En los Montes Apeninos

In Monte Appennino, taberna ad Quercum, a. D. VI Id. Mart., hora duodecima.
Montes Apeninos, hostería El Roble, 10 de marzo, cinco de la tarde.
El hombre de la capa gris llegó jadeante y con el caballo extenuado por el cansancio, los ojos desorbitados por el terror a los relámpagos y a los truenos, tan fuertes que toda la montaña parecía retemblar. Un furioso viento silbaba entre las ramas desnudas de los robles centenarios arrancándoles a cada ventolera las últimas hojas secas y enviándolas lejos remolineando hasta el fondo del oscuro valle. En lo alto las cumbres nevadas apenas si se distinguían contra el cielo oscuro.
Se encontró delante de la posada de improviso, detrás de una curva del sendero, y tuvo que encabritar al caballo para no darse de bruces contra el portón de entrada completamente cerrado por el temporal que se aproximaba y la oscuridad de la noche. Otro relámpago iluminó durante unos instantes la figura del caballo y del jinete rampante, proyectando su forma sobre el terreno que ya golpeaban las primeras gotas de lluvia. Un olor a pólvora apagada impregnaba el aire mezclado del tufillo metálico de los rayos que abrasaban la bóveda del cielo.
El jinete saltó a tierra y dio varios golpes en el portón con el pomo de la guarnición de la espada.
Al lado del edificio, el añoso roble que le daba nombre extendía las grandes ramas nudosas hasta el tejado de la posada.
Salió a abrir un mozo de cuadras, que cogió el caballo por las bridas y lo cubrió enseguida con un paño.
El hombre de la capa gris entró y cerró el portón echando el cerrojo como si fuese de la casa y avanzó solo hacia la posada, mientras comenzaba a llover a cántaros, y en pocos instantes se inundaban todas las cavidades del pavimento de piedra del patio.
El interior de la posada era un antro humoso, unas vigas irregulares sostenían un techo bajo y, en el centro, de un hogar redondo se elevaban el humo y las pavesas hacia una abertura que había en el techo por la que goteaba la lluvia, haciendo chirriar las brasas. Un viejo, de luenga barba blanca y ojos apagados por las cataratas, estaba removiendo con un cucharón de madera una mezcolanza que hervía en el caldero. El hombre se quitó la capa mojada y la dejó sobre el respaldo de una silla cerca del fuego.
—Hay gachas de farro y vino tinto —barbotó el viejo sin volverse.
—No tengo tiempo para comer —respondió el otro—. He de llegar cuanto antes…
—Si no me equivoco, eres tú, Mustela.
—Casi no me ves, viejo, pero aún puedes oírme bien.
—¿Qué quieres?
—Llegar a la casa de los cipreses cuanto antes. Es cuestión de vida o muerte.
—Tenemos un buen caballo, Mustela, el tuyo debe de estar reventado.
—No me hagas perder tiempo. Tú conoces otro camino.
—El atajo.
—No basta. El más rápido de todos.
—Cuesta caro.
—¿Cuánto?
—Dos mil.
—Tengo menos de un tercio, pero si me indicas el camino tendrás el doble apenas esta historia haya terminado.
—¿Por qué tanta prisa?
—¿Quieres ese dinero, sí o no? Te garantizo que tendrás cuatro mil en total.
—Está bien.
Mustela extrajo una bolsa de debajo de la capa:
—¿Te los derramo sobre la mesa o vamos a otra parte? —preguntó.
El viejo dejó el cucharón dentro del caldero y le indicó el camino hacia la despensa a duras penas iluminada por una lucerna humeante que quemaba sebo. Mustela derramó el contenido sobre la mesa, todas eran monedas de plata casi nuevas que habían circulado muy poco.
—Cuéntalas. Son quinientas, poco más o menos. Me quedo para mí únicamente el mínimo indispensable, pero ¡movámonos, maldita sea!
El viejo volvió a la estancia principal seguido por Mustela y llamó al mozo de cuadras mientras su huésped recuperaba la capa, que seguía igual de empapada que antes, pero algo más caliente, y salieron al patio donde resonó un trueno que parecía anunciar el desplome de la bóveda celeste.
—No necesitarás el caballo —dijo el viejo sin inmutarse—. Lo guardaré yo para cubrir en parte lo que me debes.
