VIII. Ante una copita de coñac
La discusión terminó pero, extrañamente, Fiódor Pávlovich, que antes se había divertido tanto, acabó de pronto con el ceño fruncido. Y con el ceño fruncido se atizó otra copita de coñac, que estaba ya totalmente de más.
—¡Largo de aquí, jesuitas, fuera! —gritó a los criados—. Vete, Smerdiakov. Hoy te mandaré la moneda de oro prometida. No llores, Grigori, vete con Marfa, ella te consolará y te acostará. Esos canallas no le dejan a uno un minuto de tranquilidad después de la comida —dijo bruscamente y con despecho una vez que los criados se hubieron retirado, acatando su orden al instante—. Smerdiakov ahora siempre se planta aquí después de la comida, ¿es en ti en quien tiene tanto interés? ¿Con qué lo habrás engatusado? —añadió dirigiéndose a Iván Fiódorovich.
—Con nada en absoluto —contestó éste—. Se le ha ocurrido respetarme; es un lacayo y un patán. Por lo demás, será carne de cañón de vanguardia cuando llegue el momento.
—¿De vanguardia?
—Habrá otros y mejores, pero también de este tipo. Primero irán éstos y luego los mejores.
—Y ¿cuándo llegará el momento?
—El cohete arderá, pero quizá no hasta el final. Al pueblo, por ahora, no le gusta demasiado escuchar a estos pinches de cocina.
—Así es, hermano, una burra de Balaam como él piensa y piensa, y el diablo sabe hasta dónde pueden llevarlo sus pensamientos.
—Acumula ideas —dijo Iván con una sonrisa burlona.
—Verás, sé muy bien que a mí no me soporta, como tampoco soporta a todos los demás, a ti incluido, aunque creas que «se le ha ocurrido respetarte». Y todavía menos a Aliosha, a quien desprecia. Aunque no roba, ésa es la cuestión, ni es chismoso; calla, no airea los trapos sucios, prepara unas empanadas magníficas; por lo demás, que se vaya al diablo, a decir verdad, ¿de qué sirve hablar de él?
—De nada, desde luego.
—Y, en cuanto a lo que puede llegar a imaginar, al campesino ruso, hablando en general, hay que azotarlo. Siempre lo he afirmado. Nuestro campesino es un estafador, no hay que compadecerlo, y está muy bien que, incluso ahora, de vez en cuando se lleve una zurra. La tierra rusa es fuerte por sus abedules. Si se destruyen los bosques, será el fin para la tierra rusa. Yo estoy a favor de la gente inteligente. Nosotros, con gran inteligencia, hemos dejado de golpear a los campesinos, y ellos mismos siguen azotándose entre sí. Y hacen bien. Con la misma medida con que medís, os medirán a vosotros, ¿se dice así? En una palabra, os medirán. Y Rusia es una porquería. Amigo mío, si supieras cómo odio Rusia… Es decir, no Rusia, sino todos estos vicios… y quizá Rusia, también. Tout cela c’est de la cochonnerie. ¿Sabes lo que me gusta? Me gusta el ingenio.
—Se ha bebido otra copita. Debería parar.
—Espera, me beberé una más y luego otra, entonces pararé. No, espera, me has interrumpido. Al pasar por Mókroie pregunté a un viejo, y me dijo: «Lo que más nos gusta es sentenciar a las muchachas al castigo de azotes, y dejamos a todos los mozos que den los latigazos. Y después, a la que ha recibido el castigo el mozo la toma por esposa, así que ahora, para las propias chicas, se ha convertido en una costumbre». Una especie de marqueses de Sade, ¿no? Di lo que quieras, pero es ingenioso. ¿Por qué no nos acercamos y echamos un vistazo, eh? Alioshka, ¿te has puesto rojo? No te avergüences, hijo. Es una pena que, hace un rato, cuando estaba con el padre higúmeno, no esperase a estar en la mesa para hablarles a los monjes de las chicas de Mókroie. Aliosha, no te enfades por que haya ofendido a tu higúmeno hace un rato. La rabia se apodera de mí, hermano. Porque, si hay Dios, si existe, bueno, entonces, por supuesto, soy culpable y responderé por ello, pero, si no existe en absoluto, ¿qué se merecen entonces esos padres tuyos? No basta con cortarles la cabeza, porque frenan el progreso. ¿Me crees, Iván, que esto desgarra mis sentimientos? No, no me crees, lo veo en tus ojos. Crees lo que dice la gente, que soy solo un bufón. Aliosha, ¿crees que no soy solo un bufón?
—Creo que no es solo un bufón.
—Creo que lo crees y que hablas con sinceridad. Miras con sinceridad y hablas con sinceridad. No como Iván. Iván es altivo… Pero, con todo, yo acabaría con ese pequeño monasterio tuyo. Tomaría todo ese misticismo de una tacada de toda la tierra rusa y lo eliminaría, para hacer entrar en razón de una vez por todas a todos esos imbéciles. ¡Y cuánta plata y cuánto oro entrarían en la casa de la moneda!
—¿Y para qué eliminarlo? —preguntó Iván.
—Para que resplandezca más pronto la verdad, para eso.
