EL NIÑO QUE PUDO VIVIR

EL NIÑO QUE PUDO VIVIR
El etarra Imanol Miner Villanueva, salvado de niño del fuego de unos terroristas por la Guardia Civil. © Efe
En la madrugada del 15 de junio de 1984, a eso de las tres y media, la normalidad reinaba en el piso de la familia Miner Villanueva, en el casco viejo de Hernani. Se trataba, eso sí, de una normalidad un tanto peculiar. Manuel Miner Villanueva, que entonces contaba ocho años, dormía en la misma habitación que sus dos hermanos, un chaval un poco mayor que él y una niña también pequeña. En la habitación contigua, a mano derecha mirando al pasillo, dormían sus padres, Pedro Miner y Fermina Villanueva. En la otra habitación, situada a la izquierda, descansaban Jesús María Zabarte Arregui, Juan Luis Lecuona Elorriaga y Agustín Arregui Perurena, tres curtidos etarras con más de una veintena de asesinatos a sus espaldas. Los tres componían, a la sazón, el más temible talde del comando Donosti.
El domicilio de los Miner Villanueva era una de las casas del grupo de Zabarte. Sus tres integrantes se alojaban allí regularmente, aunque no durante todo el tiempo. Que estuvieran los tres a la vez, por otra parte, no era la regla general: sólo sucedía justo antes o justo después de realizar una acción. Aquellos hombres eran gente dura, y llevaban ya muchos años en la clandestinidad, lo que provocaba que no siempre se mostraran amables con sus anfitriones. Pero los habitantes de aquel piso se habían hecho a convivir con sus singulares huéspedes.
De pronto, en el silencio de la noche, sonaron unos golpes en la puerta. Una voz gritó: «¡Guardia Civil!». El matrimonio, el hijo mayor y los etarras se despertaron rápidamente. Los dos niños pequeños continuaron sumidos en su profundo sueño.
Al otro lado de la puerta había varios agentes de información de la Guardia Civil, junto a los que se hallaba el jefe del destacamento de GAR (Grupos Antiterroristas) que había rodeado el edificio. Los había conducido allí la pista obtenida en una operación realizada un par de horas antes. Cuando llamaron a la puerta de aquel piso del casco viejo de Hernani, los agentes sabían que allí dentro podía haber gente relacionada con el aparato de apoyo al comando Donosti. Lo que no sabían era que iban a tropezarse, además, con sus activistas más aguerridos.
Cuando los agentes de información, escamados por la falta de respuesta, y suponiendo que algo raro pasaba dentro, echaron abajo la puerta del piso, se encontraron en el vestíbulo con el matrimonio y el hijo mayor, totalmente anonadados. Tres agentes se hicieron cargo de ellos sobre la marcha y los demás avanzaron por el pasillo. Vieron primero, a su izquierda, una habitación abierta, con la luz encendida y en apariencia vacía. Un metro más allá había una puerta cerrada, al parecer de otra habitación, y a continuación una tercera, abierta e iluminada como la primera. Al fondo se veía un salón. Antes de que pudieran avanzar más, el cañón de un subfusil UZI asomó al pasillo desde el umbral de la tercera habitación y escupió una lluvia de balas. El primero de los agentes recibió varios impactos en brazos y piernas. El chaleco le salvó la vida, pero quedó malherido en el suelo. Los demás se pegaron a la pared como lapas. Por fortuna, el que disparaba no podía hacer el giro de muñeca completo para colocar el arma paralela a la pared. Las balas seguían una trayectoria oblicua, dejando un ángulo muerto en el que se refugiaron los guardias que no habían sido alcanzados. Pero no podían quedarse ahí, porque los proyectiles rebotaban en todas direcciones, haciendo añicos cuantos cristales encontraban a su paso. Los que estaban ilesos se replegaron, y el herido, arrastrándose, avanzó hasta el salón para sustraerse al fuego. Quedó así aislado de sus compañeros, que desde la puerta de la vivienda, impotentes, se preguntaban si seguiría todavía vivo.
Poco después, el herido se asomaba a la ventana del salón y pedía a gritos, a los guardias que vigilaban abajo, que le sacaran de aquella ratonera. En tan sólo unos instantes, la situación, además de dramática, se había vuelto angustiosa para los asaltantes. Tenían dentro a uno de los suyos; en medio, gente armada y dispuesta a hacer fuego sin contemplaciones; y un poco más acá, una habitación cerrada en la que ignoraban por completo qué había. En suma, algo muy diferente de la operación más o menos rutinaria para la que venían preparados. Pero los lamentos del compañero les acuciaban a actuar. Visto el panorama, un puñado de hombres del GAR (con material más contundente que las armas cortas de los agentes de información), asumió la vanguardia e intentó entrar a liberar al herido.