—Pero ¿qué vas a hacer tú con todo ese dinero? —rezongó Mustela entre trueno y trueno.
—Me gusta tocarlo —contestó el viejo.
El mozo abría la marcha llevando el farol bastante alto para iluminar un sendero tortuoso y lleno de hojas muertas empapadas por la lluvia. La claridad rojiza de la luz reflejaba en los troncos y en las ramas de los grandes robles y de los castaños retorcidos una reverberación de color sangre. El viejo se movía con paso seguro por el terreno resbaladizo, como quien conoce cada aspereza y cada depresión. Daba la impresión de recorrerlo con los ojos cerrados, guiado más por los dedos ganchudos de los pies que por la luz opaca de la vista.
Se encontraron frente a una roca recubierta de musgo y de zarzas trepadoras. El mozo apartó con la mano las ramas de un espino descubriendo una abertura en la piedra.
Entraron los dos.
Apareció una estrecha galería subterránea y al fondo una tosca gradería tallada en la piedra, erosionada por el tiempo y por el gotear del agua. Emprendieron la bajada apoyándose, paso tras paso, con las manos en la pared. La gradería se hizo más empinada e irregular, pero la dificultad del descenso se veía ahora compensada por una soga pasada por dentro de unos agujeros abiertos en los salientes de la roca. De las entrañas de la tierra se oía el ruido de un diluviar de agua y la galería no tardó en ensancharse sobre un antro de fondo arenoso recorrido por un torrente subterráneo que rebullía impetuoso entre rocas escabrosas y grandes peñascos de caliza.
—Éste llega a un afluente del Arno —dijo el viejo indicando el torrente.
Mustela lo miró espantado.
—¿No es esto lo que querías? —preguntó el viejo—. ¿El camino secreto?
—¿En cuánto tiempo? —preguntó Mustela con el terror pintado en los ojos.
—Eso depende de ti.
—Pero ¿qué pretendes decir? ¿No hay una barca?
—Cuando salgas de nuevo al aire libre. La encontrarás entre los sauces de la orilla izquierda.
Mustela no conseguía apartar los ojos del agua, que a la tenue luz del farol parecía violenta y amenazadora como las olas de la Estigia. El rostro del viejo, surcado de arrugas, enmarcado por la barba estoposa, era el de Caronte.
Miró de nuevo el agua espumeante entre las rocas aguzadas mientras murmuraba aterrorizado:
—Pero es una locura.
—Nadie te obliga —dijo el viejo—. Puedo comprender tu vacilación. Volvamos atrás, si quieres: te daré un caballo robusto y experto, capaz de recorrer el atajo.
Mustela no conseguía apartar la mirada de la corriente remolineante, como si estuviese hechizado:
—Acabaré destrozado entre las rocas —murmuraba—, así tan oscuro… o me moriré de frío.
—La mitad lo consigue —barbotó el viejo.
—Y la otra mitad se deja la piel —replicó Mustela.
El viejo se encogió de hombros como diciendo: «¿Y entonces qué?», y Mustela se sintió de lo más estúpido por haber pagado una cifra tan elevada para comprar un pasaje para el Hades. Pero evidentemente su terror pugnaba con el miedo mayor aún de rendir cuentas por un eventual fracaso.
Finalmente, con un profundo suspiro, comenzó a descender por el torrente sujetándose con las manos en los escollos que sobresalían de la orilla. Luchó un poco con la corriente y luego, lentamente, se dejó ir y desapareció en la oscuridad, tragado por el torbellino.
In Monte Appeninno, Caupona ad Silvam, a. D. VI Id. Mart., prima vigilia.
Montes Apeninos, posada En la Selva, 10 de marzo, ocho de la tarde.
Publio Sextio recorría al galope la pista que se desplegaba al fondo del valle, para luego subir hacia la cresta. Seguía el itinerario de Nebula a lo largo de una pista que dejaba la vía Emilia para cortar la cadena montañosa al sur, hacia Etruria.
Aparecía y desaparecía entre las frondas del bosque, iluminado a trechos por los destellos de los relámpagos. Cuando el camino comenzó a subir, aminoró la carrera para no reventar al caballo y de vez en cuando lo ponía al paso para que recuperase el aliento. Era un animal generoso y le daba pena obligarlo a un esfuerzo tan tremendo, exponer su vida para disputar una competición casi desesperada contra el tiempo. Comenzó a caer la lluvia, y estalló el temporal cuando llegó a la vista de la mansio, justo a tiempo, antes de que el caballo se desplomase. Le pareció que uno de los soldados de guardia lo había reconocido.