—Pero, si esta verdad resplandece, usted sería el primero en ser saqueado y luego… eliminado.
—¡Bah! Quizá tengas razón tú. ¡Ah, qué burro soy! —gritó de repente Fiódor Pávlovich, dándose una leve palmada en la frente—. Bueno, pues en ese caso, que siga en pie tu pequeño monasterio, Alioshka. Y nosotros, gente inteligente, estaremos a resguardo, bien calientes, tomando coñac. ¿Sabes, Iván, que debió de ser Dios quien estableció las cosas de este modo a propósito? Dime, Iván: ¿existe Dios o no? Espera: ¡di la verdad, habla en serio! ¿Por qué te ríes otra vez?
—Me río porque usted mismo, hace un momento, ha hecho una ingeniosa observación sobre la fe de Smerdiakov en la existencia de esos dos eremitas que pueden hacer que se muevan las montañas.
—¿Acaso hay semejanza con lo de ahora?
—Mucha.
—Bueno, eso es que yo también soy un hombre ruso y tengo un rasgo ruso, y a ti, filósofo, puedo encontrarte también un rasgo del mismo género. ¿Quieres que lo haga? Apuesto a que mañana mismo lo encuentro. Pero dime: ¿existe Dios, sí o no? ¡En serio! En este momento necesito que lo digas en serio.
—No, Dios no existe.
—Alioshka, ¿existe Dios?
—Sí.
—Iván, y ¿existe la inmortalidad, sea la que sea, incluso la más pequeña, la más diminuta?
—No, la inmortalidad tampoco existe.
—¿Ninguna?
—Ninguna.
—¿Cero absoluto? ¿O hay algo? ¿Es posible que al menos exista algo? ¡No dirás que no hay nada!
—Cero absoluto.
—Aliosha, ¿existe la inmortalidad?
—Sí.
—¿Y Dios y la inmortalidad?
—Tanto Dios como la inmortalidad. La inmortalidad está en Dios.
—Hum. Probablemente Iván tenga razón. Señor, y ¡pensar todo lo que el hombre ha entregado a la fe, todas las fuerzas que ha gastado en balde en nombre de este sueño y desde hace tantos miles de años! Pero ¿quién se ríe del hombre de ese modo? ¿Iván? Por última vez, definitivamente: ¿existe Dios o no? ¡Te lo pregunto por última vez!
—Y por última vez digo que no.
—Pero, entonces, ¿quién se ríe de la gente, Iván?
—Debe de ser el demonio. —Iván Fiódorovich se sonrió burlonamente.
—¿Y el demonio existe?
—No, el demonio tampoco existe.
—Lástima. Que el diablo me lleve, ¡lo que le haría, después de esto, al primero que inventó a Dios! ¡Sería poco colgarlo de un triste álamo!
—No existiría civilización alguna de no haberse inventado Dios.
—¿No existiría? ¿Sin Dios?
—Así es. Y el coñac tampoco. Con todo, ya va siendo hora de retirárselo a usted.
—Espera, espera, espera, querido mío, una copita más. He ofendido a Aliosha. ¿No estás enfadado conmigo, Alekséi? ¡Mi querido Alekséichik, mi Alekséichik!
—No, no estoy enfadado. Sé cuáles son sus pensamientos. Tiene mejor corazón que cabeza.
—¿Que tengo mejor corazón que cabeza? Señor, ¿y eres tú quien dice eso? Iván, ¿quieres a Aliosha?
—Lo quiero.
—Quiérelo. —Fiódor Pávlovich estaba ya borracho como una cuba—. Escucha, Aliosha, hace un rato cometí una grosería con tu stárets. Pero estaba excitado. Dime, ese stárets tiene ingenio, ¿no te parece, Iván?
—Quizá sí.
—Lo tiene, lo tiene, il y a du Piron là-dedans.[24] Es un jesuita, ruso, quiero decir. Como en toda criatura honrada, bulle una indignación oculta en él, porque debe representar un papel… por el aire de santidad que tiene que darse.
—Pero él cree en Dios.
—Ni por asomo. ¿No lo sabías? Pero si él mismo se lo dice a todos; bueno, no a todos, sino a todas las personas inteligentes que van a visitarlo. Al gobernador Schultz le soltó directamente: credo, pero no sé en qué.
—¿De verdad?
—Así es. Pero lo respeto. Hay algo mefistofélico en él o, mejor, de Un héroe de nuestro tiempo… ¿Cómo se llama? ¿Arbenin?[25] En definitiva, es un lujurioso; lo es hasta tal punto que incluso ahora me daría miedo que mi hija o mi mujer fueran a confesarse con él. ¿Sabes? Cuando se pone a contar historias… Hace tres años nos invitó a tomar el té, con un licorcito también (las señoras le mandan licores), y cuando se puso a pintar su pasado nos partíamos de risa… Sobre todo cómo había curado a una paralítica. «Si no me dolieran las piernas, os enseñaría un bailecito.» Qué tipo, ¿eh? «En mis días hice bastantes santas locuras», dijo. Una vez le birló sesenta mil rublos al comerciante Demídov.
—¿Cómo? ¿Se los robó?
