EL FINAL DE UNA SOCIEDAD ARISTOCRÁTICA. (24 de junio de 1940)
(Fragmento)
Casi siempre sucede que al pasar una época y verla ya con una perspectiva lejana es cuando se le comienza a encontrar algún carácter. El final del siglo XIX y el principio del XX, período en el que vivió uno lo más importante de su existencia, se presenta ahora ante mí como una continuación del siglo XVIII. Pienso que esto era en España más que en otros países de Europa, quizá en Madrid más que en otros pueblos españoles.
A esta época de aristocratismo y de romanticismo los jóvenes de entonces no la mirábamos con toda la simpatía merecida; no nos daban un pequeño medio de vivir, y protestábamos; sin embargo, estábamos muy dentro del tiempo, empapados en él.
Antonio Machado, a quien conocía desde 1898 y a quien no veía casi nunca, me envió hace años un tomo de poesías con un soneto dedicado a mí, que terminaba con estos dos versos, que me produjeron cierta melancolía:
De la rosa romántica en la nieve
él ha visto caer la última hoja.
No seré el único, pero creo que soy uno de los que han visto marchitarse y caer esa corola del romanticismo.
El siglo XIX en toda Europa, a pesar de su aparente democracia, fué un tiempo aristocrático y distinguido; se sentía el culto del yo, el egoísmo, el anhelo por la superación y por la elegancia, lo mismo en la vida social que en la política y en la literaria. Conservadores, liberales, escritores, artistas, cómicos y hasta anarquistas, tenían un fondo de preocupación por la distinción y por el buen tono.
En Inglaterra, por ejemplo, país del dandismo, habían lucido en este siglo infinidad de grandes personajes; Lord Byron, Shelley, Disraeli, Carlyle, Dickens, O’Connel, Gladstone, Spencer, Chamberlain, el de la orquidea, y otros muchos.
Francia dió sus modelos: Napoleón, con su aire aquilino y la mano en el pecho; Talleyrand, príncipe de la Revolución y de la realeza, con su traje de corte; Lamartine, esbelto, con su levita entallada; Guizot, con su aire severo y protestante; Thiers, pequeño, seco y agudo; Renán, con su aire clerical; Napoleón III y la emperatriz Eugenia, con su corte de damas de crinolina y miriñaque ilustradas por Winterhalter.
En Alemania, Bismarck, con su casco y su uniforme sin cruces y sin galas, era solemne; también lo era Moltke, con su aspecto de esfinge, severo y terrible.
En España, políticos y poetas presentaban en el siglo XIX un aire aristocrático: Mendizábal, Zumalacárregui, Martínez de la Rosa, Espronceda, el Duque de Rivas, Zurbano, Cabrera, Prim, Sagasta y la Reina Regente, cada cual en su género, eran grandes tipos.
Los músicos, los filósofos, los sabios, todos tenían prestancia. Entre los primeros, Beethoven, Weber, Rossini, Wagner, Verdi; entre los filósofos, Schopenhauer, Hegel, Schelling; entre los sabios, Darwin, Claudio Bernard, Pasteur, Berthelot, Wirchow, Roberto Koch.
Hasta los regicidas y anarquistas fueron tipos estilizados: Louvel, Fleschi, Orsini, el cura Merino, Ravachol, Angiolillo, Mateo Morral.
El romanticismo que comenzó en el primer tercio del siglo XIX llegó en su agonía hasta la guerra europea del 14.
Madrid, a pesar de no ser un pueblo rico ni pomposo, tenía al final del siglo XIX un señalado aire aristocrático. Era lástima que no pudiéramos comprenderlo los contemporáneos ni compararlo con otras épocas para gustar del tiempo. A veces protestábamos. No sabíamos lo que iba a venir. Si lo hubiéramos sabido no hubiéramos protestado.
Madrid era un pueblo sonriente que se dejaba vivir con sus virtudes y sus vicios, sus cualidades y sus defectos en una perfecta inconsciencia. ¡Qué noche de alegría y de despreocupación la madrileña! ¡Qué teatros de género chico! ¡Qué vida callejera! ¡Qué música popular! Es sin duda necesaria cierta laxitud para que la vida pueda ser sonriente y alegre.
A veces parece que la ruina de las cosas precede a la de las ideas. Así el teatro Real de Madrid, como si sospechara que en un régimen socialista o fascista no podría sostenerse, decidió hundirse, e hizo lo mejor que podía haber hecho.
Yo había asistido a él, al paraíso, como los estudiantes, y de frac y de chaleco blanco algunas veces, a platea. Seguramente había de ser imposible que este teatro volviera a su antiguo esplendor. Estaba sin duda en lo hacedero que se restauraran la decoración de la sala y del escenario y sus cimientos, pero el público antiguo, y entre él yo de estudiante o con un frac en un palco, ya no se podía restaurar.
Se comprende que en España en esta última época ha habido un desprendimiento, un agujero abierto que ya nadie llenará.
Esos aventureros de la política sin escrúpulos, estilo Lerroux, y la gente de su cuerda; esos pedantes de Ateneo del tipo de Azaña y compañía; esos comunistas sabihondos, de cerebro rapado, hicieron que la señora que tenía aire y costumbres distinguidos se convirtiera en una patrona de casa de huéspedes, y los que han venido después han hecho de ella una sargenta o a lo más una tenienta.
