En que se prepara la salida y al fin del cual se parte de veras
No tenía vuelta de hoja. Antes del largo viaje entre dos a través de la vida, que se llama matrimonio, Godfrey iba a dar la vuelta al Mundo, lo cual es algunas veces más peligroso. Pero contaba con volver más aguerrido y, como era joven, volver hecho un hombre. Tendría ocasión de ver, observar, comparar. Su curiosidad estaría satisfecha. Ya no le quedaría sino vivir tranquilo y sedentario, feliz en el hogar conyugal, que ya ninguna tentación le incitaría a abandonar. ¿Estaba errado o tenía razón? ¿Corría hacia alguna lección de la cual podría obtener provecho? Dejemos al porvenir el cuidado de responder.
En una palabra, Godfrey estaba encantado. Phina, disimulando perfectamente su ansiedad, se resignaba a este aprendizaje.
El profesor Tartelett, él, habitualmente tan firme sobre sus piernas expertas en todos los equilibrios del baile, había perdido su aplomo ordinario y trataba en vano de recuperarlo. Vacilaba incluso sobre el mismo suelo de su cuarto, como si se hallara ya sobre el piso de un camarote azotado por los bandazos de las olas.
En cuanto a William W. Kolderup, una vez tomada la decisión, se había hecho poco comunicativo, sobre todo con su sobrino. Sus labios apretados, sus ojos semiocultos bajo los párpados, indicaban que una idea fija se había implantado en esa cabeza en que hervían habitualmente altas especulaciones del comercio.
«¡Ah!, ¿tú quieres viajar? —murmuraba a veces— ¿viajar en lugar de casarte, en lugar de quedarte en tu casa, de ser feliz aunque a lo tonto? Pues bien, viajarás».
Los preparativos comenzaron en seguida.
En un principio la cuestión del itinerario debió ser planteada, discutida y finalmente resuelta.
¿Iría Godfrey por el sur, el este o el oeste? Esto debía decidirse en primer lugar.
Si optaba por las rutas del sur, la compañía Panama to Colombia and British Colombia, y después la compañía Packet Southampton-Rio Janeiro se encargarían de conducirle a Europa.
Si prefería el este, el gran ferrocarril del Pacífico podía llevarle en algunos días a New York, y de allí las líneas Cunard, Inman, White-Star, Hamburg-America o Trasatlántica francesa podrían depositarle en el litoral del viejo Mundo.
Si quería dirigirse hacia el oeste por la Steam Transoceanic Golden Age, le sería fácil alcanzar Melbourne y luego el istmo de Suez con los barcos de la Peninsular Oriental Steam C°.
Los medios de transporte no faltaban, y gracias a su coordinación matemática la vuelta al Mundo ya no era sino un simple paseo de turista.
Pero no fue de este modo como iba a viajar el sobrino heredero del nabab de Frisco.
¡No! William W. Kolderup poseía, para las necesidades de su comercio, toda una flota de navíos a vela y a vapor. Había decidido, pues, que uno de sus buques fuese «puesto a la disposición del joven Godfrey Morgan», como si se hubiese tratado de un príncipe de sangre real en viaje de placer a expensas de los súbditos de su padre…
Por orden suya, el Dream, sólido vapor de seiscientas toneladas y doscientos caballos de vapor, se puso inmediatamente en disposición de partir. Debía ser mandado por el capitán Turcotte, un lobo de mar que había ya corrido todos los océanos bajo todas las latitudes. Bueno y osado marino, estaba acostumbrado a los tornados, tifones, ciclones… Contaba ya cuarenta años de navegación en cincuenta años de edad. Ponerse la capa y dar la cara al huracán no era sino un juego para este marinero que no había sido nunca afectado sino por el «mal de tierra», es decir, cuando se hallaba en puerto. Por ello, de esta existencia incesantemente sacudida sobre el puente, había conservado siempre el hábito de balancearse a derecha, a izquierda, hacia delante y hacia atrás: tenía el tic del balanceo.
