—Sí, es verdad. Indudablemente, se ha armado la gorda —dijo.

Al día siguiente de la llegada de don Eugenio, mi difunta mujer le contó cómo nuestro sobrino Daniel estaba en Madrid escondido, en casa de la peinadora de marras, y cómo se decía que se preparaba una gorda. Mi difunta temía que el chico interviniera y le pasara alguna desgracia.
Daniel era uno de los partidarios acérrimos del general Contreras, que a mí nunca me pareció más que un bárbaro, y asistía con otros militares a unas reuniones revolucionarias de la calle de Jesús del Valle. El día 21 de junio por la mañana salí al centro de Madrid por cuestión de negocios, y me dijeron que los billetes de Banco se cambiaban con dificultad; era esto un engorro para la industria y el comercio. En unos lados pedían el seis por ciento de comisión; en otros, el ocho. En el café Suizo se exigía el dieciséis. Yo tenía que pagar unas facturas de papel y de tinta y querían que entregara oro y plata, a lo que no me encontraba dispuesto. Estaba un poco preocupado con este asunto.
El día siguiente, que era 22, me desperté a las tres o cuatro de la mañana con el zumbar de grandes estampidos sordos. Eran cañonazos. Me levanté, salí a la ventana de la cocina, y en el silencio oí un estrépito de tiros, descargas cerradas y resonar de los cañones. Me quedé espantado. Fui a llamar a don Eugenio a su cuarto.
—Don Eugenio, don Eugenio —le dije.
—¿Qué pasa? —me preguntó él.
—¿No ha oído usted?
—No; ¿qué ocurre?
—Yo creo que se oyen tiros y cañonazos.
Don Eugenio se incorporó en la cama y escuchó.
—Sí, es verdad. Indudablemente, se ha armado la gorda —dijo.
A él, a pesar de su edad, le hervía la sangre, y eso que pasaba de los setenta y cuatro años.
Salimos a la azotea y estuvimos oyendo el tiroteo, lejano y próximo, que resonaba por todas partes. A las siete de la mañana, el chico de la imprenta, Santiaguillo, hijo de mi regente, vino con la noticia de que en Puerta Cerrada había una barricada con muchos paisanos armados, dirigidos por Paco el Federal, y entre ellos estaban dos de mis cajistas, uno llamado Polonio Sánchez, a quien decían de mote el Pelusa, y otro, Pedro Ferreiro, alias el Galleguín.
—Pero ¿qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? —le pregunte yo al aprendiz.
—Pues nada, que se ha sublevado el cuartel de San Gil y todo Madrid.
Al oírlo mi mujer se sobresalté.
—Ese Daniel, ¿qué habrá hecho? —exclamaba a cada instante—. A ese chico le ha pasado algo. ¡Jesús, Dios mío! ¡Qué desgracia!
—Vamos a enterarnos —dijo Aviraneta de pronto.
—Bueno, vamos —indiqué yo, aunque no tenía maldita gana de salir de casa.
—No te alejes, ¡por Dios! —me empezó a recomendar mi difunta mujer.
—Podemos acercarnos a Palacio a curiosear un poco —advirtió don Eugenio, que ya se había vestido y puesto las botas.
—Bueno —repuse yo, aunque un poco tembloroso y asustado.
Nos dispusimos a salir.
—Si le preguntan algo —me indicó don Eugenio en la escalera—, no se le ocurra a usted decir que busca a un sobrino suyo entre los sublevados, sino en la tropa.
—Así lo haré.
Salimos de casa y quisimos avanzar por la calle de Segovia arriba. Se oía un estrépito de tiros que no cesaba. Nos detuvimos.
—Por Puerta Cerrada es imposible pasar —explicó un artesano haraposo que venía corriendo anhelante.
—¿Pues qué ocurre?
—Que se hace fuego por todas las calles que desembocan allí. Hacia la plaza de la Villa hemos visto un torero muerto.
—¿Un torero?
—Sí, un torero vestido de corto. Por los otros callejones se dispara desde los tejados y está uno expuesto a que lo maten.
El hombre haraposo se fue, y otro más sereno nos dijo que quizá podríamos pasar por la calle del Rollo. Nos unimos a un comandante retirado, de la vecindad, el comandante don Perfecto Sañudo, padre de un alabardero. Don Perfecto quería también llegar a Palacio.
Salimos los tres a la plaza del Cordón. Al asomarnos a ella dos soldados se echaron el fusil a la cara, nos apuntaron y nos dieron el alto.
El viejo comandante Sañudo dio las explicaciones necesarias con aire de mando y nos dejaron entrar en el callejón que sale a la plazuela de la Villa, en la cual encontramos unos oficiales. Estos nos indicaron que para ir a Palacio debíamos bajar a los Consejos, y de allí dirigirnos por la plaza de la. Armería.
Avanzamos por entre pelotones de soldados. Nos pararon, nos preguntaron; nos dijeron unas veces que podíamos pasar y otras que no; llegamos al arco de la Armería, cruzamos la plaza, entramos por la puerta de Palacio, dimos nuestros nombres a un centinela y penetramos por el postigo.
El comandante don Perfecto y Aviraneta subieron. Yo no me atreví, y esperé en el puesto de guardia.
Por lo que me dijo después don Eugenio, en las habitaciones particulares de Palacio estaban la reina, el rey y otras seis o siete personas.
En aquel momento llegó el general Quesada, y dijo:
—Ya se ha terminado lo de San Gil. Ahora se va a emprender el ataque a la plaza de Santo Domingo y de la calle Ancha.
El general Narváez, herido delante del cuartel de San Gil, estaba en un sofá y le reconocía, y después le vendaba, un médico de la Casa Real.
Aviraneta conocía a Quesada, y le pidió un salvoconducto para ir a su casa de la calle del Barco, donde dijo le esperaba su mujer.
—Le van a detener los sublevados —le advirtió el general.
—Yo me las arreglaré.
—Bueno, está bien.
Quesada escribió unas palabras en un papel, que firmó, y se lo dio a don Eugenio.
—¿Quién está sublevado en la plaza de Santo Domingo? —le preguntó Aviraneta.
—Debe de ser Contreras.
Me contó también don Eugenio que Narváez, al verle por el hueco de la puerta, le reconoció y le dijo:
—¡Qué demonio! ¿Es usted, compadre? Yo creía que hacía ya mucho tiempo que se había ido usted al otro barrio.
—Pues ya ve usted, mi general, que sigo todavía en este.

Pío Baroja
Desde el principio hasta el fin
Memorias de un hombre de acción - 22



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