—¿Algún problema, soldado? —le preguntó mientras él se apeaba del caballo y se dirigía hacia el establo.
—No —respondió el legionario—. Me parece que nos conocemos de alguna parte.
—En efecto. Eres de la Trigésima, ¿no es cierto?
—¡Por todos los númenes! —exclamó el soldado—. Pero si eres…
—El centurión de primera línea Publio Sextio —respondió el oficial irguiéndose delante de él envuelto en el manto. El soldado le devolvió el saludo:
—¿En qué puedo servirte, centurión? Sería un honor para mí hacerlo. No hay nadie que haya militado en el ejército de las Galias que no conozca tus hazañas.
—Sí, muchacho —repuso Publio Sextio—. Necesito descansar un par de horas mientras me cambian el caballo y me preparan alguna cosa de comer. Mantén los ojos bien abiertos y si llegara alguien avísame enseguida, sobre todo si es alguien que hace preguntas. ¿Entendido?
—Cuenta con ello, centurión. Por aquí no pasa ni el aire sin nuestro permiso. Descansa tranquilo.
Tendré algo que contarles a mis nietos cuando sea viejo: por todos los númenes, Publio Sextio en persona, llamado el Báculo. ¡No me lo puedo creer!
—Gracias, no te arrepentirás. Me harás un gran favor y no lo olvidaré. ¿Cómo te llamas, muchacho?
—Me llamo Bebio Carbón —respondió el soldado, cuadrándose al tiempo que hacía el saludo militar.
—Muy bien, ten los ojos abiertos, Bebio Carbón. Hace una mala noche.
Otro soldado cogió el caballo y se lo llevó al establo. Publio Sextio con el manto encima de la cabeza para protegerse de la lluvia alcanzó la puerta de la posada y entró. Estaba extenuado, pero dormir un par de horas sería suficiente para reanudar el camino, al menos eso esperaba.
El posadero salió a su encuentro:
—Mucha prisa debes de tener para ir por ahí en una noche como ésta, amigo. Pero ahora confía en nuestros cuidados y estate tranquilo.
—Mucho me temo que las cosas no sean así. Prepárame algo de cenar y despiértame dentro de un par de horas. Comeré y retomaré mi camino.
El tono de voz era perentorio, la mirada y lo imponente del hombre infundían temor y respeto. El posadero no añadió palabra, hizo acompañar al huésped al piso de arriba y se fue a la cocina a preparar algo para la cena. Fuera, el viento arreciaba y llovía a cántaros y la temperatura había bajado mucho, y con el paso del tiempo la aguanieve se mezclaba con el agua cubriendo el terreno de un fango blancuzco. Cuando Publio Sextio se despertó había dejado totalmente de llover y nevaba intensamente.
El centurión abrió la ventana y miró afuera. La luz de los dos faroles que iluminaban el patio permitía ver los grandes copos blancos remolinear al viento del norte y los troncos y las ramas de los árboles recubrirse de un velo blanco que aumentaba de espesor rápidamente. La habitación estaba tibia por efecto de los braseros y del hogar que desde abajo calentaba paredes y techo. Publio Sextio suspiró ante la idea de salir al intenso frío y tomar por el camino cubierto de nieve en plena noche.
El posadero llegó poco después para despertarlo y anunciar que la cena estaba lista, y al encontrarlo ya levantado no pudo dejar de hacerle algunas recomendaciones:
—¿Estás seguro de querer continuar? Te digo que estás loco, amigo. ¿Quién te manda ponerte en camino con un tiempo de perros como éste? Déjalo correr. Hazme caso. Ahora come, tómate un vaso de buen vino y vuélvete a la cama que está aún caliente. Mañana te llamaré temprano, apenas amanezca, y podrás reanudar tu camino. Ahora puedes perderte con la oscuridad y la nieve y todo el tiempo que ganaras sería inútil.
—Tienes razón —respondió Publio Sextio—. Necesito un guía.
—¿Un guía? Pero yo no sabría…, no creo que tenga…
—Escucha, amigo, a mí no me divierte viajar en estas condiciones ni tampoco tengo tiempo que perder, ¿entendido? Encuéntrame un guía o tendrás problemas. Tengo una orden escrita de que es una prioridad absoluta, ¿entendido?
