debate. Son interesantes el dictamen de la comisión, la concienzuda impugnación de D. Francisco Riesco, los escritos de Ruiz Padrón y Villanueva, los discursos de Arguelles y Mejía.
El 22 de Febrero de 1813 se decreta la abolición. En los tomos XVII y XVIII del Diario de Cortes pueden verse las numerosas felicitaciones que el Congreso recibió de toda España, discretas unas, ridiculas otras: la de la guarnición de Granada, en que se dice que el Tribunal de la Fe «eclipsa las glorias de las armas españolas»; la de los buenos ciudadanos de Cádiz, entre los cuales firman Manuel José Quintana, Francisco Martínez de la Rosa y otros de menor vuelo, como Eugenio de Tapia, Sánchez Barbero y Teodoro de la Calle; la del cura de Horcajo, quien confiesa que el decreto de abolición debe esculpirse en letras de oro, y que le causó a él tanto placer, que «para desahogarse recurrió al templo con sus ovejas a dar gracias a Dios por su providencia adorable»; la del obispo de Canarias, en fin, que expresa el «sincero agrado» con que en toda la diócesis han sido recibidas «tan sabias disposiciones».
En 1814 el tribunal es restablecido. Pero en 1820 (9 de Marzo) el pueblo se amotina y saquea las cárceles del Santo Oficio. «¡Ah, si yo fuera capaz de decir algo de lo que mis ojos vieron aquel día, que fué el último de la Inquisición en España!», exclama Salustiano de Olózaga. La muchedumbre invade los subterráneos; hace saltar en astillas los aparatos del tormento; rompe las puertas de los calabozos; pasea triunfalmente por frente de Palacio los presos…
La Inquisición ha terminado.
Fuentes:
Adolfo de Castro. Historia de los judíos en España. (Cádiz, 1847).
Novísima recopilación.
Gonzalo Suárez de Paz. Praxis ecclesiastica et saecularis. (Madrid, 1790). (La primera edición es de 1583).
José del Olmo. Relación histórica del auto general de fe que se celebró en Madrid este año de 1680. (Madrid, 1680).
Discusión del proyecto de decreto sobre el tribunal de la Inquisición. (Cádiz, 1813).
Diario de las discusiones y actas de las Cortes; tomos XVII y XVIII. (Cádiz, 1813).
Salustiano de Olózaga. Recuerdos de la historia política del presente siglo, en el Almanaque de Las Novedades para 1860.
Azorín
El alma castellana (1600-1800)
El alma castellana es un texto emblemático de José Martínez Ruiz, en el que alimenta el primer Azorín, aparecido en la primavera de 1900, y que incorpora, modificado en parte, su anterior folleto Los hidalgos. Supone una reconstrucción histórica de los siglos XVII y XVIII. Sin ser plenamente obra que marque un punto de inflexión, sí que significa una transición marcada hacia los temas que van a configurar, en el futuro, su estética, desarrollada en un estilo más cuidado, mejor construido, de mayor contenido lírico y con una preocupación destacada por penetrar en la esencia de las cosas, dirigiendo el foco de atención artística hacia los pequeños hechos de la vida cotidiana.
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