A medida que el verano de Nueva Inglaterra dejaba paso al otoño, corté y apilé ramas de abeto alrededor del umbral de la cabaña y conseguí hacer un pequeño parapeto para cuando hiciera falta. Cuando llegó el pleno invierno y se oían las campanillas de los trineos por aquel universo blanco que nos había engullido, nos sentimos seguros. A veces teníamos criada. Otras, a la criada le parecía que aquella soledad era demasiado para ella y se iba sin avisar, una incluso dejándose el baúl. No nos preocupábamos. Los platos no tienen más que dos lados y limpiar sartenes y cacerolas tiene tan poco misterio como hacer muy bien las camas. Cuando la cañería se helaba, nos poníamos nuestros abrigos de piel de coatí y la descongelábamos con el calor de una vela. En el cuarto del ático no había sitio para la cuna, así que decidimos que la tapa del baúl haría las veces. No envidiábamos a nadie, ni siquiera cuando había mofetas en el sótano y, dado que sabíamos cómo son, nos quedábamos quietos hasta que decidían marcharse.
Pero a nuestros vecinos no les hacía gracia nuestra conducta. Tenían ahí a un extranjero de raza enemiga, que les habían dicho que era capaz de «sacar más de cien dólares de un tintero de diez centavos» y del que «hablaban los periódicos» y que se había casado con «una Balestier». ¿Acaso su abuela no vivía aún en casa de los Balestier, donde «el viejo Balestier», en lugar de criar ganado, había construido una casa grande donde se cenaba tarde con ropa especial y con vino tinto como los franceses en lugar de whisky como Dios manda? Pues resultaba que ese inglés, con el pretexto de haber perdido dinero, había instalado a su esposa «precisamente en el pueblo de ella», en «Bliss Cottage». Olía a chamusquina, así que nos vigilaron en secreto como sólo los campesinos ingleses o de Nueva Inglaterra saben hacerlo, y si toleraban a aquel inglés era por «la chica de los Balestier».
Pero, con aquella primera crisis, nos habíamos llevado el primer chasco de nuestras cortas vidas y la Comisión de Presupuestos tomó la decisión, nunca revocada, de que en lo sucesivo había que ser dueños de lo poco o mucho que se tuviera.
Cuando empezó a entrar dinero de la venta de cuentos y libros, lo primero que hicimos fue recuperar las Baladas de cuartel, los Cuentos de las colinas y los seis libros en rústica que había vendido para poder abandonar la India en el 89. No fue barato pero, al recobrarlos, en «Bliss Cottage» se respiraba mejor.
Rudyard Kipling
Algo de mi mismo
Después de contar tanto, el escritor Rudyard Kipling (Bombay, 1865-Londres, 1936) cuenta algo de sí mismo. Algo de mí mismo (1936) es el último libro escrito por el autor de Puck, El libro de la selva, Kim y Capitanes intrépidos, entre otras historias que aquí confiesa destinadas a niños que no supiesen que eran para mayores. Estas memorias póstumas sorprendieron porque Kipling, tan del imperio británico, vino a demostrar una irónica y reconfortante capacidad de autocrítica personal y nacional, que en ningún caso impiden considerar su vida y su obra un ensueño de civilización más que un atajo civilizador o político. Desde la infancia en la India, cuyo ritmo se funde con el de las estaciones del año, plenas a los sentidos y a la emoción de las cosas, hasta el Londres familiar y prerrafaelita y literario; los viajes y estancias por cinco continentes y la recepción del premio Nobel con 41 años, en una Suecia nevada y silenciosa. Algo de mí mismo es el relato de una vocación en que lo imaginado es siempre un más allá de pureza que brinda lo real. Memorias de un escritor y con más de un guiño al oficio -revelan, entre otros secretos, la verdadera naturaleza del poema «Si…», traducido a todos los idiomas del ideal humano-, siempre lejos del coágulo del yo, Algo de mí mismo es algo de nosotros mismos: el mayor libro de aventuras de un escritor de aventuras.
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