¿hay quién se trague lo de un arzobispo que se escapa volando de su palacio para jugar al mus con una trinca de anarquistas?

22 de junio
Con lo pensado hay ya para un capítulo, y es la hora del balance, y de ver qué hago ahora con esta escasa materia granjeada, y dicho queda en el mejor sentido, en el de los que creen que vale más lo poco diestramente administrado que lo mucho derrochado. Descarto, por supuesto, cualquier salida realista, de esas que conducen a ficciones sociológicas, necesitadas de apoyos algo más convincentes que los míos, porque puestos en esa tesitura, ¿hay quién se trague lo de un arzobispo que se escapa volando de su palacio para jugar al mus con una trinca de anarquistas? La verosimilitud de semejante situación sólo se adquiere si la insertamos en una gran estructura de ambiciosas significaciones, símbolo cósmico o alegoría moral de impresionante catadura. ¿Y qué mejor que un nuevo enfrentamiento entre las fuerzas eternas, jamás vencidas aunque nunca victoriosas, del Bien y del Mal? Sí, ya recuerdo que, páginas más arriba, rechacé una idea de tal guisa, pero fue porque esa dicotomía de isotopos y parámetros me parecía de alcance insuficiente. Dispongo ahora de otras figuras, y la intención desechada resurge más vigorosa y realizable. Es, además, oportuna, ya que el tiempo en que vivimos es testigo y víctima de esa jamás resuelta escaramuza entre Ormuz y Arimán, cuyos nombres o máscaras modernas podrían ser el Orden contra el Caos, y también la Justicia contra el Orden, según se mire: entidades no obstante tan abstractas que están pidiendo a voces imágenes más próximas, conocidas o sospechadas de todo el mundo, en las que puedan figurarse. Tal y como lo veo, el desarrollo de la idea exige por su naturaleza un sistema de ficciones con personajes comunes y tramas paralelas, y un personaje central, héroe y al mismo tiempo eje, que no puede ser otro que nuestro Pablo Bernárdez, por el que siento simpatía, a pesar de lo poco que llevo imaginado de él; pero de ciertas palabras y ciertos hechos colijo su heroica disposición a cualquier acto que redunde en bien de la humanidad, aunque arriesgue su vida. Imaginemos dos lugares desde los que se mueven los hilos de la trama universal, dos palacios, nada menos. Si recordamos que el uno fue teatro de siniestras historias y pavorosos crímenes, y que en él hay mazmorras asfixiantes y larguísimos pasillos donde resuenan todavía y, con un poco de suerte, se pueden escuchar, gritos de víctimas atormentadas, podemos hacer de él el antro desde donde se organiza la universal subversión que nuestros amigos los anarquistas representan; pero si prescindimos de semejantes leyendas, y sólo consideramos sus cúpulas doradas, sus jardines fragantes y la música del río que lame sus murallas, no hallaremos un sitio que con más propiedad sirva para instalar al equipo en que se organiza el general levantamiento en pro de la justicia que representan también los anarquistas. El segundo palacio es muy distinto: nuevo en su construcción, racional en su arquitectura, enteramente iluminado, sin pasado y sin leyenda, sirve de asiento al estado mayor del Bien y de él emanan las consignas directrices de su estrategia y su táctica; pero si se tiene en cuenta que en sus despachos se han organizado golpes de Estado, crímenes políticos, guerras parciales, contrarrevoluciones, etc., puede muy bien servirnos como sede siniestra de los enemigos de la Justicia. El señor arzobispo, en la primera ficción, actúa como agente de los buenos, y pelea en la sombra contra el agente de los malos, que es, sin duda, don Justo Samaniego; porque, ¿qué mejor máscara para un instrumento del Mal que la de un archivero especialista en manuscritos daneses? Organizadas así las cosas, el padre Almanzora interviene como francotirador del Bien, medianamente informado y torpe en su interpretación de lo que tiene delante. De ahí que ponga en peligro al arzobispo, a quien considera esbirro del mismísimo demonio, pero, cuando las cosas se esclarecen, reconoce su error y se arrepiente, lo cual no implica renuncia a su proyecto de convertir la Iglesia en una sociedad anónima. En esta primera ficción, Pablo Bernárdez, creyendo servir al Bien, sirve al Mal, hasta que le cae la venda