—Sí, entendido. Veré de encontrarte a alguien que te lleve hasta el próximo punto de enlace.
Pero si acabas en un barranco el único responsable serás tú.
—Eso ya lo sé. Comeré lo que has preparado. Mientras, tú encuéntrame todo enseguida.
El posadero lo acompañó abajo rezongando e iluminándole con la lucerna. Lo acomodó delante de un plato de cordero con lentejas y se fue refunfuñando.
Publio Sextio se puso a comer. La carne era buena, las lentejas estaban sabrosas y, en cuanto al vino, los había tomado peores. Una comida caliente era lo que necesitaba para afrontar el viaje. A cada bocado calculaba lo que podría ganar de tiempo en su marcha de aproximación, pensaba en si de verdad el posadero no tendría razón y no le convenía reanudar el camino al día siguiente, pero en cuanto se hubo zampado el último bocado y tomado el último sorbo de vino se había reafirmado en su decisión. Se echó sobre los hombros el manto y salió.
El patio estaba completamente blanco. Un mozo de cuadras sacó el caballo con su equipaje atado sobre la grupa; cerca había otro que debía de ser el guía: un hombre de unos cincuenta años con una tela encerada sobre los hombros y una capucha. Tenía un rostro pétreo aparentemente inexpresivo.
Llevaba en la mano izquierda una antorcha encendida para alumbrar el camino. Había otras tres o cuatro de reserva atadas al costado del caballo.
Ahora solo había dos legionarios de guardia. Ninguno de ellos era Bebio Carbón.
—Siento crearte esta molestia, amigo —dijo Publio Sextio al guía—, pero tengo prisa y he de ganar tiempo. Préstame un buen servicio y serás recompensado. Solo tienes que llevarme a la próxima estación y luego podrás volver.
El hombre asintió con la cabeza sin decir una palabra y montó a caballo. Publio Sextio hizo otro tanto, tocó con los talones los flancos de su cabalgadura y salió por el portalón. Los dos legionarios hicieron el saludo militar al segundo jinete que les correspondió a su vez. Los dejaron pasar y cerraron el portón a sus espaldas.
Apenas estuvieron fuera, ambos fueron embestidos de lleno por la tramontana y por el remolinear de la nieve que caía más copiosamente.
Publio Sextio se acercó a su compañero que hasta ese momento no había abierto la boca:
—¿Cómo te llamas, amigo?
—Sura.
—Yo, Publio. Podemos irnos.
Sura se puso delante al paso indicando el camino con la antorcha. Publio Sextio avanzaba por el centro del sendero detrás de él, volviéndose de vez en cuando como si temiese que le siguiesen. El camino avanzaba en subida con vueltas y revueltas por la pendiente cada vez más pronunciada a través de un bosque de robles y de castaños verdes de musgo y blancos de nieve. No se veía ni rastro de presencia humana, aunque el radio de luz de la humeante antorcha de Sura era bastante limitado.
Publio Sextio había comprendido enseguida que su guía no era hombre de conversación y no insistió en sus intentos. Se limitaba a pedir lo indispensable, cada vez que lo necesitaba, obteniendo en respuesta unos gruñidos de asentimiento o de negación. Por tanto, trataba de tener la mente ocupada con pensamientos, reflexiones o proyectos. Su intención era reunirse con César a tiempo para partir con él en la expedición a Oriente de la que había oído cosas extraordinarias, planes grandiosos, más que temerarios.
Lo había seguido a las Galias y a Hispania, y lo seguiría a Mesopotamia, a Hircania, a Sarmacia si era necesario. Hasta los confines de la tierra.
Pensaba que César era el hombre que podía salvar su mundo. Él había puesto fin a las guerras civiles, les había propuesto a todos los adversarios una reconciliación, pensaba que la Urbe debía coincidir con el Orbe, que la única civilización capaz de gobernar al género humano era la que tenía en Roma su centro y su fuerza. Comprendía a los enemigos, a los pueblos que habían luchado para salvar su independencia, había admirado su valor, pero no era menos cierto que la victoria de los unos sobre los otros estaba escrita en el hado.