Pío Baroja
Desde el exilio
Artículos
(Fragmento)
Casi siempre sucede que al pasar una época y verla ya con una perspectiva lejana es cuando se le comienza a encontrar algún carácter. El final del siglo XIX y el principio del XX, período en el que vivió uno lo más importante de su existencia, se presenta ahora ante mí como una continuación del siglo XVIII. Pienso que esto era en España más que en otros países de Europa, quizá en Madrid más que en otros pueblos españoles.
A esta época de aristocratismo y de romanticismo los jóvenes de entonces no la mirábamos con toda la simpatía merecida; no nos daban un pequeño medio de vivir, y protestábamos; sin embargo, estábamos muy dentro del tiempo, empapados en él.
Antonio Machado, a quien conocía desde 1898 y a quien no veía casi nunca, me envió hace años un tomo de poesías con un soneto dedicado a mí, que terminaba con estos dos versos, que me produjeron cierta melancolía:
De la rosa romántica en la nieve
él ha visto caer la última hoja.
No seré el único, pero creo que soy uno de los que han visto marchitarse y caer esa corola del romanticismo.
El siglo XIX en toda Europa, a pesar de su aparente democracia, fué un tiempo aristocrático y distinguido; se sentía el culto del yo, el egoísmo, el anhelo por la superación y por la elegancia, lo mismo en la vida social que en la política y en la literaria. Conservadores, liberales, escritores, artistas, cómicos y hasta anarquistas, tenían un fondo de preocupación por la distinción y por el buen tono.
En Inglaterra, por ejemplo, país del dandismo, habían lucido en este siglo infinidad de grandes personajes; Lord Byron, Shelley, Disraeli, Carlyle, Dickens, O’Connel, Gladstone, Spencer, Chamberlain, el de la orquidea, y otros muchos.
Francia dió sus modelos: Napoleón, con su aire aquilino y la mano en el pecho; Talleyrand, príncipe de la Revolución y de la realeza, con su traje de corte; Lamartine, esbelto, con su levita entallada; Guizot, con su aire severo y protestante; Thiers, pequeño, seco y agudo; Renán, con su aire clerical; Napoleón III y la emperatriz Eugenia, con su corte de damas de crinolina y miriñaque ilustradas por Winterhalter.
En Alemania, Bismarck, con su casco y su uniforme sin cruces y sin galas, era solemne; también lo era Moltke, con su aspecto de esfinge, severo y terrible.
En España, políticos y poetas presentaban en el siglo XIX un aire aristocrático: Mendizábal, Zumalacárregui, Martínez de la Rosa, Espronceda, el Duque de Rivas, Zurbano, Cabrera, Prim, Sagasta y la Reina Regente, cada cual en su género, eran grandes tipos.
Los músicos, los filósofos, los sabios, todos tenían prestancia. Entre los primeros, Beethoven, Weber, Rossini, Wagner, Verdi; entre los filósofos, Schopenhauer, Hegel, Schelling; entre los sabios, Darwin, Claudio Bernard, Pasteur, Berthelot, Wirchow, Roberto Koch.
Hasta los regicidas y anarquistas fueron tipos estilizados: Louvel, Fleschi, Orsini, el cura Merino, Ravachol, Angiolillo, Mateo Morral.
El romanticismo que comenzó en el primer tercio del siglo XIX llegó en su agonía hasta la guerra europea del 14.
Madrid, a pesar de no ser un pueblo rico ni pomposo, tenía al final del siglo XIX un señalado aire aristocrático. Era lástima que no pudiéramos comprenderlo los contemporáneos ni compararlo con otras épocas para gustar del tiempo. A veces protestábamos. No sabíamos lo que iba a venir. Si lo hubiéramos sabido no hubiéramos protestado.
Madrid era un pueblo sonriente que se dejaba vivir con sus virtudes y sus vicios, sus cualidades y sus defectos en una perfecta inconsciencia. ¡Qué noche de alegría y de despreocupación la madrileña! ¡Qué teatros de género chico! ¡Qué vida callejera! ¡Qué música popular! Es sin duda necesaria cierta laxitud para que la vida pueda ser sonriente y alegre.
A veces parece que la ruina de las cosas precede a la de las ideas. Así el teatro Real de Madrid, como si sospechara que en un régimen socialista o fascista no podría sostenerse, decidió hundirse, e hizo lo mejor que podía haber hecho.
Yo había asistido a él, al paraíso, como los estudiantes, y de frac y de chaleco blanco algunas veces, a platea. Seguramente había de ser imposible que este teatro volviera a su antiguo esplendor. Estaba sin duda en lo hacedero que se restauraran la decoración de la sala y del escenario y sus cimientos, pero el público antiguo, y entre él yo de estudiante o con un frac en un palco, ya no se podía restaurar.
Se comprende que en España en esta última época ha habido un desprendimiento, un agujero abierto que ya nadie llenará.
Esos aventureros de la política sin escrúpulos, estilo Lerroux, y la gente de su cuerda; esos pedantes de Ateneo del tipo de Azaña y compañía; esos comunistas sabihondos, de cerebro rapado, hicieron que la señora que tenía aire y costumbres distinguidos se convirtiera en una patrona de casa de huéspedes, y los que han venido después han hecho de ella una sargenta o a lo más una tenienta.
Pío Baroja
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