Deteneos, apartad esos escombros funestos que son obra vuestra, y quedaos conmigo en paz en el que es mi edificio inquebrantable

Nos enteramos de que el 7 de marzo de 1763 todo el Consejo de Estado, reunido en Versalles, con asistencia de los ministros de Estado, y bajo la presidencia del canciller, el maestro relator, señor de Crosne, leyó su informe sobre el caso Calas con la imparcialidad de un juez, la exactitud de un hombre perfectamente instruido y la elocuencia simple y verdadera de un orador hombre de Estado, la única que conviene en tal asamblea. Una multitud prodigiosa de personas de todo rango esperaba en la galería del palacio la decisión del Consejo. Pronto se anunció al rey que todos los votos, sin exceptuar ninguno, habían dispuesto que el Parlamento de Toulouse enviara al Consejo las piezas del proceso y los motivos de su sentencia, la que hizo expirar a Jean Calas en la rueda. Su Majestad aprobó el fallo del Consejo.
¡Hay pues humanidad y justicia entre los hombres! Y principalmente en el Consejo de un rey amado y digno de serlo. El caso de una desgraciada familia de ciudadanos oscuros ha ocupado a su Majestad, a sus ministros, al canciller y a todo el Consejo, y ha sido discutido con un examen tan meditado como puedan serlo los mayores objetivos de la guerra y de la paz. El amor a la equidad, el interés del género humano, ha guiado a todos los jueces. ¡Gracias le sean dadas a ese Dios clemente, el único que inspira la equidad y todas las virtudes!
Damos fe de que nunca hemos conocido a ese infortunado Calas, al que los ocho jueces de Toulouse hicieron perecer basándose en los más débiles indicios, contra las ordenanzas de nuestros reyes, y contra las leyes de todas las naciones; ni a su hijo Marc-Antoine, cuya extraña muerte indujo a esos ocho jueces al error; ni a la madre, tan respetable como desgraciada, ni a sus inocentes hijas, que vinieron con ella desde doscientas leguas de distancia para poner su desastre y su virtud a los pies del trono.
Ese Dios sabe que sólo nos ha animado un espíritu de justicia, de verdad y de paz cuando hemos escrito lo que pensamos sobre la tolerancia con motivo de Jean Calas, al que el espíritu de intolerancia hizo morir.
No hemos creído ofender a los jueces de Toulouse al decir que se equivocaron, como todo el Consejo ha supuesto: al contrario, les hemos abierto un camino para justificarse ante toda Europa, ese camino es el de reconocer que unos indicios equívocos y los gritos de una multitud insensata han sorprendido a su justicia; el de pedir perdón a la viuda, y el de reparar, en lo que puedan, la completa ruina de una familia inocente, uniéndose a los que la socorren en su aflicción. Hicieron morir al padre injustamente; les corresponde a ellos ejercer de padre para con sus hijos, en el supuesto de que esos huérfanos quieran recibir de ellos una débil señal de un justo arrepentimiento. Será bueno para los jueces ofrecerla y para la familia rechazarla.
Corresponde sobre todo al señor David, capitoul de Toulouse, si ha sido el primer persecutor de la inocencia, dar ejemplo de remordimiento. Insultó en el patíbulo a un padre de familia moribundo. Esa crueldad es inaudita, pero, puesto que Dios perdona, los hombres deben perdonar también a quien repara sus injusticias.
Me han escrito desde el Languedoc esta carta, del 20 de febrero de 1763:
Vuestra obra sobre la tolerancia me parece llena de humanidad y de verdad, pero temo que pueda hacer más mal que bien a la familia de los Calas. Puede irritar a los ocho jueces favorables al suplicio de la rueda: pedirán al Parlamento que se queme vuestro libro, y los fanáticos, pues siempre los hay, responderán con gritos de furor a la voz de la razón, etcétera.
He aquí mi respuesta:
Los ocho jueces de Toulouse pueden hacer quemar mi libro, si eso es bueno; no hay nada más fácil: se quemaron las Lettres Provinciales, que valían sin duda mucho más: cada cual puede quemar en su casa los libros y papeles que le disgusten.
Mi obra no puede hacer ni bien ni mal a los Calas, a los que no conozco. El Consejo del rey, imparcial y firme, juzga según las leyes, según la equidad, sobre las pruebas, sobre los procedimientos, y no sobre un escrito que no es en absoluto jurídico y cuyo fondo es absolutamente ajeno al asunto que juzga.
De nada serviría imprimir infolios a favor o en contra de los ocho jueces de Toulouse, y a favor y en contra de la tolerancia; ni el Consejo ni ningún tribunal considerarán esos libros como piezas del proceso.
Estoy de acuerdo con que hay fanáticos que gritarán, pero mantengo que hay muchos lectores sabios que razonarán.
He sabido que el Parlamento de Toulouse y algunos otros tribunales tienen una jurisprudencia singular; admiten cuartos, tercios y sextas partes de prueba. De ese modo, con seis síes de un lado, tres de otro y cuatro cuartos de presunción, forman tres pruebas completas; y con esa bella demostración mandan sin misericordia a un hombre al suplicio. Un ligero conocimiento del arte de razonar bastaría para hacerles adoptar otro método. Eso que se llama una semiprueba no puede ser sino una sospecha: no hay rigor en la semiprueba; o una cosa está probada o no lo está, no hay punto intermedio.