de los ojos; salva entonces la vida al arzobispo, coopera a la derrota del enemigo y recibe al final el premio de una vagina pequeño-burguesa, limpia de polvo y paja, en cuyos arrumacos consoladores adormece su decepción. No se convierte todavía, pero es presumible que lo hará poco después de terminada la novela. El archivero, los anarquistas y demás personajes protervos reciben su merecido. Ficción, como se ve, de un simbolismo sencillo, al alcance de los más limitados cacúmenes, y que muy bien pudiera complementarse con una segunda historia hábilmente embutida en la primera, en que Pablo Bernárdez sea un muchacho de buena familia, contaminado de ideas liberales, metido en aquella conspiración cívico-militar que terminó desastrosamente con los fusilamientos de Carral. Fugitivo y salvado por una señorita de pozo, el amor le redime y acaba combatiendo a sus antiguos cómplices. ¿Verdad que el relato queda bonito? En la segunda ficción, el arzobispo es un señor que prefiere la Justicia al Orden, y su enemigo es el padre Almanzora, que es quien actúa al dictado de la Injusticia. Don Justo Samaniego no pasa, en este caso, de mero personaje pintoresco, para crear ambiente, y lo mismo don Procopio y otros que ya hemos mencionado. Se prepara la Gran Revolución Universal, que, en Villasanta de la Estrella, tiene su centro en la torre Berengaria y a Pablo Bernárdez como ejecutor. Un buen día, después de algunos dimes y diretes, cuando la situación del arzobispo es difícil y están a punto de expulsarlo de la Sede, salen los isotopos de sus covachas y escondrijos, Pablo viene a su frente, lo arrasan todo, ganan los buenos, mueren los malos, y Pablo, triunfante, recibe el premio de una vagina pequeño-burguesa, limpia también de polvo y paja, cuya agradable propietaria no se convierte todavía a la revolución, pero es de esperar que lo haga de un día a otro. En cuanto al arzobispo, es admitido al nuevo orden a causa de su buena voluntad y de la simpatía que sienten hacia él los anarquistas. Episodio atractivo de esta segunda ficción pudiera ser la huida de la monja milagrera por las calles vacías, pegando fuertes gritos y yéndose a morir al lado del cadáver, todavía insepulto, del padre Almanzora; pero de esta secuencia puede muy bien prescindirse, ya que estrictamente necesaria no lo es. Ahora bien, en el caso de que aceptásemos para la primera ficción el doble argumento paralelo (lo que daría lugar a intrincadas complejidades técnicas de mucho lucimiento), sería necesario, por razones de equilibrio, que la segunda también lo fuera; entonces, ¿qué mejor que contar el levantamiento y guerra de Espartaco, con su lamentable fin? Puesto en parangón con Pablo, idénticos en el arrojo, parejos en la intención, la diferencia de soluciones, aquélla trágica, ésta feliz, serviría para que el menguado lector comprendiera, sin grandes razonamientos, la distancia que nos separa de Roma y lo mejor que se resuelven las cuestiones en nuestro tiempo, volcado resueltamente a la universal felicidad.
Releído, sin embargo, lo que acabo de escribir, no acaba de convencerme. La primera ficción pensada, a poco que se distraiga uno, acabará convirtiéndose en una historia más de James Bond. En cuanto a la segunda, toda vez que el triunfo de la revolución no parece cercano, y que el propio Mao-Tse-Tung le ha dado un par de siglos de plazo, peca indudablemente de idealismo. No sé qué hacer. Tendré que discutirlo con Lénutchka.

Gonzalo Torrente Ballester
Fragmentos de Apocalipsis


En «Fragmentos de Apocalipsis», Gonzalo Torrente Ballester nos ofrece una visión crítica, mordaz y esperpéntica de la vida y de los habitantes de Villasanta de la Estrella, ciudad que puede verse como un trasunto de la capital jacobea, a la que en 1948 había dedicado «Compostela y su ángel». Guiado por una concepción exigente y culta de la novela, el escritor, convertido en protagonista, lleva a cabo, siempre desde su conciencia creadora, una profunda reflexión sobre las posibles formas en que puede componer su obra. La alternancia de lo real y de lo mágico, el humor, la fina ironía y el erotismo desenfadado provocan un placer intelectual que no merma la diversión y el entretenimiento.

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