Un mozo llevó la maleta hasta la plazuela y la dejó colocada en el asiento de una tartana. Joaquín, renqueante, se puso al lado del tartanero. Las piernas, débiles, le temblaban, y recordó las imprecaciones de Josefina: «¡Lo que usted va a hacer, es una barbaridad!».
El carromato cruzó la ciudad hasta hallar las lomas que el viejo recorriera otrora; se acordó de Jaime, el tartanero homicida, al que apresaron, el que trataba a latigazos a Revérter; las lomas y el desfiladero de abedules le parecieron, al trasluz de los años, menos bucólicos e importantes que en otro tiempo. Pero tampoco eso tenía mayor importancia. Había, sin embargo, un poco de la indecisión, de la destemplanza con que, por primera vez, hacía casi medio siglo atrás, cruzó aquel mismo tramo de carretera, por la pendiente del «Coll de la Manya» hasta el Puntazgo. «¿Qué encontraré allí? —pensaba—. ¿Cómo me recibirán, qué debo hacer?». Esa inquietud, ahora moderada, parecía que le atosigara como la primera vez, la de su encuentro —ya tan baldío— con Mariona. Al trasponer la cumbre, salvada la pendiente, esa sensación se difuminó en el paisaje, ya casi anochecido. Nada, o apenas nada de aquellos recuerdos quedaba ya. Nada quedaba, porque de lo anterior había desaparecido parte de la estructura vegetal, que es la fisonomía peculiar del campo y de los paisajes. Solo en la lejanía se conservaban algunos tramos de avellanos, que antes cubrían la planicie entera. Y bordeando por una doble hilera de altos cipreses, recortados algunos por mano de jardinero, el camino dejaba ver, más allá, un cultivo de tulipanes y de rosas y una extensa campiña de claveles. El campo agreste se había convertido en una hermosa pero inconsecuente campiña floral, antesala sin duda de una residencia sin arraigo payés, solo en la superficie del terruño, para disimular —y traicionar— tal vez, el sentido que tiene la tierra, que es humano, dramático, hondo y dificultoso.
Cuando la tartana cruzó el porche de entrada notó también Joaquín alguna transformación, que no pudo apreciar en qué consistía. Quizá fuera que el patio de entrada estuviera cubierto por guijos y grava, en lugar de la seca tierra polvorienta de antaño, que había que regar al atardecer. Quizá la extirpación de los gallineros, adosados en otro tiempo al ángulo de las dos casas de la masovería; o quizás el surtidor con una ninfa de bronce alrededor de la cual hubo de dar el vehículo una vuelta para situarse ante la puerta de entrada.
¿Qué hace esa fuente aquí?, se preguntó Joaquín Rius advirtiendo lo superfluo de aquella imposición, lo extemporánea que resultaba en el ambiente. No hace nada, pero ¿qué importa? Eso ya no es «nuestro».
Se quedó parado en el centro del patio, al tiempo en que el tartanero bajaba del coche sus valijas. Y escuchó un rato aquel silencio que venía de nuevo a inundarle de antiguas y soterradas imágenes.
La fachada de la masovería estaba intacta, como antaño. Bajo la teja marrón, comida por el tiempo, el reloj de sol mantenía su grafía dorada, signo inmutable de la permanencia de las cosas. No existe el curso del tiempo; en aquel instante podría haber salido Mariona de cualquiera de los ángulos del patio y parecía que la esperara así, atónito y sombrío.
No había nadie en la casa. Parecía solo abierta para que él entrara sin testigos. No obstante, de la puerta de la masovería salió al fin gesticulando un hombre gordezuelo, de tez sonrosada, en cuya barriga la roja faja sacudía, al correr, el volumen de todo su cuerpo, sobre unas piernas cortas. Se acercó a él y le tendió las dos manos efusivamente.
—Soy Andrés, ¿no me recuerda? El que jugaba con el señorito.
Joaquín Rius no recordaba bien, ni se esforzó mucho en hacerlo. El mundo de Santa María dejó de existir para él en el momento de la mayoría de edad de su hijo. Después, el día de la boda más que una conexión eventual con la finca fue su definitivo adiós a ella. Ahora, nada. Ni Andrés —si es que ese nombre significaba algo— ni nadie. Simplemente una prescripción del médico, nada más.
Pero mientras sacaban del carricoche su equipaje y lo llevaban al interior de la casa, escuchó que Andrés le explicaba con vehemencia, atropelladamente, algunas cosas que influían en su ánimo. Por allí debía de andar Carlos. «Es un chico hermoso —dijo el campesino—. Él solo se hizo una huerta cuando era chico, al otro lado del canal. Seguramente estará allí ahora».