Un segundo oficial, un maquinista, cuatro fogoneros, doce marineros; en total, dieciocho hombres debían formar la tripulación del Dream, que, si bien es verdad que se contentaba con hacer tranquilamente sus ocho millas por hora, no por ello dejaba de poseer excelentes cualidades náuticas. Que no tuviese bastante velocidad para remontar el lomo de la ola cuando la mar era gruesa… ¡sea!, pero tampoco la ola le pasaba por encima, ventaja que compensa bien la mediocridad de la marcha, sobre todo cuando tampoco se va con muchas prisa. Por otra parte, el Dream estaba arbolado en goleta y, con viento favorable, con sus quinientas varas cuadradas de tela, siempre podía salir en ayuda del vapor.
No es preciso creer, sin embargo, que el viaje del Dream debiese ser sólo un viaje de recreo. William W. Kolderup era hombre demasiado práctico para no tratar de aprovechar un recorrido de mil quinientas o mil seiscientas millas a través de todos los mares del globo. Su navío debía partir sin carga, desde luego, pero era fácil conservarlo en buenas condiciones de estabilidad llenando de agua sus water-ballast[7], que podrían inmergirle hasta ras del puente en caso de que fuese necesario. De esta manera el Dream contaba con cargar en ruta y visitar las diversas factorías del rico negociante. De este modo iría de un mercado a otro. No temáis, el capitán Turcotte no tendría dificultad alguna en cuanto a sus gastos de viaje. ¡La fantasía, el capricho de Godfrey no costaría un dólar a la caja del tío! Así se opera en las buenas casas de comercio.
Todo esto fue decidido en largas entrevistas, muy secretas, que William W. Kolderup y el capitán Turcotte tuvieron juntos. Pero parece ser que el arreglo de este asunto, tan sencillo, sin embargo, no marchaba solo, pues el capitán tuvo que hacer numerosas visitas al gabinete del negociante.
Cuando salía de allí, los más perspicaces de los habitantes del hotel habrían observado que tenía una cara singular, que sus cabellos estaban erizados como en ventolada, como si se los hubiese alborotado una mano febril; que toda su persona, en fin, vacilaba y se balanceaba más violentamente que de ordinario. También se habían podido oír voces elevadas que probaban que las sesiones no habían transcurrido sin tormenta. Era que el capitán Turcotte, con su franco hablar, sabía enfrentarse con William W. Kolderup, quien le estimaba lo bastante para permitirle que le contradijese.
Parece, en fin, que todo se arregló. ¿Quién había cedido? ¿William W. Kolderup o Turcotte? No me atrevería aún a pronunciarme, no conociendo el objeto de sus discusiones. No obstante, apostaría más bien por el capitán.
Fuese como fuese, tras ocho días de conversaciones, el comerciante y el marino parecieron estar de acuerdo; pero Turcotte no cesaba de refunfuñar entre dientes:
«¡Que los quinientos mil diablos del suroeste me envíen al fondo del Averno si jamás hubiera esperado que tú, Turcotte, tuvieses que hacer tal cosa!».
Sin embargo, la puesta en marcha del Dream avanzaba rápidamente y su capitán nada omitía para que estuviese en estado de hacerse a la mar a partir de la primera quincena del mes de junio. Se le había puesto en forma, y su carena, cuidadosamente repintada con minio, resaltaba en rojo vivo sobre el negro de la obra muerta.
Al puerto de San Francisco llegan gran número de buques de toda especie y todas las nacionalidades. Así, desde hacía no pocos años los muelles de la ciudad, construidos regularmente en el litoral, no hubiesen podido bastar al embarque y desembarque de las mercancías si los ingenieros no hubiesen conseguido establecer varios muelles secundarios. Estacas de abeto rojo fueron hundidas en las aguas, y algunas millas cuadradas de tablones les recubrieron de anchas plataformas. Se había mermado un poco la bahía, pero ésta era suficientemente capaz. Se obtuvieron así verdaderas calas de descarga cubiertas de grúas y de aparejos cerca de los cuales los vapores de ambos océanos, vapores fluviales de los ríos californianos, clippers de todos los países, cabotajes de las costas americanas, etc., pudieron alinearse en perfecto orden sin tropezarse unos con otros.
En uno de estos muelles artificiales, al extremo de la Warf-Mission-Street, se hallaba sólidamente amarrado el Dream tras haber hecho su revisión en la esclusa del carenado.