—Demídov se los llevó creyendo que era un hombre decente: «Guárdamelos, hermano, mañana vendrán a hacerme un registro». Y él se los guardó. «Los has donado a la Iglesia, ¿no?», le dijo. Y yo le digo: «Eres un canalla». «No —me responde—, no soy un canalla, sino un hombre desprendido…» Aunque no se trataba de él… Se trataba de otro. Lo he confundido con otro… y no me había dado cuenta. Bueno, una copita más y basta; llévate la botella, Iván. Estaba mintiendo, ¿por qué no me has frenado, Iván…? ¿Por qué no me has dicho que estaba mintiendo?
—Sabía que se frenaría usted mismo.
—Mientes, lo has hecho por maldad, solo por maldad. Me desprecias. Has venido a mí y en mi propia casa me desprecias.
—Me voy: el coñac se le sube a la cabeza.
—Te he suplicado en nombre de Cristo que fueras a Chermashniá… un día o dos, y tú no vas.
—Iré mañana, si insiste tanto.
—No irás. Quieres quedarte aquí para espiarme, eso es lo que quieres, alma pérfida; por eso no te vas, ¿eh?
El viejo no se calmaba. Había llegado a ese punto de embriaguez en que ciertos borrachos, hasta entonces tranquilos, de repente quieren enfurecerse y alardear.
—¿Qué haces mirándome así? ¿Qué ojos son ésos? Tus ojos me miran y me dicen: «Cerdo borracho». Ojos suspicaces, ojos desdeñosos… Has venido aquí con algo en la cabeza. Aliosha me mira y sus ojos brillan. Aliosha no me desprecia. Alekséi, no quieras a Iván…
—¡No la tome con mi hermano! Deje de ofenderlo —dijo de repente Aliosha con firmeza.
—Está bien, como quieras. Huy, me duele la cabeza. Llévate el coñac, Iván, es la tercera vez que te lo digo. —Se quedó pensativo y bruscamente asomó a sus labios una sonrisa larga y astuta—. No te enfades, Iván, con este viejo enclenque. Sé que no me quieres, pero no te enfades. No hay motivos para quererme. Irás a Chermashniá, luego yo iré a buscarte y te llevaré un regalo. Te enseñaré allí a una chica a la que le tengo echado el ojo hace tiempo. Ahora va descalza. No tengas miedo de las chicas descalzas, no las desprecies: ¡son perlas! —Y se dio un sonoro beso en la punta de los dedos—. Para mí —se reanimó de pronto todo él, como si por un momento, al tocar su tema preferido, se le hubiera pasado la borrachera—, para mí… ¡Ay, muchachos! Hijos míos, cerditos míos, para mí… ¡En toda mi vida no ha habido una mujer fea, ésa es mi norma! ¿Podéis entenderlo? ¿Cómo vais a entenderlo, vosotros? Todavía tenéis leche en las venas en lugar de sangre, ¡no habéis salido del cascarón! Conforme a mi norma, en cada mujer se puede encontrar, maldita sea, algo de extraordinario interés, algo que no encontrarás en ninguna otra: solo hay que saber encontrarlo, ¡ése es el truco! ¡Es un talento! Para mí, no hay mujeres feas: el mero hecho de que una mujer sea mujer ya es la mitad de todo… Pero ¡cómo vais a entenderlo vosotros! Incluso en las solteronas a veces se encuentra algo que te hace maravillarte de todos los imbéciles que las han dejado envejecer sin haberse percatado hasta entonces. Con una descalza y una fea lo primero que hay que hacer es sorprenderla, así es como hay que abordarla. ¿No lo sabías? Hay que asombrarla hasta que esté eufórica, impresionada, avergonzada de que semejante señor se haya enamorado de una criatura mugrienta como ella. Es verdaderamente magnífico que siempre haya habido y siempre vaya a haber granujas y señores en el mundo, y que siempre haya habido, por tanto, una fregona, y siempre con su señor, y ¡esto es lo único que uno necesita en la vida para ser feliz! Espera… Escucha, Alioshka, a tu difunta madre yo siempre la sorprendía, aunque el resultado era distinto. No solía acariciarla, pero de repente, cuando llegaba el momento, todo yo me desmoronaba ante ella, me arrastraba de rodillas, le besaba los pies, y cada vez, cada vez (me acuerdo aún como si fuera hoy) le causaba una risita convulsa, timbrada, no fuerte, nerviosa, especial. La única manera de reír que ella tenía. Sabía que así era como solía manifestarse su enfermedad, que al día siguiente se pondría a gritar como una histérica y que la risita de aquel momento no era ningún signo de entusiasmo, sino solo una apariencia de entusiasmo. ¡Eso es lo que significa saber encontrar en cada cosa el punto bueno! Un día, Beliavski (un hombre apuesto y adinerado que le hacía la corte y había empezado a hacerme visitas) de pronto vino y me dio un bofetón en la cara, delante de ella. Y pensé que ella, aunque era como una ovejita, me zurraría por ese bofetón, por cómo la emprendió conmigo: «Te ha pegado, te ha pegado —decía—. ¡Te ha dado un bofetón! Querías venderme a él… —decía—. ¿Cómo se ha atrevido a pegarte en mi presencia? ¡Y tú no te atrevas a acercarte a mí nunca más, nunca! ¡Ahora, corre y rétalo a duelo…!». La llevé entonces al monasterio, para calmarla, los santos padres la reprendieron. Pero lo juro ante Dios, Aliosha, ¡nunca maltraté a mi pequeña histérica! Excepto una vez, todavía era el primer año: ella rezaba mucho entonces, observaba especialmente las fiestas de la Madre de Dios, y entonces me echaba de la habitación y me mandaba al despacho. «¡Ya verás cómo te curo de este misticismo!» pensé. «Mira —le dije—, aquí tienes tu icono, aquí está, y ahora lo descuelgo. Ahora mira. ¡Tú crees que es milagroso, pero ahora le escupiré delante de ti y no me pasará nada…!» Cuando lo vio, Señor, pensé que iba a matarme; pero solo se puso de pie de un salto, juntó las manos, luego se cubrió repentinamente el rostro, comenzó a temblar y cayó al suelo… Se desplomó… ¡Aliosha, Aliosha! ¿Qué tienes, qué te pasa?
