Pagué el whisky y salimos del bar. Allí quedaban unos grupos de extranjeros adormilados, una mujer con turbante, una joven pareja que trataba de atisbar por los ventanales, taladrando la noche con la mirada, una primera rendija de España. Pero sólo debían ver una gran masa negra y sin luces. Al llegar al coche, temí por un momento que Montse tratase de tomar el volante. Pero no fue así. Arranqué de golpe.
—¿Otra vez a doscientos?
—Eso sería un aburrido paseo.
Acometí la autopista a una velocidad loca. El whisky debía estar haciendo sus efectos. Pasamos a varios coches que hicieron sonar sus claxons como advertencia.
—Dicen que vamos a matarnos.
Después de la comida, las gentes de la verbena se tumban a la orilla del agua maloliente y todas esas mujeres maduras y deformes muestran sus lívidas interioridades en el descuido de la siesta, y una gran paz hedionda lo toca todo. Se hace bien la digestión entre el sol y la sombra. Se está vivo, lleno de vida hasta arriba, satisfecho y sin pensamiento. Alguna vez me habían llevado a comer o a cenar a la orilla del río, siendo yo casi un niño. Montse no se cogía a mí.
—¿Estás bien?
No sé si me respondió. Iba rígida en su asiento, con los brazos a lo largo del cuerpo. La gasa ya no ondeaba en torno de sus mejillas. Vi de reojo sus mandíbulas angulares, sus ojos fijos y como vacíos, un rostro de mujer que era la mascarilla de un rostro de mujer.
—Sí. Ya sé que no estoy irresistible.
Me adivinaba los pensamientos. Esto puede ser el final, me dije. Cuando la gente se hace transparente y los pensamientos andan sueltos, desnudos, evidentes, comunicándose sin necesidad de palabras, es que ha llegado el final. Dócil bajo mi mando, el coche resollaba hacia un nuevo esfuerzo y ganábamos velocidad. Pero el volante me resbalaba en las manos.
—Valor —dijo ella.
Y esto me sobresaltó. ¿Estaríamos llegando al final sin que yo me diese cuenta de ello exactamente? Porque lo que había pensado un momento antes era sólo una divagación. Frené el coche en muy pocos metros. El camión nos acometió mansamente. O fue al revés. Un suave y penetrante topetazo. Estábamos rodeados de edificios. Aquello era ya la ciudad. Todo el sabor del whisky en la garganta. Gritos y bocinas. Montse a mi lado, se mordía los puños, no sé si de nerviosismo o desesperación. Pero estaba viva. Salté del coche y me abrí paso entre la gente. El camionero venía hacia mí con los brazos extendidos, gritando algo. Los faros de su camión le iluminaban por detrás, como a un actor en escena. Pero me vio pasar a su lado, indiferente. Caminé, caminé. A la vuelta de la esquina eché a correr. Todo me daba botes por dentro. Cuando llegué ante una de esas solitarias fuentes callejeras que todavía quedan en Madrid, con su grifo desportillado y goteante, comprendí que era eso lo que estaba buscando. Doblé ampliamente el espinazo y bebí cabeza abajo. El agua me corría por el rostro y entre el pelo. Veía el cielo y los edificios del revés, como otras veces. Pero me bastó con enderezar el cuerpo de nuevo para volver a entrar en pacífica posesión de mi ciudad.
Madrid, 14 de junio 1965.
Francisco Umbral
Travesía de Madrid
“El sexo, origen del sentido mismo de la libertad, es vivido en mi libro como último recurso de esa libertad y, simultáneamente, como respuesta exasperada, desvalida e insolidaria a la presión de la sociedad. Pero mi protagonista, que no es un intelectual, sino un tipo instintivo y callejero, no razona nada de esto —como no lo he razonado yo hasta mucho después de escrito el libro—. Él se lanza a un cuerpo a cuerpo con la gran ciudad, sin otra ley ni otra estrategia que su libertad personal. He escrito Travesía de Madrid con una técnica de acciones simultáneas y proliferantes porque proliferante y simultáneo es el latido de toda gran ciudad; porque proliferantes y simultáneos son el corazón y la memoria de un hombre —el protagonista— con mucha vida y poca ciencia. Y, finalmente, porque esta manera de construcción le da a la novela su carácter de obra abierta, cambiante, provisional, practicable, que corresponde al arte y la conciencia relativista de nuestro tiempo.”
