Ella era la única que tenía derecho a hacerse esperar a la hora de despegar el avión…

2 de junio. Esta mañana he visto a sus hijos, a los que una niñera paseaba por un jardincillo idéntico a no sé ya qué jardín de París, cercano a la avenue Victor-Hugo. El chiquillo se le parece tanto que me resulta difícil imaginar que se convertirá en un hombre.
Todavía no me hago a la idea… No hace ni seis días que nos encontrábamos en Khartum cuando, en suma, todo se ha decidido…
… Lady Makinson que simulaba no conocer a Ferdinand, y a quien los ingleses de a bordo, al corriente de su personalidad, rodeaban de todo tipo de atenciones… Era ella quien presidía las comidas… Ella era la única que tenía derecho a hacerse esperar a la hora de despegar el avión…
Y Ferdinand, solo en su rincón, sabía el motivo por el cual hablaba Mary con tanta volubilidad, por qué reía tan estridentemente, por qué fumaba aún más de lo habitual en cuanto bajaban del avión.
Probablemente, en aquel momento, si hubiese yo querido…
Pero, en aquel momento, él mismo no sabía qué quería. Se hallaba replegado sobre sí mismo, presa del deseo de hacer algo, no importa qué, pero, en cualquier caso, de zafarse de todo cuanto había sido su vida hasta aquel entonces.
¿Acaso, cuando me miraba ella con disimulo de una punta a otra del avión, sospechaba que había momentos en que casi estaba decidido a matarla, para luego poner fin a mi vida?…
Ferdinand no refería casi nada de lo que aconteció en Khartum. La cena había finalizado. Los pasajeros iban organizando sus mesas de bridge. Lady Makinson, algo crispada, se había dirigido hacia la terraza de la que habían sido retirados los sillones y las mesas, dado que se avecinaba una tormenta de arena.
Desde ese momento, comprendo que un hombre sea capaz de hacer cualquier disparate. La palabra loco es insuficiente. Estaba decidido a…
Ni yo mismo lo sé… ¿Quizás a echarme a sus pies y romper a llorar?… ¿Acaso lo intuyó ella?… ¿Acaso daba lástima?… ¿Acaso?… Me miraba mientras me acercaba a ella y debía clavarse las uñas en las palmas de las manos… Luego, con voz muy queda, casi suplicante, murmuró:
«—¡Please!…».
¡Sí! sencillamente: se lo ruego… Y ella me rogaba, lo sé, que no diera el paso, que no pronunciara la palabra que lo hubiese cambiado todo…
En aquel momento, si hubiese querido…
Media hora más tarde, redactó un telegrama en la recepción del hotel… ¡Lo comprendí todo cuando, al llegar a Alejandría, vi que le estaba esperando un hidroavión!…
Todavía no sé por qué tomé el barco… Quizás fuese necesario…
Aparentemente absortos en las hojas de salario, ambos hombres permanecían silenciosos, agudizando el oído.
Sobre la mesa del comedor no había más que una lámpara auxiliar. La lluvia caía como solía ocurrir durante las noches de aquella estación del año. Ferdinand veía ante él los ojos preocupados de Camille.
—No lo ha leído todo… —musitó Ferdinand.
Lo sentía en todas las fibras de su ser, trataba de seguir esta lectura con el pensamiento.

Georges Simenon
El blanco con gafas


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