Nada fue omitido para que el vapor escogido para el viaje de Godfrey pudiese navegar en las mejores condiciones. Aprovisionamiento, acomodación, todo, todo, fue minuciosamente estudiado. El aparejo estaba en perfecto estado; la caldera, comprobada; la máquina de hélice, excelente. Hasta se embarcó, para las necesidades de abordo y la facilidad de las comunicaciones con tierra, una chalupa de vapor, rápida e insumergible, que debía rendir grandes servicios en el curso de la navegación.
En fin, todo estaba listo en la fecha del 10 de junio. No faltaba sino salir a la mar. Los hombres embarcados por el capitán Turcotte para la maniobra de las velas o el manejo de la máquina formaban una tripulación elegida, y difícilmente hubiese sido posible encontrar otra mejor allí.
Un verdadero stock, de animales vivos: agutíes, corderos, cabras, gallos y gallinas, estaban colocados en el entrepuente; estando, por otra parte, cubiertas y aseguradas las necesidades de la vida material por cierto número de cajas de conservas de las mejores marcas.
En cuanto al itinerario que debía seguir el Dream, éste fue sin duda el objeto de las largas conferencias que juntos tuvieron William W. Kolderup y su capitán. Todo cuanto se supo fue que el primer punto de escala señalado debía ser Auckland, capital de Nueva Zelanda, salvo en el caso de que la necesidad de carbón, ocasionada por la persistencia de vientos contrarios, obligara a reaprovisionarse, ya en alguno de los archipiélagos del Pacífico, ya en alguno de los puertos de China.
Todos estos detalles, por supuesto, importaban poco a Godfrey, dado que por fin iba a hacerse a la mar, y en absoluto a Tartelett, cuya turbación de espíritu aumentaba de día en día por las eventualidades de la navegación.
No faltaba sino una cosa que cumplir: la formalidad de las fotografías.
Un novio no puede partir decentemente por un largo viaje alrededor del Mundo sin llevarse la imagen de aquella que adora y, recíprocamente, sin dejarle la suya.
Godfrey, en traje de turista, se entregó pues en manos de Stephenson and Co., fotógrafos de Montgomery-Street, y Phina, en su toilette de paseo, confió igualmente al Sol el cuidado de fijar sus rasgos encantadores, pero un poco entristecidos, sobre la placa de los hábiles operadores. Así sería una manera de viajar juntos. El retrato de Phina tenía su sitio perfectamente indicado en la cabina de Godfrey, y el de Godfrey en la habitación de la joven.
Por lo que respecta a Tartelett, que no estaba prometido ni pensaba estarlo en modo alguno, juzgó también conveniente confiar su imagen al papel sensible. Pero, pese a la habilidad de los fotógrafos, no fue posible obtener una prueba satisfactoria. El clisé, oscilante, jamás fue sino una neblina confusa en la cual hubiese sido imposible reconocer al célebre profesor de danza y comportamiento.
Era que el «paciente», por lo que fuese, no podía por menos de moverse pese a la recomendación en uso en los talleres consagrados a las operaciones de este género. Se ensayaron otros medios más rápidos de pruebas instantáneas. Imposible. Tartelett se balanceaba, ya por anticipado, en la misma forma que el capitán del Dream. Fue preciso renunciar a conservar los rasgos de este notable ser. Desgracia irreparable para la posteridad si —apartémonos de este pensamiento—, creyendo no salir sino para el viejo Mundo, Tartelett partía para el otro Mundo, del que no se vuelve…
El 9 de junio estaba todo listo. El Dream no tenía sino que aparejar. Sus papeles, conocimientos, contrato de fletamento, póliza de seguro, estaban en regla, y dos días antes el corredor de la casa Kolderup había enviado las últimas firmas.
Ese día un gran almuerzo de despedida fue dado en el Hotel de Montgomery-Street. Se bebió por el feliz viaje de Godfrey y su pronto regreso.
Godfrey no dejaba de estar bastante conmovido y no trató de ocultarlo. Phina se mostró más firme que él. En cuanto a Tartelett, ahogó sus aprensiones en algunos vasos de champaña cuya influencia se prolongó hasta el momento de la partida. Estuvo a punto incluso de olvidar su violín, que le fue llevado en el momento en que el Dream soltaba las amarras.
