Cuando un bonzo vagabundo se ve negada la entrada en un monasterio, permanece todo el día frente al porche, acurrucado sobre su fardo, con la frente inclinada

Acostumbrado al silencio, mi oído captó un imperceptible murmullo, una plegaria, que no pude identificar. Y de repente me surgió una idea que dejó mi orgullo hecho trizas: el Prior poseía tal vez una insondable vida interior de la cual nosotros no teníamos la menor idea, y ante la que las mezquindades, los pequeños pecados, las pequeñas negligencias que yo había desesperadamente ensayado no valían ni siquiera la pena de ser mencionadas. Comprendí entonces que la prosternación del Prior era la que se llama del «Jardín cerrado»: Cuando un bonzo vagabundo se ve negada la entrada en un monasterio, permanece todo el día frente al porche, acurrucado sobre su fardo, con la frente inclinada. ¡Que un sacerdote del rango del Prior imitase las prácticas de un bonzo vagabundo testimoniaba una sorprendente humildad! Pero ¿hacia quién? ¿A quién se dirigía con esa humildad? Como la de las hierbas del jardín alzándose hasta el cielo bañado por la aurora, y la de los árboles, la de las puntas de las hojas, de las telas de araña donde el rocío hallaba asilo, la humildad ¿no iba dirigida a las faltas y bajas ofensas a las cuales él escapaba, yendo hasta a reflejarse en su propia persona, en virtud de aquella postura de animal yacente?
«¡Pero no. Es a mí a quien la destina!», pensé de repente. Estaba fuera de duda. Él sabía que yo iba a pasar por allí, y era en atención a mí que había tomado esta actitud… Perfectamente consciente de su debilidad, he aquí el medio que había encontrado para desgarrarme el corazón en silencio; despertar mi compasión y finalmente hacerme caer de rodillas. ¡No le faltaba ironía a la cosa!
Le estuve considerando, despistado; y la verdad es que había escapado a la trampa del enternecimiento por un dedo. Resistí con todas mis fuerzas, pero no puedo negar haber estado a punto de ceder… Entretanto, no tenía más que decirme «todo esto lo hace por ti» para que mis disposiciones volvieran a su cauce y yo mismo, más que nunca, me afirmara en ellas.
Fue en aquel momento cuando decidí llevar a término mi proyecto sin esperar a ser echado del templo. El Prior y yo vivíamos ahora en mundos diferentes y ninguno de los dos tenía influencia sobre el otro. Todos los obstáculos habían sido eliminados. A partir de entonces yo podía actuar sin tener que esperar una ayuda exterior, como quisiera y cuando quisiera.
Los tintes de la aurora se desvanecieron. Las nubes se elevaban hacia el cielo. El terso rayo de sol matinal se evaporó tras la galería de la Torre del Señor del Norte. El Prior seguía prosternado. Yo me apresuré a irme de allí.
El 25 de junio estalló la guerra de Corea. Con ello se verificaban mis presentimientos de que el mundo iba inevitablemente al hundimiento y a la ruina. Tenía que apresurarme.

Yukio Mishima
El pabellón de oro


La presente obra, publicada en 1956, está fundada en un acontecimiento real: el incendio de un famoso templo budista por un joven novicio. El autor reconstruye a su manera los hechos e intenta hallarles una explicación psicológica: el protagonista de su novela, Mizoguchi, es un muchacho torpe, tartamudo a consecuencia de un traumatismo psicológico sufrido en su niñez, y afligido por un complejo de inferioridad que todas las circunstancias de su vida contribuyen a agravar. Admitido en el monasterio del Rokuonji (al que pertenece el Pabellón de Oro) gracias a la benevolencia del prior, acaba por concebir por el famoso monumento una admiración enfermiza, que lo lleva a identificarlo con el arquetipo de la belleza y a hacer imposible para él toda otra admiración y todo otro afecto. El descubrimiento de esta influencia paralizadora lo llevará a odiar a su ídolo y a destruirlo para recobrar finalmente la libertad. En El pabellón de oro se basa en buena parte la película biográfica Mishima, producida por Francis Ford Coppola y George Lucas y dirigida por Paul Schrader, rodada en 1984.

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