Abedul (3) - Bajé por Wardour Street fumando sin ganas, dejándome llevar por la pendiente de la noche y de las calles

Bajé por Wardour Street fumando sin ganas, dejándome llevar por la pendiente de la noche y de las calles, soslayé el Támesis, elegí un pub y empecé a beber imaginando vagamente que Nicole se habría acostado sin esperarme, aunque en algún momento había dicho que esa noche iba a dibujar los primeros proyectos para el diccionario enciclopédico: Abanderado, abanico, abedul, abeja, abeto. ¿Por qué no me contrataban a mí para ilustrar los términos abstractos, abandono, abatimiento, aberración, ablandamiento, abnegación, abobado? Hubiera sido tan fácil, no había más que beber ginebra y cerrar los ojos: todo estaba ahí, abandonado y abobado y abatido. Aunque ahora si cerraba los ojos entreveía una imagen de la ciudad, de esas que volvían en la duermevela, en los momentos de distracción o cuando se estaba concentrado en otra cosa, siempre por sorpresa, jamás obedientes a los llamados o a las esperanzas. Sentí de nuevo, porque esas recurrencias de la ciudad participaban de la visión y del sentimiento, eran un estado, un interregno efímero, la vez que me había encontrado con Juan en la calle de las arquerías (otra palabra a ilustrar, Nicole las dibujaría con un trazo fino y una perspectiva profunda, probablemente también ella se acordaría de los interminables soportales de piedra rojiza si le había tocado pasar por esa parte de la ciudad, y los dibujaría para su diccionario enciclopédico y nadie sabría nunca que esa calle con soportales era una calle de la ciudad), andando junto a Juan sin hablarnos, cada cual siguiendo un derrotero que coincidía paralelamente durante algunas cuadras hasta bruscamente apartarse, Juan saltando de golpe a un tranvía que pasaba por la gran plaza, como si hubiera reconocido a un pasajero, y yo torciendo a la izquierda para llegar al hotel de las verandas de caña y buscar como tantas otras veces un cuarto de baño. Y ahora en ese pub donde la luz se parecía demasiado a la oscuridad, me hubiera gustado encontrarme con Juan para decirle que en un hotel de Londres lo estaban esperando, decírselo amistosamente como quien emprende la ilustración de la palabra aberración o de la palabra abnegado, las dos igualmente inaplicables. Era previsible que Juan hubiera alzado las cejas con un aire entre sorprendido y ausente (otra palabra abstracta) y que al otro día su amistad afectuosa y cortés por Nicole hubiera asumido las formas circulares u oblongas de las cajas de bombones compradas en cualquiera de los muchos aeródromos por donde siempre andaba, o uno de esos rompecabezas ingleses que encantaban a Nicole, para marcharse otra vez camino de alguna conferencia internacional, confiando sin demasiada preocupación en que la distancia suturaría las heridas, como no hubiera dejado de expresarlo la señora de Cinamomo de la que tanto nos acordábamos en esos días con Polanco y Calac y Nicole a la hora de reírnos.

Julio Cortázar
62/Modelo para armar


Realización de una idea de novela, esbozada por Morelli (una suerte de doble de Cortázar), en el capítulo 62 de Rayuela. Liberada de la causalidad psicológica y de las limitaciones de tiempo y espacio, la narración transcurre indistintamente en París, Londres o Buenos Aires. En ella Cortázar lleva al extremo la experimentación iniciada con su anterior novela, consiguiendo uno de los proyectos más ambiciosos y originales de la literatura en lengua española.

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