Después de innumerables aplazamientos, el 19 de junio es designado como el día de la fuga

Después de innumerables aplazamientos, el 19 de junio es designado como el día de la fuga; es tiempo, más que tiempo, porque una red de secretos entre tantas manos puede desgarrarse por cualquier lugar en todo momento. Como un latigazo restalla de repente en medio de los suaves cuchicheos y conciliábulos de la familia real un artículo de Marat que anuncia un complot para apoderarse del rey. «Quieren a toda fuerza llevarlos a los Países Bajos so pretexto de que su causa es la de todos los reyes, y vosotros sois lo bastante imbéciles para no prevenir la fuga de la real familia. ¡Parisienses, insensatos parisienses!, estoy ya cansado de repetíroslo siempre: conservad con cuidado al rey y al delfín en vuestras murallas; encerrad a la austríaca, a su cuñado y al resto de la familia. La pérdida de un solo día puede ser fatal para la nación y abrir la tumba a tres millones de franceses». Extraña profecía la de este hombre de tan aguda vista detrás de los anteojos de su enfermiza desconfianza. Sólo que esta «pérdida de un solo día» fue fatal no para la nación, sino para el rey y la reina. Pues, aún otra vez, en el último momento, María Antonieta aplaza la fuga, ya acordada en cada detalle. En vano Fersen ha trabajado hasta el agotamiento para que todo estuviera dispuesto para el 19 de junio. El día y la noche, desde hace semanas y meses, los ha dedicado su pasión sólo a esta única empresa. Por su propia mano saca nuevas prendas de vestir, noche tras noche, bajo la capa al salir de sus visitas a la reina; en una innumerable correspondencia ha convenido con el general Bouillé en qué punto los dragones y los húsares han de esperar la carroza del rey; llevando las riendas en su propia mano, prueba, en el camino a Vincennes, los caballos de posta que ha encargado. Los indicios están todos dispuestos, el mecanismo funciona hasta en su más pequeña ruedecilla. Pero, en el último momento, da contraorden la reina. Una de las camareras, que está en relaciones con un revolucionario, le parece altamente sospechosa. Las cosas están de tal modo dispuestas que, precisamente en la mañana siguiente, la del 20 de junio, esta mujer debe estar libre de servicio; hay, por tanto, que esperar a ese día. Otra vez veinticuatro horas de fatal retraso, contraorden al general, mandato de desensillar a los húsares ya dispuestos para el avance, nueva tensión nerviosa para el ya totalmente agotado Fersen y para la reina, que apenas puede ya dominar su inquietud. No obstante, por fin pasa también este último día. Para disipar toda sospecha, lleva la reina, por la tarde, a sus dos niños y a su cuñada Elisabeth a los jardines del Tívoli. A su regreso, con su habitual altivez y seguridad, le da al comandante las órdenes para el día siguiente. No se nota en ella ninguna excitación, y menos aún en el rey, porque este hombre sin nervios es absolutamente incapaz de ello. Por la noche, a las ocho, se retira María Antonieta a sus habitaciones y despide a las doncellas. Acuesta a los niños y, aparentemente despreocupada, se reúne, después de la cena, en el gran salón con toda la familia. Sólo una cosa habría podido advertir acaso una mirada especialmente atenta, y es que la reina se levanta a veces y mira el reloj, como si estuviese cansada. Pero, en realidad, jamás como esta noche estuvo en una mayor tensión de sus energías, más despierta ni más dispuesta para hacer frente al destino.

Stefan Zweig
María Antonieta


María Antonieta es una magnífica biografía ajustada a las fuentes históricas. La genial interpretación del personaje y del ambiente de la época debe tanto a la gran penetración psicológica de Stefan Zweig y a su poderosa intuición poética, como a la fidedigna documentación de que se sirvió. Esto es lo que da densidad y emoción humanas al libro. El dramático fin de la reina María Antonieta la convirtió en uno de los personajes más controvertidos del período de la Revolución francesa.
Leyendo este magistral libro, uno se siente transportado al París del siglo XVIII, donde mientras se gestaba la Revolución Francesa, María Antonieta, rodeada de sus cortesanos preferidos, se escapaba de la corte de Versalles para vivir en su pequeño y exclusivo castillo de Trianón, rodeado del pueblecito campesino que se hizo construir en los inmensos jardines del palacio. Allí reinaba la moda de lo «natural», y la reina, disfrazada de campesina, ordeñaba con un cubo de porcelana a sus dos vacas que vivían en un limpísimo establo con grietas simuladas pintadas en las paredes.
Más adelante, podemos vivir de cerca, de la mano de Stefan Zweig, los días de la revolución y la caída en desgracia de María Antonieta y su familia, hasta que fue decapitada en la guillotina.


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