Cien mil sospechas reunidas no pueden establecer una prueba, como cien mil ceros no pueden componer un número.
Hay cuartos de tono en la música, aunque no puedan ejecutarse; pero no hay ni cuarto de verdad ni cuarto de razonamiento.
A dos testigos que sostengan su declaración se les considera que han aportado una prueba; pero eso no es suficiente: hace falta que esos dos testigos lo sean sin pasión, sin prejuicios y, sobre todo, que lo que dicen no choque con la razón.
De nada serviría que cuatro personajes de lo más serio dijeran que han visto a un anciano enfermo agarrar por el cuello a un joven vigoroso y tirarlo por la ventana a cuarenta pasos de distancia: está claro que habría que meter a esos cuatro testigos en el manicomio.
Sin embargo, los ocho jueces de Toulouse condenaron a Jean Calas basándose en una acusación mucho más improbable; pues ni hubo ningún testigo ocular que haya dicho haber visto a un anciano enfermo, de sesenta y ocho años, agarrar él sólo a un joven de veintiocho y sumamente robusto.
Unos fanáticos han dicho solamente que otros fanáticos les habían dicho que habían oído decir a otros fanáticos que Jean Calas, gracias a una fuerza sobrenatural, había ahorcado a su hijo. Se ha dictado por lo tanto una sentencia absurda basada en acusaciones absurdas.
No hay más remedio para semejante jurisprudencia que aquellos que adquieren el derecho de juzgar a los hombres realicen de ahora en adelante mejores estudios.
Este escrito sobre la tolerancia es una petición que la humanidad hace muy humildemente al poder y a la prudencia. Siembro un grano que algún día podrá producir una cosecha. Esperemos todo del tiempo, de la bondad del rey, de la sabiduría de sus ministros y del espíritu de la razón que comienza a expandir su luz por doquier.
La naturaleza les dice a todos los hombres: os he hecho nacer a todos débiles e ignorantes, para vegetar algunos minutos sobre la tierra y para abonarla con vuestros cadáveres. Puesto que sois débiles, socorreos unos a otros; puesto que sois ignorantes, ilustraos y ayudaos. Cuando todos seáis de la misma opinión, lo que seguramente no ocurrirá nunca, cuando no haya más que un solo hombre con una opinión contraria, deberéis perdonarlo, pues soy yo la que le hace pensar como piensa. Os he dado brazos para cultivar la tierra, y un pequeño resplandor de razón para que os guieis: he puesto en vuestros corazones un germen de compasión para que os ayudéis los unos a los otros a soportar la vida. No ahoguéis ese germen, no lo corrompáis, sabed que es divino, y no sustituyáis la voz de la naturaleza por los miserables furores de la escuela.
Soy yo sola la que os une a pesar vuestro por vuestras mutuas necesidades, en medio incluso de vuestras crueles guerras emprendidas tan ligeramente, eterno teatro de los errores, de los azares y de las desgracias. Soy yo sola la que en una nación detiene las funestas consecuencias de la división interminable entre la nobleza y la magistratura, entre esos dos cuerpos y el del clero, incluso entre el burgués y el campesino. Ignoran todos los límites de sus derechos, pero, a la larga, y a su pesar, todos escuchan mi voz, que les habla al corazón. Yo sola conservo la equidad en los tribunales, donde sin mí todo sería entregado a la indecisión y a los caprichos, en medio de un confuso amasijo de leyes hechas a menudo al azar, y por una necesidad pasajera, diferentes entre sí de provincia en provincia, de ciudad en ciudad, y casi siempre contradictorias entre sí en el mismo lugar. Yo sola puedo inspirar la justicia, mientras que las leyes no inspiran sino enredos: el que me escucha siempre juzga bien, y el que sólo busca conciliar opiniones que se contradicen es el que se extravía.
Hay un edificio inmenso cuyos cimientos he colocado con mis manos; era sólido y sencillo, todos los hombres podían entrar en él sintiéndose seguros; han querido añadirle los ornamentos más extraños, más groseros y más inútiles; el edificio está en ruinas por todas partes, los hombres recogen las piedras y se las arrojan a la cabeza; les grito: «Deteneos, apartad esos escombros funestos que son obra vuestra, y quedaos conmigo en paz en el que es mi edificio inquebrantable».

Voltaire
Contra el fanatismo religioso

Este libro condensa los argumentos clave contra la intolerancia que Voltaire elaboró en su Tratado sobre la tolerancia con motivo del caso Calas. Las razones y conclusiones de Voltaire eran tan válidas entonces como lo son hoy, y la pertinencia de este texto resulta inquietante.
A lo largo de la historia, algunos libros han cambiado el mundo. Han transformado la manera en que nos vemos a nosotros mismos y a los demás. Han inspirado el debate, la discordia, la guerra y la revolución. Han iluminado, indignado, provocado y consolado. Han enriquecido vidas, y también las han destruido.

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