Los últimos adioses fueron hechos a bordo, los últimos apretones de manos se intercambiaron en la toldilla; luego la máquina dio algunas vueltas de hélice que hicieron que el buque se apartase del muelle.
—¡Adiós, Phina!
—¡Adiós, Godfrey!
—¡Que el cielo os guíe! —dijo el tío.
—¡Y, sobre todo, que él nos devuelva! —murmuró el profesor Tartelett.
—¡Y no olvides jamás, Godfrey —añadió William W. Kolderup—, la divisa que el Dream lleva en su cuadro de atrás: Confide, recte agens!
—¡Nunca, tío William! ¡Adiós, Phina!
—¡Adiós, Godfrey!
El buque se alejó; los pañuelos se agitaron en tanto que estaba a la vista del muelle y hasta un poco más allá.
Pronto la bahía de San Francisco, la más vasta del Mundo, había sido atravesada. El Dream franqueaba la estrecha garganta del Golden Gate y después cortaba con su roda las aguas del Pacífico: era como si esta «puerta de oro» acabase de cerrarse tras él.
Jules Verne
Escuela de robinsones
Viajes extraordinarios
El joven Godfrey, sobrino de un rico comerciante estadounidense, decide viajar en busca de emociones. Cuál es su sorpresa al verse náufrago en una isla aparentemente virgen donde vivirá multitud de aventuras junto a su profesor de baile y amigo Tartelett. Pasados más de 6 meses en la isla, su existencia se hace insoportable: la isla, inicialmente sin depredadores, se llena de ellos; el fuego de las tormentas destruye su pequeña cabaña en el tronco de un árbol; la comida escasea...
En esta novela Verne rinde tributo a Daniel Defoe, ya que se trata de una parodia de Robinsón Crusoe. Quizas, de todas sus obras, sea la más decidida a adentrarse en el género cómico, ya que los tres personajes centrales (Godfrey, Tartelett y Cerefinotú) añaden una buena dosis de humor a la trama.
No tenía vuelta de hoja. Antes del largo viaje entre dos a través de la vida, que se llama matrimonio, Godfrey iba a dar la vuelta al Mundo, lo cual es algunas veces más peligroso. Pero contaba con volver más aguerrido y, como era joven, volver hecho un hombre. Tendría ocasión de ver, observar, comparar. Su curiosidad estaría satisfecha. Ya no le quedaría sino vivir tranquilo y sedentario, feliz en el hogar conyugal, que ya ninguna tentación le incitaría a abandonar. ¿Estaba errado o tenía razón? ¿Corría hacia alguna lección de la cual podría obtener provecho? Dejemos al porvenir el cuidado de responder.
En una palabra, Godfrey estaba encantado. Phina, disimulando perfectamente su ansiedad, se resignaba a este aprendizaje.
El profesor Tartelett, él, habitualmente tan firme sobre sus piernas expertas en todos los equilibrios del baile, había perdido su aplomo ordinario y trataba en vano de recuperarlo. Vacilaba incluso sobre el mismo suelo de su cuarto, como si se hallara ya sobre el piso de un camarote azotado por los bandazos de las olas.
En cuanto a William W. Kolderup, una vez tomada la decisión, se había hecho poco comunicativo, sobre todo con su sobrino. Sus labios apretados, sus ojos semiocultos bajo los párpados, indicaban que una idea fija se había implantado en esa cabeza en que hervían habitualmente altas especulaciones del comercio.
«¡Ah!, ¿tú quieres viajar? —murmuraba a veces— ¿viajar en lugar de casarte, en lugar de quedarte en tu casa, de ser feliz aunque a lo tonto? Pues bien, viajarás».
Los preparativos comenzaron en seguida.
En un principio la cuestión del itinerario debió ser planteada, discutida y finalmente resuelta.
¿Iría Godfrey por el sur, el este o el oeste? Esto debía decidirse en primer lugar.
Si optaba por las rutas del sur, la compañía Panama to Colombia and British Colombia, y después la compañía Packet Southampton-Rio Janeiro se encargarían de conducirle a Europa.