F. Umbral
—¿Otra vez a doscientos?
—Eso sería un aburrido paseo.
Acometí la autopista a una velocidad loca. El whisky debía estar haciendo sus efectos. Pasamos a varios coches que hicieron sonar sus claxons como advertencia.
—Dicen que vamos a matarnos.
Después de la comida, las gentes de la verbena se tumban a la orilla del agua maloliente y todas esas mujeres maduras y deformes muestran sus lívidas interioridades en el descuido de la siesta, y una gran paz hedionda lo toca todo. Se hace bien la digestión entre el sol y la sombra. Se está vivo, lleno de vida hasta arriba, satisfecho y sin pensamiento. Alguna vez me habían llevado a comer o a cenar a la orilla del río, siendo yo casi un niño. Montse no se cogía a mí.
—¿Estás bien?
No sé si me respondió. Iba rígida en su asiento, con los brazos a lo largo del cuerpo. La gasa ya no ondeaba en torno de sus mejillas. Vi de reojo sus mandíbulas angulares, sus ojos fijos y como vacíos, un rostro de mujer que era la mascarilla de un rostro de mujer.
—Sí. Ya sé que no estoy irresistible.
Me adivinaba los pensamientos. Esto puede ser el final, me dije. Cuando la gente se hace transparente y los pensamientos andan sueltos, desnudos, evidentes, comunicándose sin necesidad de palabras, es que ha llegado el final. Dócil bajo mi mando, el coche resollaba hacia un nuevo esfuerzo y ganábamos velocidad. Pero el volante me resbalaba en las manos.
—Valor —dijo ella.
Y esto me sobresaltó. ¿Estaríamos llegando al final sin que yo me diese cuenta de ello exactamente? Porque lo que había pensado un momento antes era sólo una divagación. Frené el coche en muy pocos metros. El camión nos acometió mansamente. O fue al revés. Un suave y penetrante topetazo. Estábamos rodeados de edificios. Aquello era ya la ciudad. Todo el sabor del whisky en la garganta. Gritos y bocinas. Montse a mi lado, se mordía los puños, no sé si de nerviosismo o desesperación. Pero estaba viva. Salté del coche y me abrí paso entre la gente. El camionero venía hacia mí con los brazos extendidos, gritando algo. Los faros de su camión le iluminaban por detrás, como a un actor en escena. Pero me vio pasar a su lado, indiferente. Caminé, caminé. A la vuelta de la esquina eché a correr. Todo me daba botes por dentro. Cuando llegué ante una de esas solitarias fuentes callejeras que todavía quedan en Madrid, con su grifo desportillado y goteante, comprendí que era eso lo que estaba buscando. Doblé ampliamente el espinazo y bebí cabeza abajo. El agua me corría por el rostro y entre el pelo. Veía el cielo y los edificios del revés, como otras veces. Pero me bastó con enderezar el cuerpo de nuevo para volver a entrar en pacífica posesión de mi ciudad.
Madrid, 14 de junio 1965.
Francisco Umbral
Travesía de Madrid
“El sexo, origen del sentido mismo de la libertad, es vivido en mi libro como último recurso de esa libertad y, simultáneamente, como respuesta exasperada, desvalida e insolidaria a la presión de la sociedad. Pero mi protagonista, que no es un intelectual, sino un tipo instintivo y callejero, no razona nada de esto —como no lo he razonado yo hasta mucho después de escrito el libro—. Él se lanza a un cuerpo a cuerpo con la gran ciudad, sin otra ley ni otra estrategia que su libertad personal. He escrito Travesía de Madrid con una técnica de acciones simultáneas y proliferantes porque proliferante y simultáneo es el latido de toda gran ciudad; porque proliferantes y simultáneos son el corazón y la memoria de un hombre —el protagonista— con mucha vida y poca ciencia. Y, finalmente, porque esta manera de construcción le da a la novela su carácter de obra abierta, cambiante, provisional, practicable, que corresponde al arte y la conciencia relativista de nuestro tiempo.”
F. Umbral
No hay comentarios:
Publicar un comentario