Joaquín Rius entró en la casa; la misma impresión de mudanza absoluta le sorprendió al entrar. En el vasto comedor de antaño se había trazado un arco divisorio, con estores transparentes. El mobiliario era moderno, al día. En un rincón, una radiogramola; más allá, otra mesilla con tapete verde, para el juego. En la pared, unas lacas japonesas en el lugar que antaño ocupara un reloj, aquel en el que siempre compulsaba en otro tiempo el suyo propio, antes de salir, puesto que el de la casa no fallaba nunca. Dando al ventanal del fondo, desde el que se divisaba ante todo el panorama del valle, había sido instalada una pecera, en la que media docena de fementidos delfines de color garabateaban en silencio sobre los rastrojos y los abedules del fondo. Aquel panorama, el de más allá, no había cambiado. Los árboles en hilera eran mucho más viejos, y en lo alto la fronda de su copa parecía un puñado de luz.
Ignacio Agustí
19 de Julio
La ceniza fue árbol - 4
19 de Julio es el cuarto título de una pentalogía titulada La ceniza fue árbol, compuesta, además de esta, por las novelas Mariona Rebull, El viudo Rius, Desiderio y Guerra Civil. Los personajes de estas novelas son seres típicos —o mejor prototípicos— de esa sociedad barcelonesa que se tomó en serio el juego del trabajo y levantó de la nada una urbe industrial de primer rango. Sin embargo, no mana de ahí el secreto de lo obra agustiniana, ni de la reconstrucción fiel de una época, el 1900. El manantial de su encanto, de su poesía y a la vez de su descarnado realismo, brotan de una vena subterránea: como en todos los grandes escritores realistas, la narrativa y la descripción excluyen la presencia del autor con su respiración y su ritmo entrecortado, pasando a ser los mismos personajes, los mismos objetos, el mismo sol y la misma naturaleza quienes hablan. Estas célebres novelas de Ignacio Agustí constituyen, además de un serio y penetrante estudio de la idiosincrasia catalana, en sus virtudes y humanas limitaciones, un entronque con la tradición novelística de Galdós o Alarcón. Pero en nuestro autor palpita una preocupación que lo vincula como hombre de su época: es un pulso sensible a la inquietud y a la marea de tipo social, reseñada no como parte interesada o neutral ni, menos aún, con lo fría actitud del historiador, sino con humana vibración que no puede ocultar una raíz cristiana.
19 de Julio, publicada en 1965, nos ofrece el elocuente contraste entre la superficie del mundo barcelonés, disuelto en las tertulias y en los círculos sociales de la burguesía, y la realidad social, más honda, personificada en unos tipos singulares y que calan en la conciencia del lector. Se dibujan con línea precisa los dos polos que se enfrentarían luego en la contienda civil. En medio de estos hechos, destaca la disensión conyugal de Desiderio y Crista, envueltos en la ola de superficialidad de los años, símbolos de un divorcio que no era de coyuntura personal, sino el espectro de una disolución más íntima de la sociedad española.
El carromato cruzó la ciudad hasta hallar las lomas que el viejo recorriera otrora; se acordó de Jaime, el tartanero homicida, al que apresaron, el que trataba a latigazos a Revérter; las lomas y el desfiladero de abedules le parecieron, al trasluz de los años, menos bucólicos e importantes que en otro tiempo. Pero tampoco eso tenía mayor importancia. Había, sin embargo, un poco de la indecisión, de la destemplanza con que, por primera vez, hacía casi medio siglo atrás, cruzó aquel mismo tramo de carretera, por la pendiente del «Coll de la Manya» hasta el Puntazgo. «¿Qué encontraré allí? —pensaba—. ¿Cómo me recibirán, qué debo hacer?». Esa inquietud, ahora moderada, parecía que le atosigara como la primera vez, la de su encuentro —ya tan baldío— con Mariona. Al trasponer la cumbre, salvada la pendiente, esa sensación se difuminó en el paisaje, ya casi anochecido. Nada, o apenas nada de aquellos recuerdos quedaba ya. Nada quedaba, porque de lo anterior había desaparecido parte de la estructura vegetal, que es la fisonomía peculiar del campo y de los paisajes. Solo en la lejanía se conservaban algunos tramos de avellanos, que antes cubrían la planicie entera. Y bordeando por una doble hilera de altos cipreses, recortados algunos por mano de jardinero, el camino dejaba ver, más allá, un cultivo de tulipanes y de rosas y una extensa campiña de claveles. El campo agreste se había convertido en una hermosa pero inconsecuente campiña floral, antesala sin duda de una residencia sin arraigo payés, solo en la superficie del terruño, para disimular —y traicionar— tal vez, el sentido que tiene la tierra, que es humano, dramático, hondo y dificultoso.
Cuando la tartana cruzó el porche de entrada notó también Joaquín alguna transformación, que no pudo apreciar en qué consistía. Quizá fuera que el patio de entrada estuviera cubierto por guijos y grava, en lugar de la seca tierra polvorienta de antaño, que había que regar al atardecer. Quizá la extirpación de los gallineros, adosados en otro tiempo al ángulo de las dos casas de la masovería; o quizás el surtidor con una ninfa de bronce alrededor de la cual hubo de dar el vehículo una vuelta para situarse ante la puerta de entrada.