Si prefería el este, el gran ferrocarril del Pacífico podía llevarle en algunos días a New York, y de allí las líneas Cunard, Inman, White-Star, Hamburg-America o Trasatlántica francesa podrían depositarle en el litoral del viejo Mundo.
Si quería dirigirse hacia el oeste por la Steam Transoceanic Golden Age, le sería fácil alcanzar Melbourne y luego el istmo de Suez con los barcos de la Peninsular Oriental Steam C°.
Los medios de transporte no faltaban, y gracias a su coordinación matemática la vuelta al Mundo ya no era sino un simple paseo de turista.
Pero no fue de este modo como iba a viajar el sobrino heredero del nabab de Frisco.
¡No! William W. Kolderup poseía, para las necesidades de su comercio, toda una flota de navíos a vela y a vapor. Había decidido, pues, que uno de sus buques fuese «puesto a la disposición del joven Godfrey Morgan», como si se hubiese tratado de un príncipe de sangre real en viaje de placer a expensas de los súbditos de su padre…
Por orden suya, el Dream, sólido vapor de seiscientas toneladas y doscientos caballos de vapor, se puso inmediatamente en disposición de partir. Debía ser mandado por el capitán Turcotte, un lobo de mar que había ya corrido todos los océanos bajo todas las latitudes. Bueno y osado marino, estaba acostumbrado a los tornados, tifones, ciclones… Contaba ya cuarenta años de navegación en cincuenta años de edad. Ponerse la capa y dar la cara al huracán no era sino un juego para este marinero que no había sido nunca afectado sino por el «mal de tierra», es decir, cuando se hallaba en puerto. Por ello, de esta existencia incesantemente sacudida sobre el puente, había conservado siempre el hábito de balancearse a derecha, a izquierda, hacia delante y hacia atrás: tenía el tic del balanceo.
Un segundo oficial, un maquinista, cuatro fogoneros, doce marineros; en total, dieciocho hombres debían formar la tripulación del Dream, que, si bien es verdad que se contentaba con hacer tranquilamente sus ocho millas por hora, no por ello dejaba de poseer excelentes cualidades náuticas. Que no tuviese bastante velocidad para remontar el lomo de la ola cuando la mar era gruesa… ¡sea!, pero tampoco la ola le pasaba por encima, ventaja que compensa bien la mediocridad de la marcha, sobre todo cuando tampoco se va con muchas prisa. Por otra parte, el Dream estaba arbolado en goleta y, con viento favorable, con sus quinientas varas cuadradas de tela, siempre podía salir en ayuda del vapor.
No es preciso creer, sin embargo, que el viaje del Dream debiese ser sólo un viaje de recreo. William W. Kolderup era hombre demasiado práctico para no tratar de aprovechar un recorrido de mil quinientas o mil seiscientas millas a través de todos los mares del globo. Su navío debía partir sin carga, desde luego, pero era fácil conservarlo en buenas condiciones de estabilidad llenando de agua sus water-ballast[7], que podrían inmergirle hasta ras del puente en caso de que fuese necesario. De esta manera el Dream contaba con cargar en ruta y visitar las diversas factorías del rico negociante. De este modo iría de un mercado a otro. No temáis, el capitán Turcotte no tendría dificultad alguna en cuanto a sus gastos de viaje. ¡La fantasía, el capricho de Godfrey no costaría un dólar a la caja del tío! Así se opera en las buenas casas de comercio.
Todo esto fue decidido en largas entrevistas, muy secretas, que William W. Kolderup y el capitán Turcotte tuvieron juntos. Pero parece ser que el arreglo de este asunto, tan sencillo, sin embargo, no marchaba solo, pues el capitán tuvo que hacer numerosas visitas al gabinete del negociante.
Cuando salía de allí, los más perspicaces de los habitantes del hotel habrían observado que tenía una cara singular, que sus cabellos estaban erizados como en ventolada, como si se los hubiese alborotado una mano febril; que toda su persona, en fin, vacilaba y se balanceaba más violentamente que de ordinario. También se habían podido oír voces elevadas que probaban que las sesiones no habían transcurrido sin tormenta. Era que el capitán Turcotte, con su franco hablar, sabía enfrentarse con William W. Kolderup, quien le estimaba lo bastante para permitirle que le contradijese.