Trataron de avanzar sigilosamente por el pasillo. Sin embargo, había tantos cristales en el suelo que les fue imposible hacerlo en absoluto silencio. Al oírse el primer chasquido, la UZI volvió a asomar y a soltar su vendaval de plomo. Otra vez se aplastaron los guardias contra la pared, y otra vez tuvieron que retroceder. En ese momento, Fermina Villanueva empezó a gritar: «¡Mis niños, mis niños!». El jefe de los GAR, atónito, le preguntó de qué niños hablaba. Pronto supo qué había tras la puerta cerrada. La situación se completaba, así, con un par de niños pequeños cogidos en la línea de fuego. Ni en la peor de las pesadillas podía imaginarse algo más endiablado. Pero cuando la puerta de la habitación se abrió, y los dos niños (a quienes el ruido, al fin, había despertado) aparecieron en el umbral, el caos llegó a su punto culminante. Desde el vestíbulo los guardias les conminaron para que retrocedieran, la UZI volvió a asomar y a disparar, y los niños, aterrorizados ante la visión de aquellos hombres uniformados que les gritaban y el ruido de las detonaciones, tuvieron la única reacción posible: orinarse encima.
En cierto momento, el pequeño Manuel Miner tuvo la presencia de ánimo suficiente como para coger a su hermana y volver a meterla en la habitación. Así salvó, probablemente, la vida de ambos. Pero aún estaban en medio, y sólo había una forma de sacarlos: entrar hasta su cuarto. Había que ofrecerse al fuego para llegar allí, y luego volver a hacerlo para llevarlos hasta el vestíbulo. Y fueron los guardias, los mismos que habían visto peligrar su vida en el anterior intento, los enemigos a los que sus padres ya les habían enseñado o pensaban enseñarles a odiar, quienes se la jugaron. Entraron por ellos, desafiando a las balas, y del mismo modo los sacaron de aquel infierno.
Se salvaron pues los niños, se salvó el guardia herido, que acabó arreglándoselas para descolgarse por la ventana del salón hasta la calle, y también se salvó Zabarte, el jefe de los terroristas, que había estado durante todo el tiempo escondido en un zulo en el dormitorio del matrimonio. Fueron los dueños de la casa, tal vez en un arrebato de gratitud por el rescate de sus hijos, los que informaron a los guardias de la existencia del zulo, haciendo posible así la rápida y limpia detención del etarra.
Para Lecuona y Arregui, los subordinados de Zabarte, que eran los que se habían hecho fuertes en la tercera habitación, la cosa no acabó tan bien. Además de la UZI tenían un fusil AK-47 y alrededor de 2.500 cartuchos. Con ese arsenal, envalentonados y enardecidos, aguantaron durante horas. Cuando su propio jefe les invitó a rendirse, le respondieron: «Y tú que eres el jefe del talde nos lo dices… Que vengan a buscarnos si tienen cojones, txakurras. Gora Euskadi alahil». Siguieron disparando en cuanto alguien se asomaba al pasillo, y también, desde la ventana, hacia la calle. Tratando de mantenerlos a raya, los guardias llegaron, incluso, a agotar su munición. Al final, en una intervención que luego sería muy discutida, los sitiadores, desde el edificio de enfrente, lanzaron una granada contra la ventana para deshacerse de la persiana que les impedía ver el interior de la habitación. La granada (rompedora, y no de carga hueca, como se dijo) cumplió su papel. Cuando Arregui y Lecuona volvieron a asomar para disparar hacia la calle, ya sin el amparo de la persiana, un tirador los abatió. Esa misma mañana estallaron los disturbios en Hernani, y durante mucho tiempo se habló de aquella batalla, la más encarnizada en la historia de la lucha antiterrorista.
¿Y qué fue de aquellos niños? Cuentan que esa misma noche, el entonces comandante Galindo, que era quien estaba al mando de la operación, se ofreció a alojarlos en su casa, ya que el padre y la madre quedaron detenidos como colaboradores de ETA y no aparecían familiares que se hicieran cargo de ellos. Cuentan que la madre, Fermina Villanueva, le dio las gracias a Galindo por haber salvado a sus hijos, y que entre la fiscalía y los propios agentes hicieron lo que pudieron para que no le cayera una condena muy abultada y pudiera reunirse pronto con sus retoños. El hecho cierto y contrastable es que sólo cinco meses después, en noviembre de 1984, Fermina ya estaba en libertad.
Pero hay que suponer que nada de esto bastó para borrar de su ánimo, ni del de sus hijos, la sensación de que una noche los txakurras, sin justificación ni derecho, vinieron, arrasaron su casa y mataron a dos bravos luchadores por la libertad de Euskadi. Además, fue el movimiento el que reparó aquel daño, en la parte en que era reparable. Según los papeles de Sokoa, entre los que figuraban los correspondientes recibos, la rehabilitación de la vivienda, cuyo coste ascendió a dos millones de pesetas, la sufragó ETA.
El caso es que el 14 de mayo de 2002, dieciocho años después, aquel niño al que salvaron los guardias del fuego de los suyos, Manuel Miner Villanueva, fue detenido como miembro del comando Madrid. Estaba preparando un atentado con explosivos contra unos policías. El niño que aquella noche pudo vivir acabó eligiendo el oficio de matar.

Lorenzo Silva
Líneas de sombra
Historias de criminales y policías


Lorenzo Silva traza una original radiografía del crimen en España. El novelista se patea las calles, las comisarías, habla con policías y con delincuentes, y convertido en reportero nos presenta una crónica personal de los más sonados casos criminales de las últimas décadas.
En la segunda parte del libro, el autor reflexiona sobre la novela negra, rinde homenaje a sus maestros y explica cómo creó a sus personajes y cómo se documenta y escribe sus novelas.

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