Después George ocupó el lugar de Max, que se retiró a descansar. Durante la guardia se vio de nuevo una gran hoguera resplandeciente, en la otra orilla del valle. Como antes, estaba rodeada de figuras que se distinguían por sus formas opacas y se encontraban entre el espectador y la fulgurante luz roja, y se movían y flotaban como si celebraran alguna ceremonia mística. George, aunque también cauto, tenía un carácter más temerario que el de su hermano mayor. Resolvió examinar más de cerca aquello que tanto le sorprendía; y, así, tras atravesar el riachuelo que dividía el valle, subió a la otra orilla y quedó a un tiro de piedra de la hoguera, que refulgía con el mismo ardor que cuando la vio por primera vez.
La apariencia de los asistentes que la rodeaban recordaba la de los fantasmas que se ven en sueños inquietos, y rápidamente confirmó la idea que había tenido desde el primer momento, es decir, que no pertenecían al mundo humano. Entre esas extrañas formas sobrenaturales George Waldeck distinguió la de un gigante cubierto de pelo, sin más indumentaria que una corona de hojas de roble sobre su frente y sus riñones: sostenía en la mano un abeto arrancado de raíz con el que, de vez en cuando, parecía avivar la resplandeciente hoguera. El corazón de George se encogió al reconocer la famosa aparición del demonio del Harz, tal y como la habían descrito a menudo los pastores y cazadores que habían visto su forma a su paso por las montañas. Se dio la vuelta, estuvo a punto de salir corriendo, pero, pensándolo dos veces, y maldiciendo su cobardía, recitó mentalmente los versos de los salmos, «¡Alabadle, vosotros todos sus ángeles!», que en aquella región se consideraba un poderoso exorcismo, y se volvió de nuevo hacia el lugar en el que había visto el fuego. Pero ya no estaba.
Solo la pálida luna alumbraba ese lado del valle; y, cuando George, con paso tembloroso, la frente húmeda y el pelo erizado bajo el cuello de la camisa, llegó al lugar donde había visto el fuego, marcado por un roble chamuscado, no había en el brezal ningún vestigio de lo que había visto. El musgo y las flores silvestres estaban intactos, y las ramas del roble, que apenas unos instantes antes estaban envueltas en coronas de fuego, estaban húmedas del rocío de medianoche.
Walter Scott
El anticuario
Una espléndida mañana de verano a finales del siglo XVIII, mientras Europa se bate en guerra y en las islas Británicas se teme una invasión de las tropas revolucionarias francesas, dos viajeros coinciden en Edimburgo en la parada de la diligencia con destino a Fairport, en la costa oriental de Escocia. Uno de ellos es el señor de Monkbarns, cuya pasión son la arqueología y los libros antiguos: está convencido de que en sus posesiones se oculta un campamento romano. El otro es un joven apuesto y callado que solo dice llamarse Lovel y viajar tanto por negocios como por placer. Una vez en Fairport, la identidad y los propósitos del joven no solo serán la comidilla de la población sino que conducirán a arrebatados y peligrosos lances. En El anticuario (1816), una de las obras maestras de Walter Scott —en nueva traducción de Francisco González, Arturo Peral y Laura Salas—, la imaginación romántica despliega espectacularmente todos sus personajes, paisajes y conflictos: desde imprevistas subidas de marea en una playa al borde de un acantilado hasta duelos en las ruinas de un monasterio, pasando por tesoros enterrados, cultos secretos y apariciones fantasmales. La galería de figuras es, por lo demás, impresionante: mendigos por vocación, condes lánguidos con un espantosa culpa en su pasado, capitanes pendencieros, baronets en la ruina, nigromantes alemanes y una muchacha enamorada que cree que es su «deber» no casarse por debajo de su condición. Es ésta una novela, sin embargo, en la que no es romántico todo lo que lo parece, y en la que el humor y la lucidez brillan con genialidad.
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