Limpió de hojas mustias el ramo de George, le cambió el agua y releyó la nota que él le había dado.

Las familias que tenían la suerte de encontrar medios de locomoción seguían huyendo de Bruselas. Cuando el 17 de junio Jos fue al hotel donde se alojaba Rebecca notó que el carruaje de Bareacres por fin había desaparecido de la puerta. El conde se había procurado un tronco de caballos, a pesar de Becky, y se encontraba camino de Gante. Luis el Deseado también estaba preparando su equipaje. Al parecer la desgracia no se cansaba de perseguir a aquel cuyo traslado resultaba tan engorroso.
Creía Jos que aquella calma no era más que un respiro y que los caballos por los que tanto había pagado no tardarían en ser requisados. Pasó el día indescriptiblemente ansioso. Mientras hubiera un ejército inglés entre Bruselas y Napoleón no había necesidad de una huida inmediata; pero la prudencia le aconsejaba retirar los caballos de las lejanas cuadras donde estaban y guardarlos en los establos del hotel en que vivía, para vigilarlos y evitar el peligro de que se los robasen. Isidor permanecía a tal efecto ante la puerta del establo, donde los caballos ya estaban ensillados y listos para partir. Por su parte anhelaba intensamente que llegase ese momento.
Después de la acogida del día anterior, Rebecca no pensaba volver a visitar a su querida Amelia. Limpió de hojas mustias el ramo de George, le cambió el agua y releyó la nota que él le había dado. ¡Desgraciada!, se dijo doblando el papel. Con esto podría destrozar su corazón. ¡Y pensar que sufre por un hombre así, por un estúpido, por un fanfarrón, que la desprecia! Mi bueno de Rawdon, aun siendo tan tonto, vale diez veces más que él. A continuación se puso a reflexionar en lo que haría si algo le sucediera a su pobre Rawdon y en la suerte que había tenido de que le dejase los caballos.
Durante el día, Rebecca, que vio no sin disgusto partir a la familia Bareacres, recordó las precauciones que había tomado la condesa y se dedicó a algunas labores de aguja; cosió en su ropa la mayor parte de las joyas, pagarés y billetes de banco, y se preparó para cualquier contingencia, fuese esta huir si le parecía oportuno o quedarse a recibir al vencedor, ya fuera inglés o francés. Y no estoy muy seguro de que no soñase aquella noche con que era una duquesa y madame la Maréchale, mientras Rawdon, abrigado en su capote, acampaba en el monte de Saint John bajo la lluvia, pensando con todo el ardor de su corazón en la amada mujercita que había dejado atrás.
Al día siguiente era domingo. Mistress O’Dowd tuvo la satisfacción de ver a sus dos pacientes muy mejorados física y moralmente, gracias al sueño reparador de que disfrutaron durante la noche. También ella había dormido en un sillón del dormitorio de Amelia, presta a acudir cerca de su amiga o del alférez, si necesitaban sus cuidados. Al amanecer, aquella mujer enérgica volvió a la casa donde se alojaba con su marido y allí procedió a asearse y a acicalarse como exigía día tan señalado. Y es muy posible que, hallándose sola en el cuarto que había compartido con el comandante y ante el gorro de dormir de este, que seguía sobre la almohada, y el bastón que descansaba en un rincón, dirigiese al cielo una plegaria por el valiente soldado Michael O’Dowd.
Al volver al hotel llevaba bajo el brazo el libro de oraciones y el famoso volumen de sermones de su tío el deán, que no dejaba de leer ningún sábado, y aunque no lo entendía en su totalidad ni pronunciaba bien muchas palabras, que eran largas y abstrusas —pues el deán era hombre doctísimo que tenía predilección por las interminables locuciones latinas—, ¡con qué gravedad, con qué énfasis acertaba a leer lo esencial! ¡Cuántas veces, pensaba, mi querido Mick ha escuchado con recogimiento estos sermones que yo leía en el camarote durante la travesía! Y aquel día se proponía repetir el mismo ejercicio ante un auditorio compuesto por Amelia y el alférez herido. La lectura se escucharía al mismo tiempo en veinte mil iglesias, y millones de ingleses de ambos sexos implorarían de rodillas la protección del Padre Celestial.

William M. Thackeray
La feria de las vanidades
Penguin Clásicos


En el recinto de la Feria se erige suntuoso uno de los mejores retratos de la sociedad inglesa de inicios del siglo XIX, cuyo director de escena de mirada desencantada no es otro que William M. Thackeray, maestro en el arte de crear personajes femeninos. Así, pronto veremos pisar el escenario a dos mujeres inolvidables: la dulce y apocada Amelia Sedley y la inteligente y ambiciosa Becky Sharp cobran vida en un juego fascinante, lleno de trampas y de emoción, en una obra magistral de la literatura de todos los tiempos.
La clásica traducción que en su día realizara Alfonso Nadal viene precedida en la presente edición por un esclarecedor estudio introductorio. Lo firma John Carey, catedrático emérito de literatura inglesa en la Universidad de Oxford y crítico literario de renombre indiscutible.


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