Parece, en fin, que todo se arregló. ¿Quién había cedido? ¿William W. Kolderup o Turcotte? No me atrevería aún a pronunciarme, no conociendo el objeto de sus discusiones. No obstante, apostaría más bien por el capitán.
Fuese como fuese, tras ocho días de conversaciones, el comerciante y el marino parecieron estar de acuerdo; pero Turcotte no cesaba de refunfuñar entre dientes:
«¡Que los quinientos mil diablos del suroeste me envíen al fondo del Averno si jamás hubiera esperado que tú, Turcotte, tuvieses que hacer tal cosa!».
Sin embargo, la puesta en marcha del Dream avanzaba rápidamente y su capitán nada omitía para que estuviese en estado de hacerse a la mar a partir de la primera quincena del mes de junio. Se le había puesto en forma, y su carena, cuidadosamente repintada con minio, resaltaba en rojo vivo sobre el negro de la obra muerta.
Al puerto de San Francisco llegan gran número de buques de toda especie y todas las nacionalidades. Así, desde hacía no pocos años los muelles de la ciudad, construidos regularmente en el litoral, no hubiesen podido bastar al embarque y desembarque de las mercancías si los ingenieros no hubiesen conseguido establecer varios muelles secundarios. Estacas de abeto rojo fueron hundidas en las aguas, y algunas millas cuadradas de tablones les recubrieron de anchas plataformas. Se había mermado un poco la bahía, pero ésta era suficientemente capaz. Se obtuvieron así verdaderas calas de descarga cubiertas de grúas y de aparejos cerca de los cuales los vapores de ambos océanos, vapores fluviales de los ríos californianos, clippers de todos los países, cabotajes de las costas americanas, etc., pudieron alinearse en perfecto orden sin tropezarse unos con otros.
En uno de estos muelles artificiales, al extremo de la Warf-Mission-Street, se hallaba sólidamente amarrado el Dream tras haber hecho su revisión en la esclusa del carenado.
Nada fue omitido para que el vapor escogido para el viaje de Godfrey pudiese navegar en las mejores condiciones. Aprovisionamiento, acomodación, todo, todo, fue minuciosamente estudiado. El aparejo estaba en perfecto estado; la caldera, comprobada; la máquina de hélice, excelente. Hasta se embarcó, para las necesidades de abordo y la facilidad de las comunicaciones con tierra, una chalupa de vapor, rápida e insumergible, que debía rendir grandes servicios en el curso de la navegación.
En fin, todo estaba listo en la fecha del 10 de junio. No faltaba sino salir a la mar. Los hombres embarcados por el capitán Turcotte para la maniobra de las velas o el manejo de la máquina formaban una tripulación elegida, y difícilmente hubiese sido posible encontrar otra mejor allí.
Un verdadero stock, de animales vivos: agutíes, corderos, cabras, gallos y gallinas, estaban colocados en el entrepuente; estando, por otra parte, cubiertas y aseguradas las necesidades de la vida material por cierto número de cajas de conservas de las mejores marcas.
En cuanto al itinerario que debía seguir el Dream, éste fue sin duda el objeto de las largas conferencias que juntos tuvieron William W. Kolderup y su capitán. Todo cuanto se supo fue que el primer punto de escala señalado debía ser Auckland, capital de Nueva Zelanda, salvo en el caso de que la necesidad de carbón, ocasionada por la persistencia de vientos contrarios, obligara a reaprovisionarse, ya en alguno de los archipiélagos del Pacífico, ya en alguno de los puertos de China.
Todos estos detalles, por supuesto, importaban poco a Godfrey, dado que por fin iba a hacerse a la mar, y en absoluto a Tartelett, cuya turbación de espíritu aumentaba de día en día por las eventualidades de la navegación.
No faltaba sino una cosa que cumplir: la formalidad de las fotografías.
Un novio no puede partir decentemente por un largo viaje alrededor del Mundo sin llevarse la imagen de aquella que adora y, recíprocamente, sin dejarle la suya.
