LA LIBERACIÓN (4-5 DE JUNIO DE 1944
Puente Milvio, cabeza de la via Flaminia (a las 19), con Mario. Carecemos de instrucciones; ¿será verdad que no debemos «salir»? La gente parece estar sepultada en las casas; ya desesperamos de que el compañero del Centro pueda acudir a la cita. Hace media hora que los alemanes han dejado de pasar: el último ha sido un automóvil descubierto con un oficial en su interior, al lado del soldado que manejaba; iba a velocidad endiablada. Al ladearse un poco tocó el pretil izquierdo del puente e hizo saltar un fragmento. Nosotros dos, solos; ni sombra humana en todo lo que se alcanza a ver hasta Porta del Popolo. También los prófugos del Campo Panoli se han retirado, todos, a sus barracas. Este gran silencio, la luz del ocaso, la naturaleza en flor e inmóvil, aumentaba la excitación.
Puente Milvio, cabeza de la via Flaminia (a las 19), con Mario. Carecemos de instrucciones; ¿será verdad que no debemos «salir»? La gente parece estar sepultada en las casas; ya desesperamos de que el compañero del Centro pueda acudir a la cita. Hace media hora que los alemanes han dejado de pasar: el último ha sido un automóvil descubierto con un oficial en su interior, al lado del soldado que manejaba; iba a velocidad endiablada. Al ladearse un poco tocó el pretil izquierdo del puente e hizo saltar un fragmento. Nosotros dos, solos; ni sombra humana en todo lo que se alcanza a ver hasta Porta del Popolo. También los prófugos del Campo Panoli se han retirado, todos, a sus barracas. Este gran silencio, la luz del ocaso, la naturaleza en flor e inmóvil, aumentaba la excitación.
De pronto, sobre la
orilla opuesta del río, en la explanada de Puente Milvio y por la calle de
enfrente, comienza un tiroteo. El reflejo del sol, más que la distancia, no nos
permite ver bien: atacaron el pequeño cuartel del Foro Mussolini guarnecido por
la P. A. I., y la P. A. I. se defiende. Disparan con
metralletas, hay también una ametralladora; ahora otra ametralladora más. ¿Es
posible que A. haya obrado por decisión propia? ¿Tal vez ha llegado la orden
del Centro mientras nosotros estamos aquí esperando? Aquellos que tiran desde
la calle que bordea el río son como siluetas contra el sol, no parecen llevar
uniforme, están parapetados detrás de los árboles: ahora uno avanza y luego
cae, rueda. Allá abajo en la orilla, suben hacia la explanada dos soldados, son
alemanes, a aquellos sí los distinguimos; parecen zapadores, y suponemos que
han de haber minado el puente; ahora una figura de hombre sale gateando detrás
de ellos; nos parece reconocer a B., quien precisamente desde esta mañana está
allí abajo para espiar a los alemanes por si van a colocar minas. Y B. se
levanta y se adelanta a la carrera a los dos alemanes. Uno de los dos hace un
súbito ademán, tal vez le ha tirado, mas B. sigue adelante, ayudándose con las
manos, desaparece. ¿Si de veras el puente estuviese por saltar? Nos sostuvimos
nueve meses; se hizo lo que se pudo. Sería bueno que faltásemos justamente
ahora; sin contar que estar presentes, sobre todo en este momento, es
precisamente nuestro deber.
Enfilamos el puente
a la carrera, temerosos de que pudiese saltar de un momento a otro, con
nosotros encima.
Explanada de Puente
Milvio (a las 19 y 30). En mitad del puente vinieron a nuestro encuentro varios
hombres, uno detrás de otro, harapientos, trastornados, corrían y parecían
bambolearse. Eran caras desconocidas, no sabría decir si de jóvenes o de
viejos. Agitaban los brazos en nuestra dirección, nos gritaban que volviésemos.
Nos cruzamos corriendo. (Luego supimos que era gente destinada a la
deportación, subían desde vía Cassia, evadidos por milagro, tal vez del mismo
camión que llevaba a Guozzi y sus compañeros fusilados en la Storta).
Nos parapetamos
detrás del primer árbol de la calle ribereña; a nuestra izquierda prosigue más
nutrido el tiroteo: son unos fascistas en camisa negra y polainas, algunos
tienen la chaqueta del uniforme gris verdusco echada sobre los hombros, y la
mochila en el suelo. Atacan al pequeño cuartel de la P. A. I.