Más de una vez había tenido ocasión de hablar con él y se había quedado fascinado por la expresión de los ojos, por el sentido de determinación y de dominio que emanaba de él. La mirada de un depredador, no de un sanguinario. Es más, era cierto que la sangre le repugnaba.
¡Cuántas veces había marchado a su lado! Lo había visto pasar a caballo, hablar con los oficiales y los soldados, reconocer a quien se había distinguido en una batalla campal, apearse para saludarle, cambiar con él algunas palabras, pero sobre todo recordaba la tarde de la batalla contra los nervios cuando él, Publio Sextio de la Duodécima, había sido llevado al campamento en unas parihuelas, moribundo, sangrando por numerosas heridas pero victorioso. Había sido él quien había aferrado la enseña y la había llevado adelante en dirección a los enemigos, para reorganizar los manípulos, infundir valor a los hombres y ser el primero en dar ejemplo.
César había ido a verlo, a solas en la tienda, mientras los cirujanos trataban de coserle con la ayuda de la tenue luz de algunas lucernas de sebo. Había acercado su boca a su oído:
—Publio Sextio.
Aunque él apenas conseguía articular palabra, lo reconoció: —Mi comandante…
—Hoy has salvado a tus compañeros, habrían muerto a millares y el esfuerzo de años se habría perdido en cosa de un momento. También me has salvado a mí y el honor de la República, del pueblo y del Senado. No hay recompensa para un acto semejante, pero si esto puede tener para ti un significado quiero que sepas que siempre serás el hombre en el que tendré puesta mi confianza, aunque todos me abandonen.
Luego había bajado la mirada para observar su cuerpo acribillado de golpes: «¡Cuántas heridas.
—había murmurado espantado, —cuántas heridas!…».
Quién sabe por qué, en aquel momento de total soledad, en medio de una marcha nocturna entre los bosques desiertos de los Apeninos, en medio de una nevisca, aquellas palabras seguían resonando en su mente.
Delante de él el inescrutable Sura continuaba avanzando al paso, llevando la antorcha en la mano, manchando la nieve inmaculada de un reflejo rojizo, dejando detrás de él las huellas de un caballo paciente y robusto que subía, un paso después de otro, cada vez más alto por el sendero tortuoso, bajo las ramas esqueléticas de las hayas y de los robles.
A veces pensaba que alguien podría adelantársele y prepararle una trampa, que tal vez Sura lo estaba llevando a una emboscada de la que no saldría vivo y su mensaje no llegaría a tiempo a destino. Pero luego recordaba que el huésped había insistido para que se quedase a dormir en la mansio, en lugar seguro, bajo la vigilancia de cuatro legionarios, entre ellos Bebio Carbón de la Trigésima. Quién sabe dónde lo encontraría el alba del nuevo día.
Sura encendió la segunda antorcha con la primera y lanzó a la nieve el cabo que había quedado, que centelleó durante unos instantes y luego murió en medio de la oscuridad de la noche. Un pájaro sorprendido por la luz imprevista de la antorcha alzó el vuelo con un chillido que parecía de desesperación y desapareció en el fondo del valle.
El viento se había calmado. No había más sonidos ni rastro de vida de ningún tipo. Hasta los escasos mojones que señalaban el sendero estaban ya cubiertos por el manto de nieve. No le quedaban a Publio Sextio más que las palabras de César repetidas hasta el infinito por su mente sola y vacía: «¡Cuántas heridas…, cuántas heridas!».
In Monte Appennino, in flumine secreto, a. D. V Id. Mart., secunda vigilia.
Montes Apeninos, en el río secreto, 10 de marzo, diez de la noche.
Mustela braceaba convulsamente entre las turbulentas olas del torrente subterráneo, arrastrado por la corriente; arrollado por el torbellino terminaba bajo el agua, tenía que contener la respiración largo rato debatiéndose hasta volver a salir a la superficie más adelante para escupir el agua tragada, inhalar aire y luego desaparecer en el fondo.
Ahogaba su dolor cuando la corriente le estampaba contra las rocas, cuando sentía fluir la sangre por los cortes. Varias veces le pareció que iba a perder el sentido, se golpeó la cabeza o recibió golpes tan fuertes que pensó que no sobreviviría.
En un momento dado notó un contacto debajo del vientre: era gravilla y arena y se agarró a un saliente del fondo consiguiendo detenerse y tomar aliento tendido en el pequeño recodo en el que el agua era menos profunda.