El viejo saltó de su asiento, presa del pánico. Desde el momento en que había empezado a hablar de su madre, la expresión de Aliosha había ido mudando poco a poco. Se ruborizó, empezaron a arderle los ojos, se le estremecieron los labios… El viejo borracho siguió farfullando y no se dio cuenta de nada hasta el momento en que algo muy extraño le ocurrió a su hijo, lo mismo que acababa de contar sobre la «histérica» se repitió en él punto por punto. Aliosha saltó de repente de detrás de la mesa, exactamente igual que había hecho su madre según el relato de Fiódor Pávlovich, juntó las manos, luego se cubrió con ellas el rostro, se desmoronó en la silla mientras todo él se ponía a temblar, sacudido por un ataque histérico de lágrimas repentinas, convulsas y silenciosas. Fue el extraordinario parecido con la madre lo que impresionó sobre todo al viejo.
—¡Iván, Iván! ¡Rápido, traedle agua! ¡Es como ella, exactamente igual que ella, su madre hizo lo mismo aquella vez! Rocíalo con agua de tu boca, así hacía yo con ella. Es por su madre, es por su madre… —le murmuraba a Iván.
—Pero su madre, creo, también era la mía, ¿no le parece? —estalló Iván con un irrefrenable y colérico desprecio. El destello de sus ojos sobresaltó al viejo. Pero entonces sucedió algo muy extraño, aunque solo por un segundo: pareció que el viejo hubiera olvidado de verdad que la madre de Aliosha también era la madre de Iván…
—¿Qué quieres decir con eso de tu madre? —balbuceó sin entender—. ¿De qué hablas…? ¿La madre de quién…? ¿Es que ella…? ¡Ah, diablo! ¡Claro que también es la tuya! ¡Ah, diablo! ¿Sabes, amigo? La cabeza nunca se me había ofuscado tanto. Perdona, Iván, pensaba… ¡Je, je, je!
Se detuvo. Una larga sonrisa de borracho, casi estúpida, le deformaba el rostro. Y de pronto, en ese mismo instante, resonó en la entrada una algarabía y un estruendo tremendo, se oyeron gritos furiosos, la puerta se abrió de par en par y en la sala irrumpió Dmitri Fiódorovich. El viejo, aterrorizado, se precipitó sobre Iván.
—¡Me matará! ¡Me matará! ¡No me dejes, no me dejes! —gritaba aferrado al faldón del abrigo de Iván Fiódorovich.
Fiódor Dostoievski
Los hermanos Karamázov
Novela en cuatro partes y un epílogo
Traducción: Fernando Otero y Marta Sánchez-Nieves Fernández; Marta Rebón (libro tercero)
Con una traducción impecable directa del ruso, presentamos una nueva edición de la novela emblemática del célebre autor ruso.
Los hijos legítimos de Fiódor Pávlovich Karamázov —un «bufón», un «filisteo», un «déspota», solo en última instancia un padre— se reúnen después de haber sido educados, lejos unos de otros, en distintas partes de Rusia: Dmitri es soldado y —como su padre— puro «ímpetu», bebedor, derrochador, lujurioso; Iván se ha convertido en un escéptico que duda de la ley, de la conciencia y de la fe (el primer existencialista, según Sartre); Aliosha ha abrazado la religión, todo el mundo lo llama «ángel» y vive en un monasterio. Ineluctablemente, la reunión familiar precipita la disolución y la tragedia.
Los hermanos Karamázov (1878-1880) fue la última novela de Dostoievski y sin duda una de esas obras decisivas cuya influencia ha perdurado hasta nuestros días. En ella se encuentra —diría un personaje de Kurt Vonnegut— «todo cuanto hay que saber en la vida»; también —añadiríamos— todo cuanto hay que saber del género narrativo. Con un narrador experto en tender lazos al lector y en crear con él una de las redes más fascinantes y comunicativas de la historia de la literatura, lo que Dostoievski construye no es solo una monumental visión del mundo moral humano (incertidumbre, crimen, perdón) sino un arriesgado y espléndido ensayo sobre la forma de reproducirlo.