Delante quedaba la
explanada, como un escenario, no sé explicarlo mejor: en el medio, dos
camiones, desde donde algunos soldados alemanes descargaban a manos llenas
vestidos de mujer, sedería, y chucherías, tal vez joyas, y luego sillas, un
armario. A ambos lados del camión otros alemanes, unos veinte, tal vez más,
algunos zapadores, con la parabellum apoyada en el
pecho, montando guardia. Alrededor de la plaza, bajo los árboles, civiles de
Puente Milvio, hombres, mujeres, nuestros compañeros entre ellos, los miraban,
inmóviles. Un chico quiso avanzar en dirección a los alemanes, y un hombre lo
tomó rápidamente de un brazo. Unos veinte metros más allá, en la ribera,
fascistas y P. A. I. continúan su combate: nadie les hace caso. Este
fuego cruzado nos impedía llegar hasta la explanada.
De pronto el fuego
cesó, los fascistas desfilaron, mochila al hombro y ametralladoras, bajo el
pequeño cuartel, como para un tácito armisticio; desaparecieron por el recodo.Via
Duchi di Castro (de 20 a 21). En el patio nos
contamos. Algunos faltaban, de aquellos con quienes tendríamos que contar. Por
otra parte, ni siquiera para los presentes tenemos armas. Ha obscurecido y
llega A. con las armas. D. tiene un manojo de metralletas en equilibrio entre
el manubrio y el cuadro de la bicicleta. A esta altura, en cuanto a órdenes,
nos bastan las que tenemos; y el puente, B. no puede jurar que haya sido
minado. Llegó P.:
—Vienen —dijo.
Explicó
atropelladamente, jadeando, que los alemanes, de pronto, ante un ademán del
oficial, como habiéndolo pensado mejor, habían vuelto a cargar rápidamente su
botín en el camión, y habían partido. Los zapadores habían quedado en la
explanada, habían tirado a ras de tierra para ahuyentar a la gente y ahora, a
unos metros uno de otro, formando tres filas, avanzaban hacia via Duchi di
Castro: yo los vi pasar rozando la esquina. Eran catorce, tenían la parabellum al brazo. Los muchachos querían tirarles; creo
que encontré las palabras fuertes que se precisaban para disuadirlos.
—Sólo si ellos nos
atacan, la orden es esta —y era cierto, mas por un instante había pensado que
el enfrentarlos hubiera significado hacerse exterminar.
Nos apostamos junto
a la tapia del patio; no habría sabido usar la metralleta, no sabía por qué
lado empezar, ahora mi responsabilidad de «político» cedía el puesto al
«militar»; el revólver me infundía más seguridad: era un calibre 6,35, ¿y si se
traba? A nuestras espaldas teníamos el patio, todas las ventanas cerradas;
alguien bajó y pidió armas.
—¡Silencio!
Anochecía, y ellos
avanzaban, mirando en derredor; los últimos dos avanzaban de espaldas. Pasaron
a un costado; nosotros espiándolos por los intersticios del portón de reja, los
caños de nuestras armas entre lanza y lanza. Duró pocos minutos, fue eterno.
(Nos quedó como una insatisfacción; si uno de los muchachos desobedecía, si una
automática «se disparaba sola»; tal vez era eso lo que yo esperaba). Los
zapadores volvieron a subir por el sendero, pasando por los prados de la
Farnesina; debieron bordear los tinglados de la «Titanus». Tres compañeros los
seguían a la distancia.Llegó G., no se daba
paz:
—Roma ha sido
liberada —dijo—. Hay alegría por doquier. Avanzan en tres columnas, y con
tanques… Entraron hoy a las seis… Son todos italo-americanos. Se han detenido
en la plaza del Popolo, se caen de cansados… He venido corriendo… De veras,
desde Piazzale Flaminio hasta aquí no he encontrado un alma.
Sobre Puente Milvio
pasaron, a minutos de intervalo, tres, cuatro camionetas alemanas. Era
medianoche: había que estar seguros, entre otras cosas, de que el puente no
estuviese minado y coger en una trampa a aquellas camionetas desde donde
tiraban hasta a las sombras, aquellos zapadores que estaban subiendo de nuevo
hacia Monte Mario; el grupo de fascistas desapareció por la ribera del Tíber.
Vino un suboficial de la P. A. I. con tres soldados, y se puso a las
órdenes. Ciudad abierta o cerrada, no se podía estar con una mano sobre otra.
Las primeras
vanguardias aliadas llegaron al alba, casi doce horas después de que el centro
de Roma hubiese sido liberado; encontraron Puente Milvio y Tor di Quinto
desiertos, pero cargados de inscripciones y arcos de triunfo; diecinueve
prisioneros, dos de los nuestros heridos, en pequeñas escaramuzas que duraron
hasta el anochecer. Mientras tanto la gente estaba por las calles, los
aplaudía, les daban de beber. Los G. I. eran buenos, hablaban italiano,
ofrecían cigarrillos y chocolate a los chicos; seríamos por siempre amigos; con
uno de Missouri nos cambiamos el revólver.
—John.
—Rodolfo.
—Paisà.
—Paesano.
Vasco Pratolini
Las amigas
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