¿Qué hace esa fuente aquí?, se preguntó Joaquín Rius advirtiendo lo superfluo de aquella imposición, lo extemporánea que resultaba en el ambiente. No hace nada, pero ¿qué importa? Eso ya no es «nuestro».
Se quedó parado en el centro del patio, al tiempo en que el tartanero bajaba del coche sus valijas. Y escuchó un rato aquel silencio que venía de nuevo a inundarle de antiguas y soterradas imágenes.
La fachada de la masovería estaba intacta, como antaño. Bajo la teja marrón, comida por el tiempo, el reloj de sol mantenía su grafía dorada, signo inmutable de la permanencia de las cosas. No existe el curso del tiempo; en aquel instante podría haber salido Mariona de cualquiera de los ángulos del patio y parecía que la esperara así, atónito y sombrío.
No había nadie en la casa. Parecía solo abierta para que él entrara sin testigos. No obstante, de la puerta de la masovería salió al fin gesticulando un hombre gordezuelo, de tez sonrosada, en cuya barriga la roja faja sacudía, al correr, el volumen de todo su cuerpo, sobre unas piernas cortas. Se acercó a él y le tendió las dos manos efusivamente.
—Soy Andrés, ¿no me recuerda? El que jugaba con el señorito.
Joaquín Rius no recordaba bien, ni se esforzó mucho en hacerlo. El mundo de Santa María dejó de existir para él en el momento de la mayoría de edad de su hijo. Después, el día de la boda más que una conexión eventual con la finca fue su definitivo adiós a ella. Ahora, nada. Ni Andrés —si es que ese nombre significaba algo— ni nadie. Simplemente una prescripción del médico, nada más.
Pero mientras sacaban del carricoche su equipaje y lo llevaban al interior de la casa, escuchó que Andrés le explicaba con vehemencia, atropelladamente, algunas cosas que influían en su ánimo. Por allí debía de andar Carlos. «Es un chico hermoso —dijo el campesino—. Él solo se hizo una huerta cuando era chico, al otro lado del canal. Seguramente estará allí ahora».
Joaquín Rius entró en la casa; la misma impresión de mudanza absoluta le sorprendió al entrar. En el vasto comedor de antaño se había trazado un arco divisorio, con estores transparentes. El mobiliario era moderno, al día. En un rincón, una radiogramola; más allá, otra mesilla con tapete verde, para el juego. En la pared, unas lacas japonesas en el lugar que antaño ocupara un reloj, aquel en el que siempre compulsaba en otro tiempo el suyo propio, antes de salir, puesto que el de la casa no fallaba nunca. Dando al ventanal del fondo, desde el que se divisaba ante todo el panorama del valle, había sido instalada una pecera, en la que media docena de fementidos delfines de color garabateaban en silencio sobre los rastrojos y los abedules del fondo. Aquel panorama, el de más allá, no había cambiado. Los árboles en hilera eran mucho más viejos, y en lo alto la fronda de su copa parecía un puñado de luz.
Ignacio Agustí
19 de Julio
La ceniza fue árbol - 4
19 de Julio es el cuarto título de una pentalogía titulada La ceniza fue árbol, compuesta, además de esta, por las novelas Mariona Rebull, El viudo Rius, Desiderio y Guerra Civil. Los personajes de estas novelas son seres típicos —o mejor prototípicos— de esa sociedad barcelonesa que se tomó en serio el juego del trabajo y levantó de la nada una urbe industrial de primer rango. Sin embargo, no mana de ahí el secreto de lo obra agustiniana, ni de la reconstrucción fiel de una época, el 1900. El manantial de su encanto, de su poesía y a la vez de su descarnado realismo, brotan de una vena subterránea: como en todos los grandes escritores realistas, la narrativa y la descripción excluyen la presencia del autor con su respiración y su ritmo entrecortado, pasando a ser los mismos personajes, los mismos objetos, el mismo sol y la misma naturaleza quienes hablan. Estas célebres novelas de Ignacio Agustí constituyen, además de un serio y penetrante estudio de la idiosincrasia catalana, en sus virtudes y humanas limitaciones, un entronque con la tradición novelística de Galdós o Alarcón. Pero en nuestro autor palpita una preocupación que lo vincula como hombre de su época: es un pulso sensible a la inquietud y a la marea de tipo social, reseñada no como parte interesada o neutral ni, menos aún, con lo fría actitud del historiador, sino con humana vibración que no puede ocultar una raíz cristiana.
19 de Julio, publicada en 1965, nos ofrece el elocuente contraste entre la superficie del mundo barcelonés, disuelto en las tertulias y en los círculos sociales de la burguesía, y la realidad social, más honda, personificada en unos tipos singulares y que calan en la conciencia del lector. Se dibujan con línea precisa los dos polos que se enfrentarían luego en la contienda civil. En medio de estos hechos, destaca la disensión conyugal de Desiderio y Crista, envueltos en la ola de superficialidad de los años, símbolos de un divorcio que no era de coyuntura personal, sino el espectro de una disolución más íntima de la sociedad española.
No hay comentarios:
Publicar un comentario