La discusión terminó pero, extrañamente, Fiódor Pávlovich, que antes se había divertido tanto, acabó de pronto con el ceño fruncido. Y con el ceño fruncido se atizó otra copita de coñac, que estaba ya totalmente de más.
—¡Largo de aquí, jesuitas, fuera! —gritó a los criados—. Vete, Smerdiakov. Hoy te mandaré la moneda de oro prometida. No llores, Grigori, vete con Marfa, ella te consolará y te acostará. Esos canallas no le dejan a uno un minuto de tranquilidad después de la comida —dijo bruscamente y con despecho una vez que los criados se hubieron retirado, acatando su orden al instante—. Smerdiakov ahora siempre se planta aquí después de la comida, ¿es en ti en quien tiene tanto interés? ¿Con qué lo habrás engatusado? —añadió dirigiéndose a Iván Fiódorovich.
—Con nada en absoluto —contestó éste—. Se le ha ocurrido respetarme; es un lacayo y un patán. Por lo demás, será carne de cañón de vanguardia cuando llegue el momento.
—¿De vanguardia?
—Habrá otros y mejores, pero también de este tipo. Primero irán éstos y luego los mejores.
—Y ¿cuándo llegará el momento?
—El cohete arderá, pero quizá no hasta el final. Al pueblo, por ahora, no le gusta demasiado escuchar a estos pinches de cocina.
—Así es, hermano, una burra de Balaam como él piensa y piensa, y el diablo sabe hasta dónde pueden llevarlo sus pensamientos.
—Acumula ideas —dijo Iván con una sonrisa burlona.
—Verás, sé muy bien que a mí no me soporta, como tampoco soporta a todos los demás, a ti incluido, aunque creas que «se le ha ocurrido respetarte». Y todavía menos a Aliosha, a quien desprecia. Aunque no roba, ésa es la cuestión, ni es chismoso; calla, no airea los trapos sucios, prepara unas empanadas magníficas; por lo demás, que se vaya al diablo, a decir verdad, ¿de qué sirve hablar de él?
—De nada, desde luego.
—Y, en cuanto a lo que puede llegar a imaginar, al campesino ruso, hablando en general, hay que azotarlo. Siempre lo he afirmado. Nuestro campesino es un estafador, no hay que compadecerlo, y está muy bien que, incluso ahora, de vez en cuando se lleve una zurra. La tierra rusa es fuerte por sus abedules. Si se destruyen los bosques, será el fin para la tierra rusa. Yo estoy a favor de la gente inteligente. Nosotros, con gran inteligencia, hemos dejado de golpear a los campesinos, y ellos mismos siguen azotándose entre sí. Y hacen bien. Con la misma medida con que medís, os medirán a vosotros, ¿se dice así? En una palabra, os medirán. Y Rusia es una porquería. Amigo mío, si supieras cómo odio Rusia… Es decir, no Rusia, sino todos estos vicios… y quizá Rusia, también. Tout cela c’est de la cochonnerie. ¿Sabes lo que me gusta? Me gusta el ingenio.
—Se ha bebido otra copita. Debería parar.
—Espera, me beberé una más y luego otra, entonces pararé. No, espera, me has interrumpido. Al pasar por Mókroie pregunté a un viejo, y me dijo: «Lo que más nos gusta es sentenciar a las muchachas al castigo de azotes, y dejamos a todos los mozos que den los latigazos. Y después, a la que ha recibido el castigo el mozo la toma por esposa, así que ahora, para las propias chicas, se ha convertido en una costumbre». Una especie de marqueses de Sade, ¿no? Di lo que quieras, pero es ingenioso. ¿Por qué no nos acercamos y echamos un vistazo, eh? Alioshka, ¿te has puesto rojo? No te avergüences, hijo. Es una pena que, hace un rato, cuando estaba con el padre higúmeno, no esperase a estar en la mesa para hablarles a los monjes de las chicas de Mókroie. Aliosha, no te enfades por que haya ofendido a tu higúmeno hace un rato. La rabia se apodera de mí, hermano. Porque, si hay Dios, si existe, bueno, entonces, por supuesto, soy culpable y responderé por ello, pero, si no existe en absoluto, ¿qué se merecen entonces esos padres tuyos? No basta con cortarles la cabeza, porque frenan el progreso. ¿Me crees, Iván, que esto desgarra mis sentimientos? No, no me crees, lo veo en tus ojos. Crees lo que dice la gente, que soy solo un bufón. Aliosha, ¿crees que no soy solo un bufón?
—Creo que no es solo un bufón.
—Creo que lo crees y que hablas con sinceridad. Miras con sinceridad y hablas con sinceridad. No como Iván. Iván es altivo… Pero, con todo, yo acabaría con ese pequeño monasterio tuyo. Tomaría todo ese misticismo de una tacada de toda la tierra rusa y lo eliminaría, para hacer entrar en razón de una vez por todas a todos esos imbéciles. ¡Y cuánta plata y cuánto oro entrarían en la casa de la moneda!
—¿Y para qué eliminarlo? —preguntó Iván.
—Para que resplandezca más pronto la verdad, para eso.