Jadeando afanosamente trató de cerciorarse de si tenía algún hueso roto o de distinguir qué era lo que sentía chorrear del costado. Se llevó la mano a la boca y comprendió por el sabor dulzón que se trataba de su propia sangre, sondeó la herida con la punta del dedo descubriendo que tenía la piel lacerada desde la cadera hasta las costillas en su costado izquierdo, pero que la herida era superficial y que los órganos internos seguían probablemente indemnes.
Oía aguas arriba el ruido de las cascadas por las que ya había pasado y más abajo un ruido claro, profundo y gorgoteante, pero la completa oscuridad lo llenaba de una angustiosa incertidumbre, de terror y pánico. No sabía dónde estaba, ni cuánto había recorrido ni cuánto le quedaba por recorrer, no tenía ni idea del tiempo que había transcurrido desde el momento en que había metido los pies en el agua helada y dejado el último asidero en la roca.
Le castañeteaban los dientes por el frío y casi ya no sentía los miembros; sus pies eran dos pesados apéndices casi inertes y acusaba unas punzadas dolorosas en los costados y en un hombro.
Se detuvo un poco hasta encontrar un recoveco, una especie de caverna en la que se ovilló notando una sensación de tibieza. Asimismo consiguió cerrar la herida vendándola lo mejor que pudo con un pedazo de tela arrancado de sus ropas. Se dejó caer hacia atrás y se amodorró, más por un cansancio mortal que por sueño. Cuando recobró la conciencia no tenía idea de cuánto tiempo había estado quieto, pero de lo que no cabía duda era de que debía continuar su viaje por las entrañas de la montaña. Invocó a la divinidad del Hades prometiéndole un generoso sacrificio si salía vivo de su reino subterráneo, luego se arrastró hasta el agua, se sumergió en el río helado sujetándose en una protuberancia de la roca y se dejó arrastrar de nuevo por la corriente.
Durante un largo rato fue volteado, golpeado, arrastrado hacia abajo y arrojado de nuevo a la superficie como si estuviera en la garganta de un monstruo y tal le pareció varias veces la realidad a su mente trastornada y aterrada.
Luego, poco a poco, la rapidez de la corriente comenzó a disminuir, el curso del agua se hizo más ancho y menos impetuoso, el ruido del agua menos fragoroso. Tal vez lo peor había pasado, pero se seguía encontrando en una situación de gran peligro e incertidumbre.
Estaba tan extenuado por el frío, el largo debatirse entre las olas, los continuos conatos de vómito para expulsar el agua tragada, que se dejó casi ir como un objeto inerte. Pasó otro largo rato, no habría sabido decir cuánto.
Hasta ese momento la oscuridad había sido tan densa y espesa que una reverberación de luz, por mínima que fuese, no escapó a su vista. ¿Acaso era de verdad el final? ¿Acaso volvería a ver el mundo de los vivos? La esperanza le devolvió un ápice de energía y se puso de nuevo a nadar manteniéndose en el centro de la corriente. La bóveda del antro por el que discurría el río subterráneo se iluminó ligeramente, algo que no era luz pero tampoco una tiniebla más espesa, la esperanza de una claridad más que una luz, pero con el paso del tiempo se intensificó hasta convertirse en la luz, pálida, de la luna que iluminaba la noche.
Agotado, casi exánime por el enorme esfuerzo soportado, medio muerto de frío, Mustela se abandonó, por fin al aire libre, bajo la bóveda del cielo en una orilla baja y arenosa. Se arrastró a duras penas hacia la parte seca y se dejó caer ya sin un ápice de energía.
In Monte Appennino, ad Fontes Arni, a. D. V Id. Mart., ad finem secunda vigilia.
Montes Apeninos, en las fuentes del Arno, 10 de marzo, medianoche.
Siguieron avanzando por el camino cada vez más estrecho, el uno cerca del otro, negras figuras en un círculo rojizo, en la blanca extensión de los montes. Publio Sextio se esforzaba por contar los mojones allí donde aún se descubrían, uno tras otro, y trataba de detectar huellas que no fuesen de animales temiéndose a cada momento una asechanza.
En una ocasión, agobiado por la soledad y la preocupación, se dirigió a su compañero de viaje:
—Pero ¿tú no dices nunca nada? —preguntó.
—Solo cuando tengo algo que decir —respondió Sura sin volverse, y no añadió nada más.
