Abeto (1) - Crónica de Navidad

Crónica de Navidad
A estas alturas del año, cuando llega la Navidad, me acuerdo siempre de mi abuelo. Es decir, me acuerdo muchas veces de mi abuelo pero me acuerdo mucho más en Navidad porque mientras vivió mi abuelo fue la época más feliz de mi vida. Yo era el hijo mayor de su hijo mayor, me llamo António Lobo Antunes porque ése era su nombre
(aunque preferiría tener en el carné de identidad nombres como Cisco Kid o Hopalong Cassidy)
me llevó a Padua a hacer la primera comunión después de que me confesase debidamente en su casa el señor párroco
(los sábados mi abuelo daba una comida a los curas y el de Amadora aprovechaba para agarrarme la cabeza con besos enternecidos
—Ay, angelito, ay, angelito
embadurnándome con fervores místicos, vamos a partir del principio de que eran fervores místicos y yo me torcía y me retorcía porque me molestaba la saliva y las manos demasiado calientes y blandas)
me llevó a Padua, en un Nash, a hacer la primera comunión, España, Francia, Suiza, Italia, pasé días vomitando en el automóvil, me aburrí de muerte en los museos donde mi padre me soltaba conferencias interminables delante de los cuadros y las estatuas, y me aburrí de muerte porque no había un solo cuadro que representase a Cisco Kid, sólo señoras de encaje, Cristos en agonía y leprosos de piedra a los que les faltaban trozos, fui atropellado por una bicicleta en Berna, en la iglesia de San Antonio me vi en apuros con la hostia que no se despegaba del paladar y yo dividido entre las ganas de meter allí dentro el dedo y el pánico de lastimar a Jesús con la uña, me perdí en Venecia, comí muchos helados, cuando volví mi hermano João se había roto un brazo, tía Madalena mandó que lo escayolasen y me mordí de envidia por estar entero sin nada colgado del cuello.
Pero volviendo a las Navidades, en casa de mi abuelo eran un acontecimiento. Después del pavo y antes de las tías polvorientas de Brasil que vivían por la zona de la calle Braamcamp y a las que sólo veía en diciembre
(me acuerdo de pisos oscuros, de brillos de plata en la penumbra, de pianos, de criadas que se llamaban todas Conceição, de viejecitas que olían a medicina, tía Mimi, tía Biluca, de muebles amenazadores y de pasillos sin fin)
mi abuela ordenaba a una de las hijas
—Mande entrar al personal
el personal se alineaba contra la pared, el guardés, la mujer del guardés, los hijos del guardés, el jardinero, la cocinera, los restantes mujiks, mi abuela con una pompa de condecoraciones de 10 de junio distribuía cruces de guerra de envoltorios con cosas blandas, medias, camisetas y tal, entre los siervos agradecidos. Una vez satisfechos los mujiks, que regresaban en fila a las catacumbas de la cocina
(a mí me encantaba ir a la cocina porque toda la gente se levantaba y me hacía reverencias mientras en la sala no me hacían ningún caso y seguían jugando a las cartas o, si me lo hacían, era para decir
—Niño, cállate
entre dos canastas de mano)
se pasaba al belén con montañas de cartulina, musgo y pedazos de espejo que simulaban lagos, delante del cual crecía un Himalaya de regalos. Había cosas de vestir que alegraban a mi madre y me enfurecían a mí puesto que las cosas de vestir eran regalos para ella y nunca vi que Hopalong Cassidy usase abrigos y pantalones cortos, y cosas que me alegraban a mí y enfurecían a mi madre tales como revólveres de fogueo y otras maravillas de hacer ruido que alteraban la canasta
(–Vete a pegar tiros, y a incordiar a otra parte que así no puedo concentrarme)
sin hablar de las pelotas que rompían cristales y soperas, de los caramelos cuyos papeles pegajosos se fijaban a los vestidos de la familia ni de los coches de cuerda que, si alguien les ponía un pie encima, le hacían dar un salto mortal hacia atrás más espectacular que los de los acróbatas del Coliseo. Mi abuelo con boquilla presidía la confusión sonriendo
(fue la única persona que nunca me mandó callar ni dejar de pegar tiros y a quien mis incordios lo divertían)
y como buen oficial de Caballería y veterano de guerra no le parecía mal que yo fusilase a las visitas con tiros en las orejas, visitas que se sobresaltaban del susto y caían en las sillas, muy pálidas, con la mano en el pecho, mirándome como si me quisiesen pulverizar y sonriéndole con una risita desmayada
—Su nieto tiene mucha vida
en la que se adivinaba el deseo incomprensible de verme atado de pies y manos con una mordaza en la boca.
Después mi abuelo murió, vendieron la casa, la familia se dispersó y las Navidades se acabaron. Las Navidades son ahora lo que veo en los escaparates de las tiendas: las Felices Fiestas de las empresas, las pastelerías con billetes de quinientos escudos sujetos a los abetos con pinzas de la ropa, un Papá Noel triste a la puerta de un supermercado distribuyendo publicidad de margarinas y teléfonos móviles. Las Navidades ahora soy yo tras las palabras de una novela, con un bloc en las rodillas, la cocina sin ningún mujik, mis hermanos con el pelo blanco, sobrinos que nunca han oído hablar de Cisco Kid. Pero puede ser que el año que viene me regalen una pistola de fogueo y al disparar el primero reaparezca mi abuelo, vuelva a ponerme la mano en el hombro, me haga aquella caricia que me hacía con el pulgar en la nuca
(–Mi nietecito)
y yo sienta de nuevo su fuerza y ternura, sienta de nuevo, como siempre sentí, que estando junto a él nunca ninguna cosa mala, ninguna cosa triste, ninguna cosa desagradable podría ocurrirme porque mi abuelo no lo habría permitido.

António Lobo Antunes
Libro de crónicas

«Al cabo de cinco años colaborando con O Público, y con la certeza constante de que me hacen falta doscientos para las novelas que pretendo hacer, es el momento de abandonar estas pequeñas prosas». Con este comunicado ponía Lobo Antunes fin a su labor como cronista periodístico, un legado compuesto de pequeños relatos, ensayos y diversas misceláneas que conforman un volumen único donde la escritura brilla con luz propia. La vida cotidiana en su Lisboa natal, los recuerdos de su infancia y reflexiones sobre el amor, la soledad, la memoria o la enfermedad jalonan las páginas de este hermoso libro. «Alguien podría pensar que estas crónicas no forman parte de las grandes obras maestras que Lobo Antunes nos va proporcionando de tan aplastante manera, que se trata de un libro más “ligero” y menor dentro de su bibliografía, pero desecharlo o no prestarle atención sería un grave error y desconocer sobre todo el sentido de su trabajo». Rafael Conte, Babelia, El País.

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