—Pero, si esta verdad resplandece, usted sería el primero en ser saqueado y luego… eliminado.
—¡Bah! Quizá tengas razón tú. ¡Ah, qué burro soy! —gritó de repente Fiódor Pávlovich, dándose una leve palmada en la frente—. Bueno, pues en ese caso, que siga en pie tu pequeño monasterio, Alioshka. Y nosotros, gente inteligente, estaremos a resguardo, bien calientes, tomando coñac. ¿Sabes, Iván, que debió de ser Dios quien estableció las cosas de este modo a propósito? Dime, Iván: ¿existe Dios o no? Espera: ¡di la verdad, habla en serio! ¿Por qué te ríes otra vez?
—Me río porque usted mismo, hace un momento, ha hecho una ingeniosa observación sobre la fe de Smerdiakov en la existencia de esos dos eremitas que pueden hacer que se muevan las montañas.
—¿Acaso hay semejanza con lo de ahora?
—Mucha.
—Bueno, eso es que yo también soy un hombre ruso y tengo un rasgo ruso, y a ti, filósofo, puedo encontrarte también un rasgo del mismo género. ¿Quieres que lo haga? Apuesto a que mañana mismo lo encuentro. Pero dime: ¿existe Dios, sí o no? ¡En serio! En este momento necesito que lo digas en serio.
—No, Dios no existe.
—Alioshka, ¿existe Dios?
—Sí.
—Iván, y ¿existe la inmortalidad, sea la que sea, incluso la más pequeña, la más diminuta?
—No, la inmortalidad tampoco existe.
—¿Ninguna?
—Ninguna.
—¿Cero absoluto? ¿O hay algo? ¿Es posible que al menos exista algo? ¡No dirás que no hay nada!
—Cero absoluto.
—Aliosha, ¿existe la inmortalidad?
—Sí.
—¿Y Dios y la inmortalidad?
—Tanto Dios como la inmortalidad. La inmortalidad está en Dios.
—Hum. Probablemente Iván tenga razón. Señor, y ¡pensar todo lo que el hombre ha entregado a la fe, todas las fuerzas que ha gastado en balde en nombre de este sueño y desde hace tantos miles de años! Pero ¿quién se ríe del hombre de ese modo? ¿Iván? Por última vez, definitivamente: ¿existe Dios o no? ¡Te lo pregunto por última vez!
—Y por última vez digo que no.
—Pero, entonces, ¿quién se ríe de la gente, Iván?
—Debe de ser el demonio. —Iván Fiódorovich se sonrió burlonamente.
—¿Y el demonio existe?
—No, el demonio tampoco existe.
—Lástima. Que el diablo me lleve, ¡lo que le haría, después de esto, al primero que inventó a Dios! ¡Sería poco colgarlo de un triste álamo!
—No existiría civilización alguna de no haberse inventado Dios.
—¿No existiría? ¿Sin Dios?
—Así es. Y el coñac tampoco. Con todo, ya va siendo hora de retirárselo a usted.
—Espera, espera, espera, querido mío, una copita más. He ofendido a Aliosha. ¿No estás enfadado conmigo, Alekséi? ¡Mi querido Alekséichik, mi Alekséichik!
—No, no estoy enfadado. Sé cuáles son sus pensamientos. Tiene mejor corazón que cabeza.
—¿Que tengo mejor corazón que cabeza? Señor, ¿y eres tú quien dice eso? Iván, ¿quieres a Aliosha?
—Lo quiero.
—Quiérelo. —Fiódor Pávlovich estaba ya borracho como una cuba—. Escucha, Aliosha, hace un rato cometí una grosería con tu stárets. Pero estaba excitado. Dime, ese stárets tiene ingenio, ¿no te parece, Iván?
—Quizá sí.
—Lo tiene, lo tiene, il y a du Piron là-dedans.[24] Es un jesuita, ruso, quiero decir. Como en toda criatura honrada, bulle una indignación oculta en él, porque debe representar un papel… por el aire de santidad que tiene que darse.
—Pero él cree en Dios.
—Ni por asomo. ¿No lo sabías? Pero si él mismo se lo dice a todos; bueno, no a todos, sino a todas las personas inteligentes que van a visitarlo. Al gobernador Schultz le soltó directamente: credo, pero no sé en qué.
—¿De verdad?
—Así es. Pero lo respeto. Hay algo mefistofélico en él o, mejor, de Un héroe de nuestro tiempo… ¿Cómo se llama? ¿Arbenin?[25] En definitiva, es un lujurioso; lo es hasta tal punto que incluso ahora me daría miedo que mi hija o mi mujer fueran a confesarse con él. ¿Sabes? Cuando se pone a contar historias… Hace tres años nos invitó a tomar el té, con un licorcito también (las señoras le mandan licores), y cuando se puso a pintar su pasado nos partíamos de risa… Sobre todo cómo había curado a una paralítica. «Si no me dolieran las piernas, os enseñaría un bailecito.» Qué tipo, ¿eh? «En mis días hice bastantes santas locuras», dijo. Una vez le birló sesenta mil rublos al comerciante Demídov.
—¿Cómo? ¿Se los robó?