Publio Sextio volvió a rumiar sus pensamientos, en particular lo que más le inquietaba: Marco Antonio había recibido la propuesta de tomar parte en una conjura contra César y, pese a no haber aceptado, no lo había denunciado. Lo cual solo podía significar una cosa: que no tomaba partido por nadie, si no por sí mismo. Por consiguiente, un tipo de hombre de lo más peligroso. Si la conjura tenía éxito, los conjurados le estarían agradecidos por su silencio. Y si fracasaba, él no perdería nada. ¿Y el gesto de las Lupercales? Si tan astuto y cínico era, ¿cómo podía haber cometido semejante error? ¿Cómo podía haber tomado una iniciativa con un gesto de tal peso y un hecho tan delicado? Tal vez había hecho siempre el papel del tosco soldado que no entiende de política para disimular una capacidad superior a las expectativas. Pero si las cosas eran así, ¿qué significado tenía el intento de coronar a César como rey en público? Evidentemente sabía cuál habría sido la reacción popular. Y, entonces, ¿por qué no se había planteado el problema de cómo habría reaccionado César? También en este caso probablemente se había considerado a cubierto de su pretendida ingenuidad, pero no podía ignorar que, aunque hubiese existido realmente una conjura, su gesto contribuía a dejar a César más vulnerable y más solo. ¿Y cuál era el objetivo o la razón? ¿Cuál era?
¿Cuál era?
Seguía haciéndose la misma pregunta una, diez, cien veces, como si se diera con la cabeza contra la pared. Entonces observaba caer la nieve silenciosa con grandes copos en el radio de luz de la antorcha, miraba las huellas de los caballos que avanzaban lentos, cada vez más lentos, cuando él hubiera querido correr raudo como el viento, devorar el camino, llegar a la meta antes de que fuese demasiado tarde y quizá era ya demasiado tarde, quizá este esfuerzo era ya inútil.
Y, sin embargo, debía de haber una razón y a ratos, cuando el helor parecía atenuarse por quién sabe qué equilibrios del aire y de la tierra, le parecía estar cerca de la solución. Tal vez la respuesta estaba circunscrita a unas pocas personas-clave: tres o cuatro, no más, a sus relaciones de poder y de interés. Tenía que analizar cada posibilidad, cada objetivo de unos y de otros, cruzarlos, confrontarlos. En determinados momentos hubiera querido desmontar para trazar los esquemas de su mente en la nieve inmaculada con la punta del cuchillo, como cuando dibujaba para su tropa en la tierra alrededor de la hoguera los planes de acción en la batalla. Luego se perdía. Los esquemas se disolvían en mil pequeños fragmentos confusos y en aquel momento se daba cuenta de que estaba de nuevo extraviándose con la mirada en el blanco remolinear de los copos.
A veces le entraba también la sospecha de que el mapa que le había dado Nebula en Módena antes de desaparecer entre las neblinas de la mañana bien podía tratarse de un cebo para llevarle a una trampa, pero finalmente se convenció de que no tenía elección y que debía afrontar el riesgo. La alternativa era llegar demasiado tarde para transmitir su mensaje. Sura rompió uno de sus interminables silencios para decirle que estaban cerca de las fuentes del Arno y que estaban recorriendo una antigua pista etrusca. Luego se volvió a encerrar en su mutismo.
Publio Sextio estuvo de marcha, atormentándose en silencio, durante toda la noche.

Valerio Massimo Manfredi
Los Idus de marzo

«¡Guárdate de los idus de marzo!» Esta fue la célebre advertencia que hizo un adivino a Julio César, infausto presagio de lo que iba a suceder. El complot ya estaba urdido y los conspiradores decididos a dar el golpe fatal.
Tampoco las palabras de aviso del adivino fueron las únicas que escuchó César en los días previos al asesinato, pero era tan grande su confianza que las rechazó. En muchos aspectos la de César fue una muerte anunciada.
Esta obra de Valerio Massimo Manfredi es la crónica implacable de las cuarenta y ocho horas anteriores al sangriento acontecimiento que había de cambiar la historia. En ella todos los personajes -desde César hasta Porcia, desde Cicerón hasta Bruto, la mano ejecutora-van asumiendo su papel con la tensa cadencia de una tragedia griega. Y es que a veces la historia es la mejor novela…

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