Godfrey, en traje de turista, se entregó pues en manos de Stephenson and Co., fotógrafos de Montgomery-Street, y Phina, en su toilette de paseo, confió igualmente al Sol el cuidado de fijar sus rasgos encantadores, pero un poco entristecidos, sobre la placa de los hábiles operadores. Así sería una manera de viajar juntos. El retrato de Phina tenía su sitio perfectamente indicado en la cabina de Godfrey, y el de Godfrey en la habitación de la joven.
Por lo que respecta a Tartelett, que no estaba prometido ni pensaba estarlo en modo alguno, juzgó también conveniente confiar su imagen al papel sensible. Pero, pese a la habilidad de los fotógrafos, no fue posible obtener una prueba satisfactoria. El clisé, oscilante, jamás fue sino una neblina confusa en la cual hubiese sido imposible reconocer al célebre profesor de danza y comportamiento.
Era que el «paciente», por lo que fuese, no podía por menos de moverse pese a la recomendación en uso en los talleres consagrados a las operaciones de este género. Se ensayaron otros medios más rápidos de pruebas instantáneas. Imposible. Tartelett se balanceaba, ya por anticipado, en la misma forma que el capitán del Dream. Fue preciso renunciar a conservar los rasgos de este notable ser. Desgracia irreparable para la posteridad si —apartémonos de este pensamiento—, creyendo no salir sino para el viejo Mundo, Tartelett partía para el otro Mundo, del que no se vuelve…
El 9 de junio estaba todo listo. El Dream no tenía sino que aparejar. Sus papeles, conocimientos, contrato de fletamento, póliza de seguro, estaban en regla, y dos días antes el corredor de la casa Kolderup había enviado las últimas firmas.
Ese día un gran almuerzo de despedida fue dado en el Hotel de Montgomery-Street. Se bebió por el feliz viaje de Godfrey y su pronto regreso.
Godfrey no dejaba de estar bastante conmovido y no trató de ocultarlo. Phina se mostró más firme que él. En cuanto a Tartelett, ahogó sus aprensiones en algunos vasos de champaña cuya influencia se prolongó hasta el momento de la partida. Estuvo a punto incluso de olvidar su violín, que le fue llevado en el momento en que el Dream soltaba las amarras.
Los últimos adioses fueron hechos a bordo, los últimos apretones de manos se intercambiaron en la toldilla; luego la máquina dio algunas vueltas de hélice que hicieron que el buque se apartase del muelle.
—¡Adiós, Phina!
—¡Adiós, Godfrey!
—¡Que el cielo os guíe! —dijo el tío.
—¡Y, sobre todo, que él nos devuelva! —murmuró el profesor Tartelett.
—¡Y no olvides jamás, Godfrey —añadió William W. Kolderup—, la divisa que el Dream lleva en su cuadro de atrás: Confide, recte agens!
—¡Nunca, tío William! ¡Adiós, Phina!
—¡Adiós, Godfrey!
El buque se alejó; los pañuelos se agitaron en tanto que estaba a la vista del muelle y hasta un poco más allá.
Pronto la bahía de San Francisco, la más vasta del Mundo, había sido atravesada. El Dream franqueaba la estrecha garganta del Golden Gate y después cortaba con su roda las aguas del Pacífico: era como si esta «puerta de oro» acabase de cerrarse tras él.
Jules Verne
Escuela de robinsones
Viajes extraordinarios
El joven Godfrey, sobrino de un rico comerciante estadounidense, decide viajar en busca de emociones. Cuál es su sorpresa al verse náufrago en una isla aparentemente virgen donde vivirá multitud de aventuras junto a su profesor de baile y amigo Tartelett. Pasados más de 6 meses en la isla, su existencia se hace insoportable: la isla, inicialmente sin depredadores, se llena de ellos; el fuego de las tormentas destruye su pequeña cabaña en el tronco de un árbol; la comida escasea...
En esta novela Verne rinde tributo a Daniel Defoe, ya que se trata de una parodia de Robinsón Crusoe. Quizas, de todas sus obras, sea la más decidida a adentrarse en el género cómico, ya que los tres personajes centrales (Godfrey, Tartelett y Cerefinotú) añaden una buena dosis de humor a la trama.
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