—Demídov se los llevó creyendo que era un hombre decente: «Guárdamelos, hermano, mañana vendrán a hacerme un registro». Y él se los guardó. «Los has donado a la Iglesia, ¿no?», le dijo. Y yo le digo: «Eres un canalla». «No —me responde—, no soy un canalla, sino un hombre desprendido…» Aunque no se trataba de él… Se trataba de otro. Lo he confundido con otro… y no me había dado cuenta. Bueno, una copita más y basta; llévate la botella, Iván. Estaba mintiendo, ¿por qué no me has frenado, Iván…? ¿Por qué no me has dicho que estaba mintiendo?
—Sabía que se frenaría usted mismo.
—Mientes, lo has hecho por maldad, solo por maldad. Me desprecias. Has venido a mí y en mi propia casa me desprecias.
—Me voy: el coñac se le sube a la cabeza.
—Te he suplicado en nombre de Cristo que fueras a Chermashniá… un día o dos, y tú no vas.
—Iré mañana, si insiste tanto.
—No irás. Quieres quedarte aquí para espiarme, eso es lo que quieres, alma pérfida; por eso no te vas, ¿eh?
El viejo no se calmaba. Había llegado a ese punto de embriaguez en que ciertos borrachos, hasta entonces tranquilos, de repente quieren enfurecerse y alardear.
—¿Qué haces mirándome así? ¿Qué ojos son ésos? Tus ojos me miran y me dicen: «Cerdo borracho». Ojos suspicaces, ojos desdeñosos… Has venido aquí con algo en la cabeza. Aliosha me mira y sus ojos brillan. Aliosha no me desprecia. Alekséi, no quieras a Iván…
—¡No la tome con mi hermano! Deje de ofenderlo —dijo de repente Aliosha con firmeza.
—Está bien, como quieras. Huy, me duele la cabeza. Llévate el coñac, Iván, es la tercera vez que te lo digo. —Se quedó pensativo y bruscamente asomó a sus labios una sonrisa larga y astuta—. No te enfades, Iván, con este viejo enclenque. Sé que no me quieres, pero no te enfades. No hay motivos para quererme. Irás a Chermashniá, luego yo iré a buscarte y te llevaré un regalo. Te enseñaré allí a una chica a la que le tengo echado el ojo hace tiempo. Ahora va descalza. No tengas miedo de las chicas descalzas, no las desprecies: ¡son perlas! —Y se dio un sonoro beso en la punta de los dedos—. Para mí —se reanimó de pronto todo él, como si por un momento, al tocar su tema preferido, se le hubiera pasado la borrachera—, para mí… ¡Ay, muchachos! Hijos míos, cerditos míos, para mí… ¡En toda mi vida no ha habido una mujer fea, ésa es mi norma! ¿Podéis entenderlo? ¿Cómo vais a entenderlo, vosotros? Todavía tenéis leche en las venas en lugar de sangre, ¡no habéis salido del cascarón! Conforme a mi norma, en cada mujer se puede encontrar, maldita sea, algo de extraordinario interés, algo que no encontrarás en ninguna otra: solo hay que saber encontrarlo, ¡ése es el truco! ¡Es un talento! Para mí, no hay mujeres feas: el mero hecho de que una mujer sea mujer ya es la mitad de todo… Pero ¡cómo vais a entenderlo vosotros! Incluso en las solteronas a veces se encuentra algo que te hace maravillarte de todos los imbéciles que las han dejado envejecer sin haberse percatado hasta entonces. Con una descalza y una fea lo primero que hay que hacer es sorprenderla, así es como hay que abordarla. ¿No lo sabías? Hay que asombrarla hasta que esté eufórica, impresionada, avergonzada de que semejante señor se haya enamorado de una criatura mugrienta como ella. Es verdaderamente magnífico que siempre haya habido y siempre vaya a haber granujas y señores en el mundo, y que siempre haya habido, por tanto, una fregona, y siempre con su señor, y ¡esto es lo único que uno necesita en la vida para ser feliz! Espera… Escucha, Alioshka, a tu difunta madre yo siempre la sorprendía, aunque el resultado era distinto. No solía acariciarla, pero de repente, cuando llegaba el momento, todo yo me desmoronaba ante ella, me arrastraba de rodillas, le besaba los pies, y cada vez, cada vez (me acuerdo aún como si fuera hoy) le causaba una risita convulsa, timbrada, no fuerte, nerviosa, especial. La única manera de reír que ella tenía. Sabía que así era como solía manifestarse su enfermedad, que al día siguiente se pondría a gritar como una histérica y que la risita de aquel momento no era ningún signo de entusiasmo, sino solo una apariencia de entusiasmo. ¡Eso es lo que significa saber encontrar en cada cosa el punto bueno! Un día, Beliavski (un hombre apuesto y adinerado que le hacía la corte y había empezado a hacerme visitas) de pronto vino y me dio un bofetón en la cara, delante de ella. Y pensé que ella, aunque era como una ovejita, me zurraría por ese bofetón, por cómo la emprendió conmigo: «Te ha pegado, te ha pegado —decía—. ¡Te ha dado un bofetón! Querías venderme a él… —decía—. ¿Cómo se ha atrevido a pegarte en mi presencia? ¡Y tú no te atrevas a acercarte a mí nunca más, nunca! ¡Ahora, corre y rétalo a duelo…!». La llevé entonces al monasterio, para calmarla, los santos padres la reprendieron. Pero lo juro ante Dios, Aliosha, ¡nunca maltraté a mi pequeña histérica! Excepto una vez, todavía era el primer año: ella rezaba mucho entonces, observaba especialmente las fiestas de la Madre de Dios, y entonces me echaba de la habitación y me mandaba al despacho. «¡Ya verás cómo te curo de este misticismo!» pensé. «Mira —le dije—, aquí tienes tu icono, aquí está, y ahora lo descuelgo. Ahora mira. ¡Tú crees que es milagroso, pero ahora le escupiré delante de ti y no me pasará nada…!» Cuando lo vio, Señor, pensé que iba a matarme; pero solo se puso de pie de un salto, juntó las manos, luego se cubrió repentinamente el rostro, comenzó a temblar y cayó al suelo… Se desplomó… ¡Aliosha, Aliosha! ¿Qué tienes, qué te pasa?
El viejo saltó de su asiento, presa del pánico. Desde el momento en que había empezado a hablar de su madre, la expresión de Aliosha había ido mudando poco a poco. Se ruborizó, empezaron a arderle los ojos, se le estremecieron los labios… El viejo borracho siguió farfullando y no se dio cuenta de nada hasta el momento en que algo muy extraño le ocurrió a su hijo, lo mismo que acababa de contar sobre la «histérica» se repitió en él punto por punto. Aliosha saltó de repente de detrás de la mesa, exactamente igual que había hecho su madre según el relato de Fiódor Pávlovich, juntó las manos, luego se cubrió con ellas el rostro, se desmoronó en la silla mientras todo él se ponía a temblar, sacudido por un ataque histérico de lágrimas repentinas, convulsas y silenciosas. Fue el extraordinario parecido con la madre lo que impresionó sobre todo al viejo.
—¡Iván, Iván! ¡Rápido, traedle agua! ¡Es como ella, exactamente igual que ella, su madre hizo lo mismo aquella vez! Rocíalo con agua de tu boca, así hacía yo con ella. Es por su madre, es por su madre… —le murmuraba a Iván.
—Pero su madre, creo, también era la mía, ¿no le parece? —estalló Iván con un irrefrenable y colérico desprecio. El destello de sus ojos sobresaltó al viejo. Pero entonces sucedió algo muy extraño, aunque solo por un segundo: pareció que el viejo hubiera olvidado de verdad que la madre de Aliosha también era la madre de Iván…
—¿Qué quieres decir con eso de tu madre? —balbuceó sin entender—. ¿De qué hablas…? ¿La madre de quién…? ¿Es que ella…? ¡Ah, diablo! ¡Claro que también es la tuya! ¡Ah, diablo! ¿Sabes, amigo? La cabeza nunca se me había ofuscado tanto. Perdona, Iván, pensaba… ¡Je, je, je!
Se detuvo. Una larga sonrisa de borracho, casi estúpida, le deformaba el rostro. Y de pronto, en ese mismo instante, resonó en la entrada una algarabía y un estruendo tremendo, se oyeron gritos furiosos, la puerta se abrió de par en par y en la sala irrumpió Dmitri Fiódorovich. El viejo, aterrorizado, se precipitó sobre Iván.
—¡Me matará! ¡Me matará! ¡No me dejes, no me dejes! —gritaba aferrado al faldón del abrigo de Iván Fiódorovich.
Fiódor Dostoievski
Los hermanos Karamázov
Novela en cuatro partes y un epílogo
Traducción: Fernando Otero y Marta Sánchez-Nieves Fernández; Marta Rebón (libro tercero)
Con una traducción impecable directa del ruso, presentamos una nueva edición de la novela emblemática del célebre autor ruso.
Los hijos legítimos de Fiódor Pávlovich Karamázov —un «bufón», un «filisteo», un «déspota», solo en última instancia un padre— se reúnen después de haber sido educados, lejos unos de otros, en distintas partes de Rusia: Dmitri es soldado y —como su padre— puro «ímpetu», bebedor, derrochador, lujurioso; Iván se ha convertido en un escéptico que duda de la ley, de la conciencia y de la fe (el primer existencialista, según Sartre); Aliosha ha abrazado la religión, todo el mundo lo llama «ángel» y vive en un monasterio. Ineluctablemente, la reunión familiar precipita la disolución y la tragedia.
Los hermanos Karamázov (1878-1880) fue la última novela de Dostoievski y sin duda una de esas obras decisivas cuya influencia ha perdurado hasta nuestros días. En ella se encuentra —diría un personaje de Kurt Vonnegut— «todo cuanto hay que saber en la vida»; también —añadiríamos— todo cuanto hay que saber del género narrativo. Con un narrador experto en tender lazos al lector y en crear con él una de las redes más fascinantes y comunicativas de la historia de la literatura, lo que Dostoievski construye no es solo una monumental visión del mundo moral humano (incertidumbre, crimen, perdón) sino un arriesgado y espléndido ensayo sobre la forma de reproducirlo.
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